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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (26 page)

—Entonces hay algo que no estamos contemplando —refutó el español—. El archiduque de Chamonix parece tener muy clara su posición, como si ocultara alguna estratagema…

—¿Estratagema habéis dicho? ¡Pero si ese archiduquecillo tiene una nuez en la cabeza sostenida por cuatro telarañas! No hay estrategia, solo un ejército de franceses que no sabe de batallas y únicamente se muestra para intentar asustarnos con su presencia.

—Aun así tengo mis sospechas —habló prudente Martínez.

—¿A qué distancia están?

—Algo menos de media legua —calculó el mercenario.

—Pues si el maldito francés no ataca, le atacaremos nosotros.

—Nuestras bombardas no llegarán hasta allí —le recordó.

—Alimentadlas con más pólvora y procurad que la artillería les caiga encima.

—Es una alternativa muy peligrosa, señor.

El duque de Aosta bajó de su caballo y se acercó al condotiero.

—He pagado muchas monedas por un cuerpo de élite, espero ahora que vos me solucionéis los problemas y no seáis un peso más.

—Sabéis que cuento con los mejores artilleros españoles de la armada. No existen en mar, ni menos en tierra, cañoneros tan profesionales y osados como los míos, pero sabed que no todo es posible y si uno de esos cañones llegara a explotar por un exceso de pólvora y confianza, os aseguro que aquí solo quedaría un gran pozo salpicado de nuestras propias osamentas.

—No acarreé una veintena de cañones por la montaña solo para mostrarlos. Sobrealimentadlas al límite —ordenó Boca-negra.

Montó y galopó hacia el otro flanco de la línea mientras los copos de nieve de nuevo comenzaban a caer anticipando un día crudo, un día que traería estruendos de pólvora.

70

Mustaine supo que era mediodía y sonrió. Un ayudante de campo le acercó su yelmo emplumado. Había llegado la hora.

En ese mismo momento vio surgir del horizonte, a la retaguardia de las fuerzas invasoras, un frente de quinientos paladines franceses. Aquella formación le proporcionó la tranquilidad que solo conoce un guerrero, pues en la batalla es más valioso contar con un aliado por retaguardia que con un cántaro de agua en la sequedad del desierto. El condestable de Bonneville y el barón de Argentiére hicieron su aparición en el momento pactado.

El archiduque de Chamonix se ajustó su yelmo templario, ese viejo morrión familiar protector que mostraba sus ojos por una fina raja horizontal, mientras exhalaba su aliento a través de las pequeñas cruces perforadas en el metal.

La gran carga de la caballería no tardaría en comenzar. Mustaine desenvainó su espada y la alzó por encima de la cabeza. El destello del metal pronto acaparó todas las miradas. Sus quinientos caballeros berrearon exaltados, unidos por el fervor de la anticipación del combate. Sus mentes estaban cegadas, sus vidas ya no importaban y el grito los unió como feroces mastines del campo de combate.

Jacques sintió el poder. Sintió bullir la sangre franca en sus venas.

71

El duque de Aosta se volvió atónito, sin comprender del todo qué era esa horda de franceses que asomaba por su espalda. Parecía imposible, un sueño macabro. Corrió hasta el puesto de artillería con la capa al viento, pasando ante las tiendas de mando y arquerías, y divisó a Martínez: el español contemplaba todo con tranquilidad, sin exaltarse.

—¡Nos ha rodeado! —gritó Bocanegra señalando la meseta de retaguardia.

—Lo supuse —dijo el español.

Justo entonces llegó un robusto compatriota de barba crecida y botella en mano. Era el maestro artillero León Calvente, el marinó más codiciado de la armada española.

—Están buscando quebrar nuestra línea —dijo con voz poderosa—, quieren desarmar nuestra artillería en dos frentes y distraer la atención de nuestro ejército. Es un truco antiguo… pero siempre da buen resultado.

—¿Y qué haremos ahora? —exclamó el duque desesperado.

—¿Que qué haremos? —El almirante Calvente sonrió—. Pues nada. Esto no es un barco donde podamos girar… —El veterano marino señaló sus piezas de artillería—. Ya no tenemos tiempo para moverlas, están apuntaladas y cargadas. Si deseáis podéis dar la vuelta a esos quince escorpiones, pero no os garantizo grandes éxitos.

—Son quinientos. —Martínez señaló hacia la meseta—. Más otros quinientos caballeros…

—¡Mil! —gritó Bocanegra, comenzando a temer por su propia existencia.

—Excelencia, ¿qué queréis hacer? —preguntó con calma el capitán Martínez.

—Dad la vuelta a la mitad de los ballesteros junto con los escorpiones de asedio, los piqueros confederados apuntalarán la retaguardia y giraremos la mitad de los cañones.

—No, los cañones no —interrumpió el almirante Calvente—. Dejadlos donde están.

—Dije la mitad —insistió Bocanegra—, la mitad de los cañones pesados…

—¡Me resisto a tan terrible tontería! —se exaltó el artillero—. Dejaríamos indefenso nuestro frente y jamás llegaríamos a proteger la retaguardia. En el momento en que comencemos a moverlos los franceses cargarán contra nosotros y sus caballos estarán aquí antes de que podamos hacer nada.

—No os pago para que opinéis, almirante, solo cumplid mis órdenes.

—Será nuestra muerte —sentenció Calvente— y me resisto a morir en la nieve, en esta tierra. Yo solo moriré en el mar, por el rey de España, y por un error mío, no por el vuestro.

—Escuchad a quienes saben, Excelencia —se oyó entonces una voz a sus espaldas—. Conozco la valía de hombres y sé de lo que son capaces. Ante el enemigo es preferible estar de pie y con cuchara de madera que dormido con una espada.

—¿Vos? ¿Qué demonios hacéis aquí? —le preguntó el duque atónito.

Calvente y Martínez, por su parte, tampoco pudieron contener un gesto de sorpresa y desagrado pues conocían al recién llegado: habían compartido con él una larga travesía por mar hacia el Nuevo Mundo durante la cual varios de sus compañeros fueron misteriosamente asesinados, y todas las sospechas le apuntaban a él. Sin embargo, se limitaron a saludarle con un tenue movimiento de cabeza que implicaba su reconocimiento después del cual se miraron entre ellos encogiéndose de hombros.

Allí estaba Èvola, ese personaje tan siniestro y peligroso como los gatos negros, portadores de mala suerte aunque a salvo de ella gracias a sus siete vidas. Pero los españoles ahora eran mercenarios dispuestos a obedecer a su pagador, y si el destino ponía a ese hombre en su camino, y en el mismo bando, no serían tan obtusos para enfrentarse al duque por su culpa.

—Debéis concentraros en el frente —siguió aconsejándole el monje Èvola—. Vuestra única preocupación debe ser la tropa de Mustaine.

—Pero ¿qué decís? ¿No veis los quinientos paladines que nos ha plantado a la espalda? —replicó Bocanegra.

Èvola le examinó con dureza y reticencia y vio en el duque una mueca de cobardía, la del héroe secular que ahora languidecía frente a la mortaja de la Sibila.

—Procurad escuchar al almirante —insistió en un bisbiseo el benedictino—, procurad confiar en alguien más que en el propio miedo.

Bocanegra le escuchaba turbado y temeroso mientras los copos de nieve caían entre ellos, entre sus miradas y pensamientos.

La sangría estaba a punto de comenzar.

XX. La guerra de los duques
72

El archiduque Mustaine, a lomos de su semental, con la espada en mano, observaba a su enemigo en la lejanía. —Bocanegra se está moviendo —atestiguó uno de sus consejeros.

—Está asustado. Jamás imaginó que amenazaríamos su espalda. Ahora debemos esperar a que repliegue la tropa de su línea de frente y la lleve hacia atrás. Ahí será donde encontraremos nuestra oportunidad: cargaremos contra ellos. —¿Y si no se repliegan?

—Entonces morirán por la caballería del condestable de Bonneville.

—¿Quién dará la señal?

Mustaine contempló al caballero.

—Nuestros cañones. Será el sonido de la victoria.

El barón de Argentiére, entretanto, sobre una meseta privilegiada estudiaba el campo de batalla y la espalda de su enemigo. A poco más de mil quinientos pies lo acompañaba el condestable de Bonneville con dos falanges de doscientos cincuenta paladines cada una. Esperaban la señal, el trueno lejano de los cañones del archiduque.

Bocanegra se giró y volvió a avistar a su enemigo en la retaguardia, que copaba dos mesetas enteras.

—Que un tercio de la infantería abandone la línea de Mustaine —ordenó vacilante, aun sin saber si su decisión frenaría a la Parca.

El capitán Martínez lo miraba en silencio, acompañado de Calvente y Èvola. El duque sabía que su decisión marcaría el triunfo o la derrota, no habría medias tintas para quien se decidiera a mover el esquema de guerra en el umbral de la batalla. Sabía, también, que sus mercenarios le serían fieles mientras no les ordenara maniobras suicidas.

—No mováis la artillería de la línea de Mustaine —volvió a repetir el monje.

—¿Por qué? ¿Por qué habría de confiar en vuestra palabra de clérigo?

—Tened fe en mí. —Èvola lo miró evasivo y Bocanegra caviló, luego refunfuñó.

—Dejad los cañones donde están —decidió algo dubitativo—, moved solo infantería y escorpiones.

—Escorpiones tampoco —bufó Èvola.

El duque y los militares le observaron estupefactos.

—¿Estáis loco? —exclamó Martínez.

—Pero ¿qué clase de locura pretendéis? —El duque alzó las cejas—. ¿Acaso no os parece demasiado atrevimiento que os deje opinar sobre el combate, para que ahora dirijáis toda mi tropa?

—Hacedme caso —siguió el religioso. Su único ojo oscuro brillaba con extraña tranquilidad—. No moriremos en esta guerra, a menos que ignoréis mis consejos.

—¡Entonces revelad el maldito plan que guardáis bajo la manga! —exigió el noble.

—No hay tiempo. Solo tened fe en mí —finalizó el monje.

Bocanegra clavó la mirada en el religioso, escudriñó al hombrecillo deforme por el que había armado toda aquella guerra, que le había hecho cruzar los Alpes y lo había colocado justo en aquel lugar. Algo estaba claro para el duque: si Èvola estaba loco, él también lo estaba, pues el cuerdo que cree en locos lo es tanto como ellos.

—No mováis los escorpiones —ordenó finalmente el noble—, dejadlos donde están.

—Excelencia, es una locura —murmuró Martínez.

—¿Una locura? Todo esto siempre ha sido una gran locura. Tenemos un archiduque francés que aparece de la nada con mil caballos justo cuando me doy cuenta de que contraté los servicios del mejor artillero español, un almirante que huele a licor y sabe más de galeones que de nieve. —Pasquale mostró una violenta resignación—. Tengo un monje que me aconseja locuras y yo le escucho y hago lo que él dice. Y os tengo a vos. Haremos lo que he ordenado. No moveremos la maldita artillería ni los ballestones. ¡Idos ahora y ocupad los puestos, y rezad a los cielos por vuestras almas para que no nos despellejen por la espalda!

Dicho esto montó en su corcel y se dirigió al centro de la formación, listo para esperar el espanto de la guerra.

—Se mueven —resopló el vigía desde el catalejo.

—¿Cuántos? —se interesó el archiduque Mustaine.

—Un tercio. Van a retaguardia.

Mustaine sonrió.

—¿Ha dividido la línea de cañones?

—No. Solo mueve infantes.

—No importa, así morirán por la espalda. —Mustaine lo tenía claro—. Cargaremos de frente contra ellos, sus cañones serán socavados por detrás. El combate será nuestro.

—No entiendo… —caviló su terrateniente—. ¿Por qué habrían de dejar sus espaldas sin cañones?

—Porque sus artilleros han decidido morir con dignidad. Los mercenarios del italiano son hombres de valor, pelearán con todas sus fuerzas a pesar de que el combate está perdido.

Hemos ganado esta guerra desde que situé esos caballos en retaguardia, y ellos lo saben.

—Se han detenido —volvió a cantar el vigía—. Ahora piqueros y ballesteros están por detrás. De frente cañones y escorpiones, apoyados por menos que al comienzo.

Jacques David Mustaine de Chamonix contempló las nubes negras que arrastraba el viento, borrascosas y oscuras como carbón. La nieve caía lentamente, tapizando el valle de blanco. Todo estaba listo según lo planeado. Pero faltaba un detalle.

—Decid a la tropa que daré cincuenta monedas de oro a quien atrape al duque enemigo con vida —resopló Mustaine—. Mi halcón aguarda impaciente su comida.

73

Pasada una hora exacta del mediodía, los cuatro cañones laterales del archiduque Mustaine sonaron con gran estruendo. Sus bolas no llegaron a destino, pues la distancia de media legua larga era inalcanzable para esos morteros de asedio, pero su función primordial era el sonido ronco y poderoso: la señal que esperaban los caballeros que aguardaban a espaldas del italiano. Tras esto, una nube blanca de pólvora quemada se elevó de los lejanos cañones archiducales, como epílogo de los disparos.

El barón de Argentiére alzó inmediatamente su espada, gritó el avance y cargó con sus doscientos cincuenta caballeros. Pero no fue solo este quien comenzó el ataque, pues desde la otra meseta cercana el condestable de Bonneville espoleó a su alazán y comenzó el segundo movimiento, el segundo golpe de mazo, también por la espalda de la línea italiana y con otros doscientos cincuenta paladines enfurecidos.

Jacques David Mustaine de Chamonix blandió su espada y clavó sus espuelas en el corcel. Tras él cargaron quinientos bravos caballeros francos, con lanzas y estandartes, con espadas y mazas. El valle comenzó a ser conquistado por la caballería, en una línea frontal de dos mil pies, que asustaba tan solo de verla en la lejanía, aun sin que se escuchara el frenético crujido de las herraduras en la nieve.

Los ojos de Mustaine cobraron el brillo del bronce y su ira adelantó el filo de su espada, lista para ser hundida en el pecho del invasor.

—¡Disparen! —gritó el maestro artillero Calvente, y una primera salva de bombardas y culebrinas ensordeció los oídos.

El miedo de ver al enemigo ganando el valle quedó tapado por la bestial estampida de las piezas. Las bolas llegaron a dos mil setecientos pies, rebotando en la nieve y haciendo blanco en la nada. El artillero miró los resultados y resopló. Era bien cierto el refrán que circulaba en la jerga de los soldados, pues «que te mate un cañón en la guerra» era la máxima expresión de la mala suerte.

Los bombos y redoblantes marcaban el tiempo a los amunicionadores, que trabajaban a gran velocidad y a un promedio de quince por pieza.

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