Xanthopoulos dejó su caballo al final del valle. Con sigilo escaló la roca hasta la meseta arbolada. Desde allí, en cuclillas, pudo observar la periferia, tratando de distinguir alguna señal en aquel bosque tupido que ahora se abría ante él. Con discreción se adentró en el páramo nevado, sorteando rocas y ramas que le rociaban con finas gotas de agua congelada. Se desplazó como un lince, callado y curioso. Y así fue como confirmó sus sospechas, pues se acercaba al sitio del que siempre había desconfiado: un mirador perfecto, natural, desde el que se veía el castillo de Chamonix.
Desde esa pequeña explanada de roca cubierta de robles se podía observar cualquier movimiento en la fortaleza sin ser descubierto. Una vez en ella se agazapó, apoyó la espalda en el tronco de un abeto y permaneció atento mientras los copos caían sobre esa atalaya que ahora tenía a treinta y cinco pies delante de él.
—¿Y cómo pensáis usar vuestra Constante Trina para desvelar el secreto de la esfera? —inquirió Killimet.
—De la misma forma que advierte la esfera en su exterior: «Una esencia, tres personas» se lee fuera, antes de llegar al interior… Y eso precisamente es lo que nos advierte: que sin la Trinidad no llegaremos a ninguna parte… Reparemos en la raíz hebrea del nombre de Dios, que es «YHWH». —Angelo señaló los pergaminos con el índice—. Aquí aparecen esas letras, pero ¿qué más sabemos de Dios?
—Que es infinito —respondió Ségolène con presteza.
—Impresionante, es exactamente lo mismo que estaba pensando.
—Es lo primero que me viene a la mente cuando trato de imaginar a Dios —reconoció.
Angelo DeGrasso le sonrió y siguió señalando los rollos.
—Pues aquí tenemos alfas y omegas, signo de principio y de fin, de eternidad, aunque no están en todos los pergaminos. —El inquisidor inquirió de nuevo—: ¿Qué más?
—Que es Trino —dijo el jesuita—. Dios es Uno y Tres.
—Exacto —recapituló Angelo—. Entonces tenemos las premisas para comenzar a trabajar: «YHWH»… que es Alfa y Omega… que es Trino…
Killimet se pasó las manos por la venda que cubría sus ojos quemados.
—¿Cuántos de ellos tienen el alfa y cuántos el omega? —indagó.
—Cuatro muestran alfas y cuatro omegas —respondió la francesa.
Lawrence Killimet movía sus pulgares sobre las vendas mientras debajo sus ojos muertos lagrimeaban.
—Son ocho —dijo al aire—, son cuatro juegos de alfas y omegas… son cuatro señales de principio y fin, de eternidad.
—¡Cierto! —corroboró DeGrasso exultante.
—¿Y eso qué significa? —Ségolène no entendía adonde querían ir a parar.
—Que también tenemos cuatro letras en el tetragrama hebreo —respondió el jesuita—, una por cada juego de alfas y omegas. Creo que esto no es una coincidencia, el
Codex Terrenus
nos está hablando con lógica y matemáticas. Debéis juntar los pergaminos de igual letra capital, cada juego con su alfa y omega —sugirió el jesuita.
Angelo meditó un instante y examinó de nuevo los pergaminos. Tomó un juego de letras iguales y las alineó con un alfa al comienzo y un omega al final.
—Aquí tengo la primera letra del tetragrama hebreo —balbuceó—, en el orden de primera a última, de Principio y Fin.
Una gota de sudor frío recorrió la frente del monje genovés. Su abstracción cobraba fuerza y lentamente iba despejando las enigmáticas trabas hacia la solución. Todo parecía tener .sentido, pero nada surgía aún, era solo un acertijo medieval que mostraba sus primeros encantos.
—¿Y esas letras que aparecen en el centro? —preguntó la francesa.
—Parece un mensaje, un mensaje que está a punto de emerger —respondió Angelo mirándola a los ojos, penetrante y turbado.
El hombre, con la cabeza cubierta, apareció de la oscuridad. Caminó sobre la nieve hasta el extremo de la roca y contempló la fortaleza. Eran las tres de la madrugada y, a pesar de la nevisca que caía sobre el valle, la mole imponente del castillo de Chamonix se divisaba en la distancia por las lámparas de aceite y las antorchas que iluminaban sus murallas. Todas las ventanas estaban oscuras menos una, en la torre frontal había un vitral encendido como un faro en la lejanía.
En ese momento el encapuchado sacó de entre las ropas un catalejo de bronce y se lo llevó hasta el ojo. Apuntó con él hacia esa ventana y reguló las lentes. Allí estaba el objeto de su curiosidad.
Dentro de la estancia iluminada podía entrever movimiento. El vaivén de sombras y matices se reflejaba en los vidrios delatando la actividad de un grupo de personas en el seno de la torre. El espía sonrió mostrando sus blancos dientes y bajó el catalejo para enfocar al pie de la torre. Pronto descubrió la señal que esperaba: una estrella de cinco puntas pintada sobre el muro.
Su sonrisa se acrecentó. Todo estaba en marcha, los tiempos parecían comenzar indefectiblemente esa noche, en el episodio más trascendental e importante de los siete siglos de vida de la Sociedad Secreta de los Brujos. Se dio la vuelta exultante y se topó con el hierro de una punta de flecha frente a su nariz. Xanthopoulos, el Vikingo, mantenía la ballesta alzada y le apuntaba a la cabeza, silencioso, sin perder de vista al espía desconocido.
—He sorprendido a un búho, ¿o más bien a una comadreja? —se burló.
—Os equivocáis. —El sujeto tragó saliva—. Yo no soy esa persona a quien buscáis…
—Cierra la boca, brujo pestífero, y responde a mis preguntas sin evasivas ni trucos.
—¡Os equivocáis de persona! —insistió el encapuchado.
Xanthopoulos dobló al sujeto de un puñetazo en el estómago, después lo agarró de la capa y lo tiró al suelo, donde le asestó dos patadas en el costado.
—¿Qué estás buscando? —gritó el fornido cazador de brujas—. ¿Qué demonios has venido a mirar?
En el suelo, el espía de cabello blanco gesticuló de dolor, el Vikingo distinguió en su cuello el tatuaje de un pentáculo.
—Veo que la Iglesia cuenta con esbirros sigilosos —replicó entre gemidos el brujo albino tendido en el suelo nevado—, debéis de haberme esperado en el bosque…
—Te olfateé en el aire —balbució el rubio—. Dime, ¿a quién obedeces, maldita comadreja? —Aplastó con su bota aquel cuello tatuado como si fuese una víbora.
El hombre mostró su dentadura manchada de sangre y escupió a un lado.
—No obedezco a nadie, estoy solo. Soy un lobo errante de la noche.
Lord Kovac gritó afónico al tiempo que las venas de su frente se ramificaban como torrentes desbocados. Sus manos sujetaban inútilmente el tobillo opresor intentando detenerlo, pero Xanthopoulos cargaba todo su peso sobre el cuello.
—¡Darko! —gritó, mientras la sangre le chorreaba de la nariz. Nikos aflojó la presa y sonrió mientras le pateaba con fuerza en las costillas.
—¿Eres brujo de Darko? —El hombre no contestó, pero asintió en silencio—. ¿Qué espiabas en la fortaleza?
—La señal —hipó.
—¿Qué señal?
—Aquella… —Con su mano temblorosa, señaló al castillo.
Nikos solo vio la mole de piedra en la lejanía. Tomó al hombre de los cabellos y lo sentó junto a una piedra. Se acercó a su rostro y resolló delante de la nariz.
—Enséñame la maldita señal y revélame qué significa.
—En el muro… Por fuera… —El brujo, tembloroso, volvió a señalar mientras se limpiaba la nariz ensangrentada—. Bajo la torre del castillo está la señal de nuestro infiltrado, la que nos advierte… de que todo empezará esta misma noche.
—¿Infiltrado? ¿Quién es el maldito brujo que está entre nosotros?
El húngaro endureció la mirada:
—Angelo DeGrasso —escupió—. Él es nuestro infiltrado.
—¡Asquerosa alimaña! —El cazador le propinó un puñetazo en la nariz.
—¡Os lo juro! —chilló el brujo—. Allí está escrita la prueba. —Nuevamente señaló el muro lejano. Con dificultad, lord Kovac sacó el catalejo y se lo ofreció—. Mirad vos mismo… en aquella torre, la más alta, bajo la luz de la ventana encendida, allí veréis los signos del infiltrado.
El Vikingo movió la cabeza hacia la torre, por un instante pensó en qué hacer y entonces sintió cómo el catalejo se estrellaba contra su rostro. El dolor del golpe certero fue muy intenso, dio un paso hacia atrás y lord Kovac salió de su postración para asestarle un segundo golpe en la frente con la furia de un brujo acorralado.
Xanthopoulos se encorvó desconcertado, la sangre que le brotaba de la frente le dificultaba la visión. En ese instante se echaron sobre él y sintió un cuchillo que penetró por debajo de su axila. Cayó de espaldas y sufrió una segunda puñalada en el pecho que no penetró, pues la punta se frenó en la Virgen de su rosario.
Lord Kovac saltó y corrió por la nieve, trepó por las rocas con destreza y agilidad, y cuando llegó a la cima se volvió y observó al cazador con una sonrisa burlona. Pero la flecha ascendió vertiginosa y sin aviso y Kovac solo pudo escuchar el silbido en el aire antes de que la saeta se hundiera profundamente en su muslo. Cayó hacia atrás con un quejido sordo, desapareciendo entre las ramas cubiertas de hielo y nieve.
Algunas rocas más abajo, Nikos cargó su segunda saeta sintiendo cómo su propia sangre empapaba las ropas. Se incorporó y comenzó a correr con dificultad. En aquella huida frenética los pinos se repetían como en un laberinto. Sabía que su destreza con la ballesta era imposible de superar.
Pero esa noche la luna no aparecía, el cielo cubierto oscurecía los senderos y la nieve borraba las sendas. Las brújulas se perdían en aquel bosque, los ojos se confundían y la arboleda congelada conducía al brujo hacia peligrosas y escarpadas pendientes. El muslo herido de lord Kovac regaba la nieve y dejaba un rastro de finas gotas y salpicaduras brillantes. Inesperadamente, se detuvo, escudriñó las sombras y escuchó en silencio. Con lentitud retrocedió para proteger su retaguardia y tuvo la sensación de haber llegado a la difusa salida de aquel bosque enmarañado.
Fue entonces cuando oyó un goteo justo a su costado. Permaneció en suspenso pensando en lo extraño de aquel sonido, pues la nieve parecía algodón. Sin embargo, las gotas caían desde arriba, desde las rocas, en una cadencia lenta, pero constante. Se agachó con sigilo y tocó la nieve bajo las copas boscosas sintiendo una tibieza particular en las yemas de los dedos y la espesa viscosidad al tacto de un jugo oscuro.
Los ojos del brujo, desesperados, intentaban distinguir en la oscuridad un color que no podía percibir con claridad, el color de esas gotas que no dejaban de caer, el de esa sangre espesa y púrpura que desde arriba caía sobre él. Una sangre que no era suya.
El brujo miró hacia arriba, y desde allí recibió la respuesta.
Xanthopoulos se abalanzó dejándose caer desde lo alto de un saliente sobre Kovac y aplastando su cuerpo contra el suyo en un acto desquiciado. La emboscada fue inesperada y fatal, golpeó con la frente su nariz fracturándole el tabique nasal como si de una rama se tratase y luego le hundió un pulgar en el ojo. Incapaz de quitárselo de encima, el brujo tanteó en la nieve hasta agarrar una piedra que descargó en la sien del ballestero. Nikos sintió el impacto seco y contundente y rodó con su oponente por la nieve hasta que un árbol frenó sus cuerpos.
Tras el golpe, el discípulo de Darko logró zafarse y, tomando con presteza su puñal, lo hundió donde pudo: en la clavícula del cazador. Este sacudió su cabeza para despejarse, quitándose el hielo y la sangre del bigote y, tomando el mango de la daga que tenía en el hombro, tiró de él con los pómulos encendidos por la furia, decidido a terminar con aquel esbirro de Satán. Obcecado, se puso de rodillas apoyándose en el roble para levantarse. Estaba decidido a estrangularlo y llevarlo a rastras hasta el castillo.
Pero un silbido atravesó el aire en la oscuridad y una flecha de la propia ballesta de Nikos le atravesó la mano y la dejó ensartada en la corteza rugosa del tronco; intentó tirar de ella para liberarla pero todo fue inútil. Lord Kovac no había errado del todo el tiro. Fue entonces cuando le golpeó otra vez en la cabeza con la misma piedra.
Nikos Xanthopoulos cerró sus ojos transparentes y sus rodillas se doblaron. Su cuerpo colgó inerte, solo sostenido por la mano atravesada por la flecha que lo mantenía unido al roble. El brujo volvió a golpearle una y otra vez y sus trenzas rubias poco a poco fueron tiñéndose de sangre. Sobrevino el silencio y se escuchó el aullido de un lobo en los confines del bosque. Un alarido bestial y aterrador.
Las primeras claridades atravesaron el valle helado de Les Praz e iluminaron la imponente figura de un ejército en posición de batalla. El duque de Aosta, junto a los condotieros, recorría el frente a paso tranquilo montado en su caballo. A medida que avanzaba oía el variado vocerío de la tropa, que iba del italiano al francés, del español al alemán e incluso pasaba por dialectos como el ladino tirolés, el catalán o el genovés.
—Los distintos idiomas son un grave problema en la cadena de mando —espetó Bocanegra a los dos mercenarios que le acompañaban cabalgando en silencio.
—Me he tomado el trabajo de dividir a los grupos por sus lenguas —explicó Martínez a su derecha—. Los de los cantones suizos y los artilleros recibirán las órdenes en italiano.
—Espero que funcione —replicó el duque—. ¿En qué condiciones está el grupo de asedio?
—Se encuentra listo —explicó el capitán de los confederados, a su izquierda—. Está bajo el mando de un maestro artillero español, tenemos catorce cañones montados.