El archiduque caminó en silencio hasta la botella y se sirvió una copa de licor.
—Mil paladines francos en total —calculó— es una fuerza a temer. Arrasaremos sus cañones y dejaremos que nuestros soldados aniquilen al resto.
—¿Qué hay del rey? —preguntó el barón.
—No intervendrá —se adelantó el condestable de Bonneville—. Estaremos solos. La Iglesia le ha persuadido.
—Bien. Esperemos entonces que nuestro archiduque sepa asestar el golpe mortal que necesitamos, pues más allá de estas tropas quedaremos sin ejército ni control.
—No vendrán —respondió el barbudo de Bonneville—. Apuesto a que el hielo de la montaña los detendrá, o quizá el miedo al saber de nuestra caballería. No vendrán.
Poco después un soldado de la guarnición de Mustaine entró presuroso informando del avistamiento. Los nobles salieron a pie a través de la nieve hasta llegar a una meseta rocosa. Desde allí, el soldado señaló la montaña.
El archiduque de Chamonix conservó la cordura mientras sus ojos contemplaban la débil luz que comenzaba a arder en la aún oscura madrugada. Se trataba de una fogata. Estaba donde suponía, se trataba de un puesto vigía del propio archiduque.
En el punto más alto, a trece mil pies de altura, en el Aiguille du Midi, la fogata comenzó a brillar cada vez con más intensidad. Era la señal inequívoca de que los exploradores alpinos habían avistado las tropas de Aosta. Mustaine anunció:
—Ya están aquí.
La caravana había partido de Entreves, último poblado de Aosta. Desde allí había comenzado el tedioso ascenso a la montaña, siguiendo las nieves duras del Ghiacciaio della Brenva hasta alcanzar la meseta helada del gigante, a los pies del enorme diente rocoso. Durante los primeros dos días habían perdido más de cincuenta hombres en la nieve. La nieve acumulada en las cumbres se había desprendido en varias ocasiones sepultando a los exploradores y quince caballos y ocho muías cayeron en las trampas del monte blanco junto con tres cañones y varias dotaciones de alimento. Eran momentos críticos en los que no pocos de los mercenarios se preguntaban si en verdad el dinero cobrado valía la pena para encarar una muerte segura.
El duque de Aosta cabalgaba junto a sus condotieros: un español recién llegado de Madrid y un comandante confederado. Ambos vestían capas y sombreros y ambos se preguntaban qué clase de locura llevaba a ese italiano a cruzar el pico más alto en pleno invierno.
—Cinco han muerto congelados esta mañana —informó Martínez, el español, al duque—. Hemos de bajar cuanto antes o solo llegaremos al otro lado la mitad de los que salimos.
—Hoy tendremos sol —masculló Bocanegra desde su caballo con la atención fija en las estrellas—. En un día más estaremos en Francia y beberemos del licor del archiduque.
Martínez lo miró con reticencia.
—¿Para qué habéis traído tantos caballos sin jinetes ni monturas, Excelencia?
El italiano se volvió en la fría madrugada y su mueca fue confusa.
—Porque adoro los caballos…
En las alturas más inhóspitas de los Alpes, abrazada por el frío y abandonada a sus avatares, la caravana de cuatro mil quinientos hombres cruzaba la frontera con extremo cuidado. Bocanegra declaraba la guerra a Mustaine de Chamonix, una declaración que nunca escribió ni entregó a su adversario y que firmaría con su sola presencia.
Sus ojos dejaban entrever su ansia por conquistar aquellas tierras, su lengua paladeaba el sabor exquisito de los nuevos vinos y el de las mujeres que no podrían resistirse a la llamada, obligada, de su lecho. Una esfera y un monje, recordó. Una esfera y un monje y todo caería a sus pies.
Horas después, al mediodía, los exploradores de Bocanegra dieron la buena nueva: habían encontrado el glaciar del valle blanco, el que los llevaría directos a las tierras del francés. Estaban a solo un día de la batalla. A un día de la esfera.
Esa mañana, Nikos Xanthopoulos entró en la alcoba de los jesuitas y se quedó de pie, junto al camastro. Lawrence Killimet permanecía recostado con una venda húmeda sobre los párpados. Ségolène, a su lado, le sostenía la mano con inquietud.
—¿Cómo tiene los ojos? —se interesó.
—Aún cerrados —respondió ella—. La quemadura es profunda.
—¿Mejorarán?
Ségolène negó dos veces con la cabeza en silencio, pero por si el jesuita estaba escuchando mintió:
—Seguro que sí. —Quitó las vendas con delicadeza y las empapó en infusiones de manzanilla para ponerlas de nuevo sobre el rostro de Lawrence con la intención de calmar el ardor y absorber las secreciones.
—¿Cómo va todo ahí fuera? —preguntó Tami desde un rincón.
—Nada bien —respondió Xanthopoulos—. La Inquisición francesa ha cercado las fronteras de Chamonix. Están por todos lados… en Les Houches, Chedde, Le Fayet, Saint-Gervais… Cada pueblo y cada aldea de montaña están infestados de dominicos y soldados.
—Lo suponía —farfulló Tami.
—Eso no es todo… —Xanthopoulos miró por la ventana y alcanzó a ver las montañas lejanas. Lo que había escuchado esa mañana era decididamente demoledor—. El duque de Aosta viene hacia aquí con un ejército de mercenarios. Pronto estarán bajo nuestras narices.
En ese instante Angelo DeGrasso entró. Su rostro parecía sereno.
—Bienhallados seáis en Cristo —saludó mientras cerraba la puerta a sus espaldas—. ¿Cómo se encuentra Lawrence?
—Le duelen los ojos —respondió Ségolène—, pero espero que mejoren…
Angelo captó el doble sentido y el ambiente sombrío que flotaba en la sala.
—Estamos cercados —notificó Tami.
—Aquí estaremos a salvo.
—El duque está cruzando la montaña —agregó Xanthopoulos—. Viene a por nosotros. Èvola ha cumplido sus amenazas.
—Lo sé —siguió confesando Angelo con naturalidad.
—¿Y bien? —Tami se agitó.
—Nos quedaremos aquí. El archiduque Mustaine ha prometido protegernos.
—Pero ¿no ves que estamos encajonados en este valle? A los lados tenemos montañas heladas, por detrás un retén de inquisidores franceses y por delante un ejército que nos viene a aniquilar… ¿Acaso no te parece suficiente para plantear alguna estrategia?
DeGrasso mantuvo su inflexible semblante de juez eclesiástico.
—No tengo nada que plantear.
Entonces Tami se levantó de su rincón y se situó junto al costado del jesuita ciego.
—¿Qué sucedió anoche? —inquirió señalándole.
—Eso es secreto.
—¿Secreto? —repitió sorprendido—. Lawrence ha perdido la vista por algo que solo él y tú sabéis.
—Debes comprenderlo —le explicó Angelo—. No podemos revelaros lo que ocurrió.
—Me lo demuestras con tu mirada, piensas que uno de nosotros te traicionará. Pero, Angelo, tienes que entender que no podrás seguir solo, no de esta forma. No puedes vivir mirándonos a todos como a sospechosos.
DeGrasso contempló a Killimet y sus vendajes.
—Debo hacerlo así —decretó.
El jesuita, olvidando el arranque de genio que acababa de sufrir, le habló con serenidad:
—No puedes dejarnos fuera, y tampoco pedirnos que esperemos aquí mientras vienen a por nosotros. No puedes con todo sin nosotros. Y lo sabes.
—Confiad en mí —le pidió Angelo—. Sé muy bien lo que hago. Solo os pido que me acompañéis en las decisiones aun sin entenderlas.
Tami sostuvo su mirada por un instante y luego asintió en silencio.
Pero el inquisidor había entrado en esa habitación por otro motivo. Se volvió hacia Ségolène y le pidió:
—Quisiera hablaros.
—Os escucho —respondió ella mientras notaba las miradas de los cofrades.
—Aquí no, en privado. Os esperaré en el patio.
Ségolène asintió. Sus manos volvieron a mojar las vendas que aliviaban el rostro de Killimet y habló con voz queda:
—Bajaré en un instante.
Angelo la escuchó sin mudar su expresión inalterable. Se dio la vuelta y caminó hasta desaparecer por el pasillo.
En la habitación, Tami y Xanthopoulos cruzaron rápidamente sus miradas sin saber bien qué pensar.
Angelo aguardaba en el patio exterior del castillo, detenido al pie de una columna que aún soportaba una arquería en ruinas que pertenecía a la vieja fachada de la fortaleza. Las hierbas resecas brotaban entre los bloques de piedra y la nieve formaba una alfombra uniforme en el suelo y las cornisas. El inquisidor escuchaba atentamente el viento, como si aquel lugar apartado le ofreciese inspiración.
Llevó lentamente sus dedos a la columna, tocó la piedra gastada por el paso de los siglos y contempló aquel arco que alguna vez fue grandioso y que ahora languidecía bajo el invierno y el olvido. Dos cuervos, de un negro azulado y profundo, le miraban desde una cornisa semiderruida. Serían los únicos testigos del próximo encuentro.
—¿Qué deseáis de mí? —La voz de Ségolène rompió el silencio del patio y la joven caminó hasta llegar a su lado.
—Quiero agradeceros vuestro trabajo —exclamó el inquisidor bajándose la capucha—. Habéis traído la solución a un problema que parecía irresoluble.
—Si hubiese imaginado lo que iba a suceder con la solución alquímica no la habría traído —se sinceró, apoyando la espalda contra el muro agrietado—. Me siento culpable por ello.
—Vos no tenéis la culpa —la tranquilizó Angelo—. Yo tomé la decisión y elegí a Killimet para que lo hiciera.
Ella correspondió con una sonrisa forzada. Sus cabellos de color trigo bailaron con la brisa helada.
—¿Quién es el traidor, Ségolène? —preguntó imprimiendo dureza a su rostro.
Ella le miró intrigada. No supo qué responder.
—¿Me habéis llamado aquí por eso? —La francesa bajó su mirada casi avergonzada.
DeGrasso levantó su mano enguantada y le alzó el mentón con delicadeza.
—Responded —exigió.
—Solo sé que os traje el brebaje y la información de que había un traidor —proclamó—. Obedecí las órdenes del Maestre y vos me tratáis como a alguien peligroso y receláis de mis respuestas. —Ségolène tomó aire y no pudo frenar su lengua—: Anoche me echasteis de la torre y por confesaros la existencia de un traidor me he ganado la desconfianza de los cofrades, piensan que yo les acuso, lo noto en su actitud.
Angelo se quedó contemplándola. Quizá era la forma delicada de su mandíbula, o sus labios. Tal vez fuera su nariz recta o las mejillas que modelaban su rostro mientras hablaba. Todo ello formaba un paisaje del que cualquiera quedaría prendado, el de una cara que desvelaba los sentimientos más hondos de una mujer que no sabía disimular.
—Calmaos, por favor —solicitó—. No quise incomodaros. En verdad os llamé para daros las gracias.
—Pero pedís que confiese el nombre de un traidor que desconozco.
Los ojos de DeGrasso lanzaron chispas.
—¿Es que no lo veis? —exclamó casi a gritos—. ¡Cómo queréis que siga adelante con un traidor entre nosotros! —Los cuervos volaron espantados de las cornisas—. No puedo tolerar ninguna conjura, comprendedme. Después de lo que me habéis confesado me es imposible confiar en mis hermanos de fe pero aun así no puedo avanzar sin ellos.
—Yo no tengo la culpa de esta situación.
—Cierto… —Angelo se pasó la mano por la mandíbula y suspiró—. Pero muchas veces las malas noticias toman las formas de quien las da.
—Entonces es preciso que me vaya lejos de aquí, de vuestros asuntos —decidió Sególéne—. He cumplido con mi cometido, no os importunaré más.
—No os marcharéis. —El inquisidor, enardecido, la agarró por el hombro—. ¿Acaso no comprendéis cuándo un hombre habla en silencio? ¿No sabéis el motivo por el que quise veros en privado en este patio?
Por un instante Ségolène sintió miedo de Angelo.
—¿Por qué? —se hizo rogar con un leve hilo de voz.
—Porque os he observado mientras hablabais, mientras callabais, en momentos que jamás advertisteis. Os he visto respirar, sonreír. He espiado vuestros gestos y vuestros miedos y he descubierto vuestra esencia. ¿Es que no habéis notado mis miradas?
—No… —Suspiró mientras el inquisidor la miraba con vehemencia.
—Os mandé llamar porque os necesito, porque solo confío en vos.
—¿Y en qué podré ayudaros?
El monje meditó un instante. Paseó la vista por los muros envejecidos y las ruinas nevadas. Sintió la brisa del invierno en su piel y confesó su único deseo.
—Me ayudaréis a descifrar el
Codex
. —Lentamente volvió sus ojos hacia ella—. Nadie lo sabe aún y menos aún Killimet, que perdió la vista en ese instante, pero los pergaminos revelaron las letras que ocultaban. Los doce rollos ya son visibles. Solo resta leerlos.
—Pedís que me quede a vuestro lado… ¿o lo ordenáis? —Ségolène sintió que aquellas palabras la encadenaban.
—Os lo ruego —reveló Angelo esbozando una leve sonrisa.
La francesa no acertaba a entenderle. En ocasiones era duro y suficiente, mientras que en otros momentos se mostraba apacible y relajado. Sin embargo, quedó atrapada en aquella propuesta a causa de la confianza que había depositado en ella. Supo que él la había elegido.
—Si es así me quedaré con vos —indicó, como si caminara por el filo de su cordura.
—Preparaos, pues, para lo peor. —El inquisidor se subió la capucha y se alejó lentamente de ella, inmóvil entre las ruinas viendo cómo desaparecía tras las columnas. Su corazón palpitaba exaltado.
Al caer la tarde Angelo DeGrasso ya se encontraba en el molino abandonado. Había pasado la última hora en oración, murmurando las plegarias más excelsas en un intento fervoroso de evitar un innecesario derramamiento de sangre. Se aferró al rosario y en la oscuridad de sus ojos cerrados y el silencio de la vida apartada se fue elevando en cada cuenta a un plano más íntimo de conciencia. Estaba solo en el molino. Solo frente a Dios. Su fe era la del creyente, la de un siervo que sentía a Dios tan vivo y real que sus rezos se convertían en extensas conversaciones.
El inquisidor comenzó a analizar lo sucedido. La ceguera de Killimet no había sido casual. Era el signo inequívoco de que seguía el camino correcto, los pasos hacia el conocimiento exacto de Dios. Pero un camino minado de obstáculos y trampas. Comprendió que tras la reliquia dorada se escondía una hábil maniobra orquestada por las fuerzas oscuras de hombres que merodeaban como buitres famélicos a la espera del moribundo. El Diablo mismo estaba detrás de todo aquello, detrás de la ciencia atea que borraría la fe de la tierra.