La sexta vía (30 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

Angelo decidió que pasarían la noche en un pequeño poblado montañés, a poco menos de media legua del camino y cercano a los bosques. Allí dio con un anciano ermitaño que vivía de la leche de sus vacas, recluido en la quietud y el olvido de su casa alpina. Era el sitio perfecto para esconderse.

Fue difícil entender al viejo, pues su francés tenía poco vocabulario, hablaba casi con gruñidos, pero al final llegaron a un acuerdo provechoso: Angelo y la francesa pasarían la noche en el pajar a cambio de dos monedas de plata.

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Roberto Bellarmino no era hombre que se impresionara, más bien demostraba su admiración intelectual en contadas ocasiones. Esa noche fue una de ellas. El jesuita había sido nuncio de Sixto V en Francia en tiempos difíciles para el catolicismo galo y dos años más tarde fue nombrado rector de la Universidad de La Sapienza, en Roma. Su erudición le llevó prontamente a asumir el cargo de provincial en Nápoles para acabar finalmente siendo consultor del Santo Oficio y teólogo personal de Su Santidad. Era un experto en herejías y mantenía la templanza de un escudero curtido en mil peleas. Sin embargo, su rostro mostró sorpresa y curiosidad por el asunto que el Pontífice estaba a punto de revelar.

—¿Puedo confiarte mi secreto? —Clemente VIII alzó las cejas insistiendo de nuevo.

—Desde luego, Su Santidad.

El Papa dejó caer la cortina y regresó al interior de la estancia. Se detuvo detrás de su silla y se agarró al respaldo con ambas manos.

—¿Qué sabes de santo Tomás? —inquirió.

—No recuerdo todo el
Corpus Thomistucum
pero sí su obra más importante, la
Suma Teológica
—contestó—, con la que mostró la existencia de Dios a través de las Cinco Vías.

—¿Recuerdas cuáles son? —indagó Clemente VIII.

El jesuita le miró extrañado, aún sin saber hacia dónde llevaba aquella conversación, y con voz pausada enumeró:

—Primera Vía: «Vía del motor inmóvil»; Segunda: «Vía de las causas eficientes»; Tercera: «Vía de los seres contingentes»; Cuarta: «Vía de los grados de perfección» y Quinta: «Vía del orden cósmico».

—Y Sexta Vía: «Vía Dolorosa» —añadió el Pontífice.

—Perdonad que os contradiga, pero no hay una Sexta Vía —afirmó perplejo.

El Papa caminó en silencio, tomó asiento en la silla en la que se había apoyado y habló:

—Santo Tomás no escribió cinco vías, sino seis. Existe una Sexta Vía que el mundo entero desconoce. Al finalizar la
Suma Teológica
santo Tomás sufrió un desmayo, se dice que antes de caer al suelo había intentado quemar su obra al darse cuenta del alcance de su descubrimiento. Sin embargo, no tuvo voluntad para hacerlo y solo eliminó lo que no quiso mostrar escondiendo el culmen, la Sexta Vía, que llega al Todopoderoso por un silogismo lógico, por el entendimiento de la sola razón humana. La Vía Dolorosa es, pues, el final de toda su obra y con ella demuestra la existencia de Dios. ¿Te das cuenta ahora, Roberto, del alcance de este secreto?

—No puede ser cierto… —musitó el jesuita.

—Lo es.

—¿Y dónde se encuentra esa obra? —se apresuró a preguntar el teólogo.

—No lo sabemos. Los discípulos de santo Tomás escondieron el escrito tras su muerte, siguiendo las órdenes expresas de su maestro, y jamás revelaron la existencia de la Sexta Vía, la borraron de la historia. Con el paso de los años fueron falleciendo y su paradero pareció desaparecer con ellos. Desde entonces hay un polvorín teológico perdido en Europa que puede resurgir y explotar en cualquier momento. Será en un día como el de hoy, o como el de mañana, quién sabe, pero seguro que, cuando ocurra, será desastroso para nuestra Iglesia, para nuestra fe y para la libertad de creer en Dios.

—Su Santidad, ¿por qué entonces os preocupáis por algo que ha sido borrado de la historia y olvidado por ella, tanto que es altamente improbable que salga a la luz?

—Porque hay personas que están cerca de hallar su escondite… brujos. —El rostro del teólogo mostró pesadumbre, pero Clemente VIII se apresuró a añadir—: Antes de seguir adelante debes saber todo lo que se esconde detrás de este secreto papal, que no es solo la vía perdida de Tomás sino algunos aspectos más. ¿Tendrás la paciencia de escucharme?

—Desde luego, Su Santidad.

El Vicario de Cristo hizo una pausa en silencio, y a continuación empezó:

—Durante el siglo VII, en un hecho poco conocido y documentado, los musulmanes entraron con sus ejércitos en Alejandría, lo que generó un exilio tanto de egipcios paganos como de literatura profana que provocó un movimiento que nos concierne, y mucho: Expulsados por la presencia islámica, un grupo de cuidadores de la extinta biblioteca alejandrina viajó a España siguiendo la ruta de Marruecos y halló refugio final en la ciudad de Toledo. Estos hombres no eran ajenos a nuestra historia occidental y menos a nuestra Iglesia católica, pues eran descendientes de sacerdotes persas y fenicios, los antiguos adoradores del dios Baal, y de aquellos mismos que al comienzo del cristianismo y con ayuda del Imperio romano, aún pagano, asesinaron a nuestros obispos y delataron a los cristianos que se ocultaban en las catacumbas. —El Pontífice calló brevemente y contempló a su asesor—. Pedro fue delatado por ellos, interceptado en las catacumbas y llevado al martirio del circo romano por obra de uno de estos espías y asesinos llegados de Persia.

—¿Eso es una especulación?

—No —respondió al instante el Papa—, es un hecho documentado que se guarda bajo llave en los archivos de la Iglesia. Lo que te estoy contando es algo que en la curia solo conocen, además de mí, tres cardenales, y cada uno es reemplazado a su muerte por otro para perpetuar así el secreto de esta sociedad de anticristos. Sigamos adelante… como bien sabes, el Imperio romano fue vencido por el cristianismo y muy pronto él mismo devino cristiano. Cuando esto ocurrió todos estos asesinos persas escaparon a Egipto, donde permanecieron inactivos y escondidos más de cuatrocientos años. Allí pasaron a ser una sociedad clandestina de conocimiento, la Sociedad Secreta de los Brujos Alejandrinos.

—Nunca oí hablar de ellos —intervino impávido Bellarmino.

—Es lógico… —El Papa sonrió—. Forma parte del secreto. Después de que el islam invadiera Egipto, este grupo adormecido y aletargado, pero enriquecido por un gran conocimiento adquirido a lo largo de los siglos, tuvo que escapar de los califas de la dinastía Omeya y exiliarse en Toledo, en un reino católico, pese a lo cual nunca dejó de odiar al cristianismo ni de matar contra cuanto prelado pudiese, hasta el punto de conjurar contra numerosos papas. Los brujos tienen una aversión visceral hacia Cristo y por nuestra Iglesia, que supo sustituir sus templos paganos de la antigua Roma, que ha sabido prohibir sus ritos sangrientos de adivinación y el sacrificio de niños. Por ello, odian la Cruz e intentan por todos los medios derrocar a la Iglesia. Así, cuando dejaron de tener un imperio que los protegiera, como el de la Roma pagana, concibieron una empresa tan magistral como maligna: crearon en Alejandría un plan detallado y lo condensaron en un libro herético que reúne la información necesaria para sus grandes maestros. Esta debe transmitirse para que el conocimiento anticristiano pase de mano en mano y sus líderes lleven a cabo la praxis anticlerical en nuestras tierras. El libro que los inspira y adoctrina en el odio a la Cruz es el
Necronomicón
, el libro prohibido que perseguimos en Toledo en el año mil doscientos treinta y uno; el mismo del que advirtió la Iglesia griega un siglo y medio después, en mil trescientos ochenta, y que consiguieron salvar de nuestras pesquisas haciendo que sobreviviera hasta el presente, momento en el que el inquisidor Angelo DeGrasso, tras perseguirlo incansablemente, lo encontró en el Nuevo Mundo.

91

La casa del ermitaño en la montaña estaba construida con piedras irregulares y madera, techos bajos a doble agua de tejas planas y dos chimeneas. Todo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve, pero el cobertizo que albergaba a Angelo y a Ségoléne era aún más precario, repleto de fardos para las bestias y sin contraventanas, por lo que el aire corría libremente en su interior.

A las cinco de la tarde ya había anochecido, la oscuridad del crepúsculo era total y se vieron obligados a guarecerse en su interior. Angelo tomó algunos leños que se apilaban fuera del cobertizo, bajo los aleros laterales, y cerró la puerta. Eran maderos secos que proporcionarían el fuego suficiente para pasar la noche. Ségolène, en tanto, cubrió los tragaluces con jirones de trapos logrando un ambiente algo menos fresco y acogedor.

Angelo cebó el fuego, un trípode de fundición sostenía el caldero sobre las brasas, y echó a su interior los pocos ingredientes que pudo encontrar.

—Para vos —ofreció cuando el plato estuvo listo.

—¿Qué es? —preguntó ella acercándolo a su nariz.

—Algo caliente después de un largo viaje. Es un caldo de agua de nieve y… algunas cosas más —explicó brevemente pero sin aclarar los ingredientes.

La francesa comenzó a degustar el mosaico de sabores de su plato, un espeso consomé de verduras y unos cuantos huesos de ave de los que aún pendían hilos de carne.

—No dejáis de sorprenderme, Angelo —exclamó Ségolène mientras sorbía del cucharón y masticaba cada vez con más confianza.

—Entre pobres se aprende a comer —respondió divertido.

—Pensé que vos jamás adoptaríais costumbres de pobres… —se sorprendió ella.

—¿Acaso en Armagnac solo toman sopa los pobres? La vida nos enseña. Yo soy hijo de herrero y monje con voto de pobreza…

—¿Pobreza? —cuestionó Ségolène—. ¡Pero si tenéis el poder que muchos nobles codician…! Podéis entrar en los reinos y hacerlos temblar, podéis señalar a un cristiano y convertirlo en hereje… ¿Pobreza? ¿Vos, inquisidor de Génova, en verdad os creéis pobre?

—Lo soy. —Angelo la miró con ojos inescrutables—. ¿Os asusta ver a un hombre pobre con poder o es que, simplemente, no lográis entenderlo?

Angelo metió un tronco más bajo el caldero y pareció recordar por un tiempo. En silencio se cruzó de brazos y miró a la mujer en la penumbra de aquel pequeño cobertizo.

—Cuando mi padre ya no pudo mantenerme pidió ayuda.

Solo conocía a un capuchino que había dado la extremaunción a mi madre el día que por mi alumbramiento ella perdió la vida. Mi padre me entregó de pupilo y pagaba la renta como podía; a veces, cuando ni siquiera le quedaba una moneda, hacía trabajos para el monasterio. Pronto el capuchino que me cobijó dejó de aceptar la mensualidad y él mismo se hizo cargo de mi educación y mi bienestar. —Los ojos de Angelo brillaron al recordar—. El día que me examinaron para el ingreso en los estudios religiosos yo tenía once años, después de aquel examen mi maestro me dijo que era «apto» y sonrió, yo le miré y pregunté sorprendido: ¿Qué quiere decir «apto»? —Miraba ahora las brasas dejando salir al exterior sus sentimientos. Hizo una breve pausa y, sin apartar los ojos del resplandor, continuó—. A partir de ese día comencé los estudios de latín y ciencias, dos clases diarias seis días a la semana durante siete años. El latín expande los horizontes del pensamiento, te hace pensar de forma diferente, te saca de la oscuridad intelectual y te hace sentir el poder de los pobres.

A su lado, Ségolène escuchaba atentamente mientras comía.

—Luego fueron tres años de griego y dos más de hebreo, y cuando cumplí los diecisiete mi maestro me envió a un convento dominico en el que estudié teología y filosofía y donde llegué a leer las obras de santo Tomás con una cadencia y entonación impensables para cualquier otro de mis hermanos de seminario, hasta tal punto que mis mentores se preguntaban por mi increíble capacidad de aprendizaje. Y en ese momento yo era pobre… En los bolsillos solo tenía pan y cebollas, pero ya tenía poder, el poder de los humildes. Luego fui monje, y cuando murió mi padre y me dejó en herencia su herrería, llena de martillos y fraguas, yo ya era inquisidor. Con su venta pagué su entierro y doné el resto a un lazareto.

—¿Y no os quedasteis nada para vos?

—Yo nunca he tenido posesiones ni tampoco las necesitaré. —Angelo tomó la hogaza de pan que había conseguido llevarse del castillo y cortó un extremo, hundió el pan en un pequeño recipiente con aceite y lo ofreció a su acompañante—. Cerrad los ojos y probad esto…

Ségolène dejó que el pan mojase sus labios. Luego lo mordió.

—Exquisito… ¿Qué es? —Se regocijó con este último bocado aunque ni siquiera sabía qué estaba comiendo. Abrió los ojos y no pudo con la curiosidad.

El inquisidor lanzó una carcajada.

—Los franceses nunca aprenden. Lleváis miles de años de frontera con Italia y todavía no sabéis cocinar… —Ella permanecía expectante. Al advertirlo, finalmente respondió—: Anchoas, pan, lechuga, un poco de queso y aceite. La comida preferida de los cesares, la comida de los pobres en el Tirreno.

—¿De dónde habéis sacado las anchoas? —preguntó intrigada.

—Costaron una moneda de plata. El viejo tenía estas menudencias en su alacena y no dudé en conseguirlas para vos. Me gusta cocinar.

Ségolène no respondió, pero sus pupilas brillaron con los destellos del fuego. Dejó su plato sobre el heno y contempló al monje a la luz de la vela.

—En verdad pensé que erais…

—¿De otra forma? Pues sed bienvenida a mi vida. Tarde o temprano los prejuicios se derriban.

—Decidme… ¿qué lugar tiene la mujer en vuestra vida? —Su expresión la delató al hacer esta pregunta, aunque ella lo ignoraba.

Angelo dejó pasar un tiempo antes de hablar. Sabía de la profundidad escabrosa que acarrearía su respuesta, pero no dejaría de responderla. Su naturaleza no lo permitía.

—Venero a la Madre de Dios, una mujer que supo estar al lado de su hijo incluso cuando los apóstoles escaparon. Amé a una mujer terrenal, con la que me habría casado de no haber muerto. Y he quemado a veintiuna mujeres en la hoguera, todas ellas brujas y blasfemas. Esos son los lugares que ocupan las mujeres en mi vida.

La francesa se acercó al inquisidor. Parecía intrigada.

—¿Cuántas personas habéis quemado en la hoguera?

—Ciento cuarenta y cuatro. —Angelo DeGrasso no titubeó al responder.

92

—Se infiltran en nuestra Iglesia —reveló el Pontífice—, se comportan como nosotros para luego actuar según los dictados del Diablo.

—Me resulta difícil comprenderos…

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