La sexta vía (32 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

El monje no apartaba la vista de la francesa. Supo que el amor era más profundo que la lujuria. Sentía que esa mujer desnuda era un ser humano pidiendo ayuda y que un dominico no podía defraudarla. Siguió acariciando aquella piel blanca con la delicadeza de un artista, de un maestro, como si sus yemas fuesen un pincel que arreglaba y sanaba los trazos de esa alma atormentada sobre el lienzo de su cuerpo.

—¿Por qué las cicatrices? —deslizó Angelo tras un largo silencio.

Ella alzó la vista y le miró por un instante eterno.

—¿Cómo podría explicarte el suicidio? —susurró—. ¿Qué puedo decirte de la melancolía y la soledad para que creas que son capaces de empujar hacia la destrucción?

—¿Te sientes sola?

—Sí.

—¿Y eso vale tu vida?

—Es dulce y… peligroso —confesó con un fino hilo de voz tras meditar largamente—. En el suicidio uno puede confundirse y suponer que la muerte es una forma de amor.

Las chispas del caldero eran el único ruido que llenaba la estancia.

—Ségolène, jamás podrás encontrar amor solo por ti misma, y menos aún en la muerte. El amor debe compartirse, si no es una sensación vacía que nada tiene de real. —El inquisidor le levantó el mentón hasta dejarlo frente a él—. ¿Por qué no me lo habías contado antes?

—¿Qué habrías pensado de una mujer que ha intentado quitarse la vida, que ha conspirado contra sí misma por la nostalgia de los otoños y los amores que jamás llegan? ¿Acaso habrías confiado en mí, Angelo? —Su expresión fue dolorosa—. Si en Génova me hubieran llevado ante ti por mis marcas… ¿me habrías condenado a la hoguera?

—Tu pecado no es punible con el fuego —balbució—. Tu pecado es el fuego mismo.

Ségolène mostró el antebrazo al resplandor de las brasas, libre por fin de los brazaletes.

—Dame una buena razón para no agregar a estas cicatrices la última y definitiva, para no buscar amor en la muerte y dejar de vivir en el fuego diario de mi existencia… —suplicó sollozando mientras derramaba unas lágrimas que no podía contener.

El inquisidor se tomó tiempo para responder y confesó con el rostro ensombrecido.

—Tú eres importante para mí.

—No. —Negó con la cabeza—. Si fuera importante para ti no me habrías rechazado esta noche.

—Si te hubiera tomado en este lecho solo me importaría tu cuerpo —replicó con vehemencia—. Ségolène, quiero que sepas que no me separaré de ti hasta que llegue el amor y los otoños lo cubran de hojas. Esperaré contigo, te lo prometo. Por eso no me dejarás aquí, a medio camino, ni por mí ni por nuestra misión, porque ya tienes un compromiso y necesito que lo sepas. ¿Podré confiar en ti antes de que cante el gallo? —Su gesto era sincero. La mujer acarició aquella cara y en silencio rogó a Dios que dejara libre a ese hombre para que fuera suyo por siempre.

—Sí, podrás confiar.

—Entonces dormiré tranquilo.

La mujer se dio la vuelta en el heno y se acurrucó.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me has elegido para que te acompañe?

El Ángel Negro de la Inquisición sonrió.

—Porque eres francesa y estamos en Francia. Porque eres mujer y puedes servirme en muchas situaciones delicadas… —Ella frunció el ceño, Angelo la observó y su sonrisa desapareció—. ¿Crees que ese ermitaño habría dado hospedaje aquí a dos hombres desconocidos? Tu presencia otorga un manto de seguridad a nuestra huida.

Ségolène no contestó, pero entendió rápidamente el pragmatismo de su presencia.

—¿Por qué has dejado a los demás en el castillo?

DeGrasso sopló la vela con suavidad. Sabía que ahora ella estaba tranquila a su lado.

—Tengo mis razones —afirmó.

—¿No confías en mí para revelármelo? —Ségolène se quedó pensativa, parecía pedir fidelidad, una vaga señal que le hiciera sentirse segura en aquel mundo de conspiraciones.

—Confío en ti, por supuesto. Confié desde el momento en que apareciste con la poción y te metiste en aquella caja de madera para acompañarme en esta locura.

—Entonces dime, ¿qué órdenes tenemos? Si es que tenemos alguna…

El mismo debía contenerse ante la incertidumbre y no podía pretender que ella lo hiciera. Era consciente de que su huida de la fortaleza había sido afortunada, pero su misión aún no había acabado. Debía ser cauto y flexible para conseguir el éxito absoluto. Por eso observó a Ségolène, que le contemplaba esperando y desnuda bajo la manta, y se decidió. Era el momento de confiarle un pequeño secreto.

—He hablado con el Maestre —confesó—. Lo hice antes de planificar la huida. Sabes bien la importancia de los secretos en la
Corpus
. Gracias a ellos subsistimos. Confía en mí, los demás cofrades sabrán cuidarse y nos protegerán en nuestra misión. En cuanto a nosotros… Es algo que entenderás más adelante.

—¿Qué haremos en Autun? —se apresuró a preguntar.

—Llegaremos al final del misterio, tomaremos lo que allí se esconde y lo dejaremos en manos seguras.

—¿Del Maestre? —siguió ella.

DeGrasso no contestó, pero ella entendió la respuesta a pesar de su silencio.

Fuera, los pinos nevados cercaban una noche helada y estática, azulada bajo los rayos de la luna llena. Dentro del cobertizo, Angelo y Ségolène se ofrecían calor con sus cuerpos, junto a la esfera, esperando que el nuevo día los pusiera en camino, el nuevo día en el que pisarían la catedral del misterio. El desastre estaba a punto de sobrevenir.

Quinta Parte

SINFONÍA DE INVIERNO

XXIII. Armonía
96

La ciudad de Autun se encontraba al sur del macizo de Morvan, en la frontera del valle de Arroux. Al atardecer de aquel corto día de invierno el carruaje de Angelo se adentró en los páramos que marcaban el final del camino. Habían viajado toda la jornada, deteniéndose solo en las tierras cercanas a Cluny, lejos del cobertizo donde pasaron la noche y mucho más lejos aún del rastro de sus perseguidores. Pero la mirada del inquisidor genovés seguía siendo desconfiada; mantenía las riendas firmes y el silencio sellaba sus labios.

Pronto divisaron las ruinas nevadas del Templo de Jano a un costado del sendero, en la campiña, como vestigio inmortal de las legiones romanas en las Galias.

—Ahí está —señaló Angelo tirando de las riendas y deteniendo la carreta. Ségolène esforzó la vista en la bruma vespertina intentando seguir la dirección que marcaba el índice del genovés—. ¿La ves?

A lo lejos se distinguía la catedral, una enorme mole grisácea coronada por tres ábsides situada en la cima de un monte que se fundía con el crepúsculo.

—Sí, es inmensa. —Volvió su rostro hacia Angelo. Sus pómulos estaban sonrojados del frío—. ¿Qué haremos?

Angelo observó lentamente el cielo, de levante a poniente, y decidió:

—Aprovecharemos la última claridad, nos acercaremos y esperaremos el momento.

—¿Piensas entrar en la catedral hoy mismo?

—Lo decidiremos allí. Debemos ser cautos.

El genovés volvió a contemplar el atardecer y vio que llegarían al templo con las primeras oscuridades de la noche. Luego tomó la fusta y chasqueó a los animales de tiro; las ruedas comenzaron a girar, lentas, dejando en la nieve del camino las huellas que conducían hacia el centro mismo de aquel misterio.

97

Intentaron pasar desapercibidos al atravesar las puertas de la ciudad, esquivando el edificio del obispado y las dependencias militares. Aun así dejaron el carruaje a cierta distancia de la basílica, en una callejuela inhóspita en uno de los recodos oscuros que propiciaban las tabernas. Angelo ató los caballos a un abrevadero y ofreció la mano a Ségolène para que descendiera. Luego tomó un farol de los dos que poseía la carroza y se lo entregó a la francesa.

Caminaron por las calles empedradas de la pequeña ciudad hasta dar con el magnífico edificio, que floreció ante sus ojos con todo su ancestral porte medieval. La catedral de San Lázaro de Autun proyectaba hacia el cielo plomizo una aguja puntiaguda, oscura, cargada de filigranas. Alzó la vista y captó el esplendor de las altas ventanas que horadaban la geometría del ábside mayor y también el cuerpo entero de la iglesia. Dos torres flanqueaban la fachada principal y un hermoso pórtico esculpido abría al visitante el conjunto de aquella joya arquitectónica del románico que podía equipararse con las más distinguidas basílicas del reino de Francia.

Angelo no separaba la vista de la fachada.

—Hemos llegado. Ven aquí. —La tomó del brazo y la apartó del centro de la calle. Ella lo observó como saliendo de un encantamiento y el inquisidor le clavó su mirada—. No deseamos parecer forasteros, ¿verdad?

—Así es —afirmó Ségolène.

—Pues entonces deja de mirarla como si lo fueras, con esa actitud nos puedes delatar.

—Es que me ha deslumbrado. —Volvía a descubrir al hombre calculador.

DeGrasso la tomó de la mano y la condujo hasta los jardines laterales, donde tomaron asiento en un banco de piedra.

—Ahora seguiremos adelante con el opúsculo…

El monje observó hacia ambos lados cerciorándose de que el lugar estuviese desierto y extrajo de sus ropas con precaución la esfera de oro, envuelta en su paño de seda original. La posó entre sus piernas, abrió el seguro y la abrió. Su índice señaló el opúsculo grabado en el interior y comenzó a leer en silencio.

El nombre de Dios ha sido falseado ante los hombres para confundir y velar el secreto máximo de su significado. Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces.

Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.

—Solo falta descifrar la última estrofa —señaló Angelo—. La primera nos condujo hasta aquí.

—«Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.» —Los ojos azules de Ségolène destellaron enigmáticos—. ¿Te parece coherente el final del opúsculo?

El dominico cerró la reliquia, la cubrió con la seda y volvió a guardarla entre sus ropas.

—Todo parece carecer de sentido, pero esa debe de ser la finalidad: despistar al hombre común y ofrecer una señal solo a quien se atreva a leer entre líneas.

—¿Es que has interpretado ya la última estrofa? —preguntó la mujer.

—No —reconoció Angelo—, pero no me conformaré con la primera impresión… por eso entraremos en la catedral. Ven conmigo.

Volvió a agarrarla de la mano y tirando dulcemente de su muñeca la obligó a seguir sus pasos hacia el interior. Ségolène parecía confusa y su mirada mostraba un cúmulo de emociones intensas. Jamás olvidaría el recorrido hasta el pórtico de la mano del inquisidor en aquel oscurecer brumoso. Seguía sus pasos sintiendo la presión de su mano, descubriendo a un juez de la Iglesia que se desenvolvía con argucias propias de un ladrón. Por fin se detuvieron ante el pórtico, delante del misterio.

XXIV. El hedor de los brujos
98

El atardecer devino aún más oscuro en el valle de Aosta, cubierto de nubes negras cargadas de agua. Darko parecía contemplarlo con sus ojos blancos e infectos y los codos apoyados en el marco de la ventana del castillo, en el tercer piso de la mole amurallada de Verrès.

Tras de sí oía chisporrotear los leños en la chimenea; por delante, en cambio, solo sentía la brisa húmeda y la oscuridad total a la que había sido condenado. Desde la ceguera tenía que imaginar aquel barranco que se abría ante él, los confines turbulentos de las nubes y la posición defensiva del castillo ante el agresor. El viejo moldavo era prisionero de la Iglesia, pero esta ni siquiera imaginaba lo que bullía en la mente del último Gran Maestro de los brujos, el último cabecilla de los antiguos enemigos de la Iglesia primitiva.

Un nuevo clamor de tormenta recorrió el valle, un trueno que resonó desde las alturas atravesando bosques y poblados. En un orden escrupuloso, los brujos se habían sucedido desde tiempos del reinado de Nerón. Darko era el sucesor número ciento noventa y uno de una lista que se había iniciado con los grandes sacerdotes de Baal, los mismos que persiguieron a Pedro y a Pablo y los entregaron a las autoridades romanas tras infiltrarse en las catacumbas donde enseñaban los apóstoles. Desde entonces no había cesado la hostilidad hacia la Iglesia católica y la guerra frontal contra Cristo había sido su estandarte y su objetivo aunque, después de Constantino, debieron hacerlo de forma encubierta. Ya no podían utilizar un imperio pagano ni un emperador anticristiano y optaron por la propagación de herejías que sembraran la discordia en pueblos y reinos. El signo de su labor macabra era evidente en la historia y aun así hablar de ellos era motivo de burlas y descreimientos. Desde los cataros y arríanos hasta las reformas protestantes y la apostasía de Inglaterra, todos parecían hechos aislados e inconexos. Pero no era así.

Darko había esperado durante toda su existencia para vivir aquel momento que había parecido imposible y que, sin embargo, estaba a punto de suceder. Los cristianos ya habían comido de la fruta de los brujos, ya se habían dividido. Habían escuchado las voces turbias de los profetas oscuros, habían creado tantas sectas como intérpretes se creyesen iluminados por la Biblia. La Biblia, aquella que ni Pedro ni Pablo, ni Juan ni Santiago, ni Andrés ni Tomás llevaron bajo el brazo para predicar, había sido el anzuelo más dañino utilizado por los brujos para la tentación. Darko sonreía. En cada calumnia, en cada acusación del vulgo al Papa había un triunfo de los dioses paganos sobre la Iglesia de Cristo y sus apóstoles.

El teatro europeo estaba preparado. Un trabajo de siglos. Ahora solo faltaba el último paso, y no tardaría en llegar. Un último trueno resonó en las montañas. Y el brujo rió feliz.

99

Angelo DeGrasso se acercó lentamente al pórtico central de la catedral. Las puertas se encontraban cerradas, separadas entre sí por un parteluz de piedra en el que descansaba una imagen del santo y bajo un pesado tímpano lleno de figuras: un Cristo glorificado rodeado de las alegorías correspondientes al Juicio Final. El inquisidor quedó atrapado por aquella imagen con sus ángeles y demonios, sus santos y pecadores en el camino hacia la salvación o la condena. Pero pronto salió de su ensimismamiento y bajó la vista para subir los cuatro últimos escalones de mármol blanco y tomar la argolla de hierro que pendía de una de las pesadas hojas de la puerta, la empujó con fuerza y sintió sufrir las bisagras. Estaba abierta.

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