La sexta vía (31 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

—Lutero es un ejemplo —murmuró Clemente VIII con voz gélida.

—¿Lutero era un brujo infiltrado? —preguntó el jesuita con cautela.

—No, desde luego que no, pero su entorno estuvo plagado de ellos. Fue engañado, al igual que Calvino, Zuinglio y Enrique VIII de Inglaterra. Todos ellos escucharon las voces de quienes no aparecen en la historia, voces de consejeros oscuros que se muestran como sabios y buenos guías pero que esconden pezuñas de bestia y el estigma del Anticristo. El signo de la división.

—¿Y qué ha hecho la Iglesia contra ellos?

—La Inquisición.

El jesuita Bellarmino escuchaba con sumo interés y, tras unos instantes de silencio en que asumió la información recibida, pareció despertar como de un sueño.

—¿Por qué me confesáis todo esto? No soy dominico, y menos inquisidor.

Clemente VIII lo observó con calidez en su rostro arrugado, y alzando hacia él sus manos temblorosas y doloridas por la gota, en las que brillaba su anillo de pescador, respondió:

—Porque hoy he decidido elevarte a cardenal.

—¿Cardenal? —balbuceó boquiabierto—. Pero yo… yo no creo merecer esa dignidad.

—Así lo he decidido. Hace dos días falleció un cardenal alemán que era uno de los tres conocedores del secreto, tú lo reemplazarás. Te sobran cualidades y humildad. Yo soy quien designa a aquellos dignos de guardar los secretos de la Iglesia y tú, Roberto, eres un bastón firme en mi vejez. —Bellarmino mostró un brillo emocionado en los ojos, pero Clemente VIII no dejó que hablara—. Aún no he terminado con el secreto que deberás callar en cuanto salgas de aquí y que tras mi muerte, una vez reunido con los demás cardenales, deberás desvelar a mi sucesor. Pronto sabrás dónde descansan los documentos que prueban todo lo que has escuchado. —Se apoyó en el respaldo, repentinamente agotado—. ¿Continúo?

—Sí, Su Santidad, os escucho.

93

—¿Me miraréis así toda la noche? —preguntó el inquisidor al ver a Ségolène abstraída.

—Perdón, es que…

—No sabíais cuántos herejes condené al fuego. ¿Os asusta?

Buscó respuestas en los ojos de Angelo y encontró serenidad en ellos.

—No —concluyó—, aunque no puedo entender cómo pueden convivir en una misma persona vuestras sentencias… y la mirada que tenéis ahora. No es temor, creedme. Es solo curiosidad.

—¿Tenéis frío? —Angelo dejó su plato y recostó la espalda en los fardos de heno.

—Ya no.

Ambos se miraron. El pequeño cobertizo estaba sepultado bajo la nieve, pero el calor del interior era agradable. No estaba mal para ser una noche de exilio.

—Bien, mañana llegaremos a la catedral. Solo quedan poco más de treinta leguas. —Se acomodó el capote y lo colocó debajo de la nuca—. Saldremos a primera hora, yo os despertaré. —Se dio la vuelta y se dispuso a soplar la llama, pero antes alzó la vista—. ¿Deseáis que apague la vela?

—No… —Ségolène titubeó—. Me da miedo la oscuridad.

—Os habéis infiltrado en la fortaleza de Aosta y robado el brebaje alquímico de las manos de Èvola ¿y ahora confesáis que teméis a la oscuridad? —El genovés volvió a tomar asiento y se quedó mirándola incrédulo.

—Es verdad. ¿Por qué habría de mentiros? —Alzó las cejas y se encogió de hombros—. ¿Y por qué me contempláis así?

—Por vuestros ojos. Pasáis de una mirada fría a una cálida en un instante. A veces lo hacéis como una mujer y otras como una niña indefensa. Y en vuestros temores os descubrís.

—No soy una niña —protestó con gesto áspero.

—Sé lo que estáis pensando de mí, lo veo en vuestros ojos, pero sabéis que callaré…

—¡No sabéis qué dicen mis ojos!

—¿Lo veis? Sois caprichosa, como una niña que teme a la oscuridad y que desea saber lo que no debe.

—Odio que me traten como a una niña, y lo hacéis continuamente.

—Si pensara en vos como en una niña no habría permitido que llegarais hasta aquí conmigo.

—No habéis decidido por mí —refunfuñó Ségolène endureciendo repentinamente su voz—. Si estoy aquí es porque sabéis que puedo correr estos riesgos y fue mi decisión, incluso cuando me disteis una bofetada. Y si no os abandoné en el castillo fue porque me lo pedisteis.

—Sois bella, aún más cuando estáis enojada. —Angelo se dio media vuelta y se recostó sobre la paja, decidido a dormir.

La francesa no pudo continuar, el enfado se había aplacado con el halago. Se quedó observando la espalda del genovés bajo la vela encendida que espantaría su miedo nocturno.

—¿Recordáis cuando me llamasteis Juana de Arco? Desde entonces no he podido dejar de pensar en vos.

Angelo abrió los ojos. Sabía que a sus espaldas una mujer no apartaba la vista de él. La noche juntos estaba resultando ser una trampa insospechada para ambos.

—Esto es un error —murmuró él.

—No lo es. Estoy aquí porque quiero estar con vos. Y es lo mismo que vos pensáis en silencio, lo supisteis ver en mis ojos. ¿Acaso sabéis qué es lo que me dicta mi corazón?

Angelo se incorporó y se acercó a ella. Con la mano le colocó el cabello tras la oreja y la arropó con la manta que la cubría.

—Ségolène, en verdad no quise llegar a esto. He dicho que eres bella para frenar tu ira, no para sugerirte…

—¿No te parezco bella?

—Sí, lo eres —reafirmó él—. Confieso que provocas algo en mí.

—Entonces no creo que quieras detenerte esta noche.

—¿Tú me ayudarías a detenerme? —rogó mirándola con respeto.

Ella respiró quedamente, su mandíbula se apretó y sus labios parecían cerrarse solo por un instante.

—No puedo detenerme cuando te veo, cuando me hablas, cuando sonríes… ¿Cómo puedes pedirme que te ayude en un mar donde yo misma estoy naufragando?

Angelo se quedó en silencio, un silencio que le impedía pensar. Le estaban empujando hacia un mundo de emociones donde la lógica desaparecía.

—Apagaré la luz solo si vienes conmigo debajo de mi manta —decidió Ségolène—. Estoy segura de que el miedo a la oscuridad se irá contigo.

Fue ella quien ahora alargó la mano hacia el cabello de Angelo y le acarició detrás del cuello. Los labios rojos de Ségolène dejaron escapar un hálito de atrevimiento, su corazón latió tan fuerte como en la noche en que robó la poción del castillo.

Avanzó en la penumbra y acercó su rostro al de él. El tiempo se detuvo mientras rozaba sus labios con los del monje. Fue un beso suave aceptado en silencio que exaltó las emociones de ambos. La luz de la vela iluminó aquel beso pero ambos no lo vieron, tenían los ojos cerrados.

El genovés puso una mano vacilante sobre su espalda y le apartó la camisola para descubrir sus hombros. Su vestido cayó y sus senos emergieron libres, como dos generosas gotas de agua. DeGrasso sintió aquel cuerpo rozando el suyo, un cuerpo que parecía frágil pero ahora descubría lleno de curvas. Aquel instante le hizo sentir los efectos sublimes y misteriosos de la Creación: la atracción inexplicable que gobernaba al hombre frente a la mujer, embelesado y vencido por el aroma de su esencia.

Recorrió su piel como un descubridor, la tanteó con turbada curiosidad; no había imaginado que aquella noche invadiría la desnudez de la cofrade. Luego dejó reposar la palma de su mano en su seno, oprimiéndolo mientras sentía que su pezón rosado se endurecía. Era una oferta irresistible y un tropiezo espiritual.

Los dedos del inquisidor recorrieron aquel cuerpo sin restricción, a su antojo, y ella jadeó. Recorrió sus hombros y bajó deslizando sus yemas por la piel pálida hasta las muñecas, donde palpó el brazalete dorado que conservaba a pesar de su desnudez. De un movimiento abrió aquella pulsera y sus dedos invadieron el espacio que antes ocupaba. Sintió un suspiro y abrió los ojos. Por un instante, la conciencia gobernó la mente ya flagelada del dominico inquisidor y el sonido metálico del brazalete resonó al caer.

—¿Qué es esto, Ségolène?, ¿qué son estas cicatrices? —exclamó el monje al vislumbrar su muñeca en la penumbra. La francesa apartó el brazo con rapidez, sin dar ninguna respuesta.

Ella agarró su camisola y se cubrió. Sus piernas eran delgadas y bien formadas, pero las cubrió sin decir palabra para recostarse en la paja.

Angelo quedó en suspenso, descargó el aire de sus pulmones y vaciló. Luego habló sin saber cómo abordar aquel descubrimiento.

—¿Por eso las cubres con brazaletes? —Ella no contestó y comenzó a llorar. Él la agarró por los hombros y le dio la vuelta sobre los fardos—. Ségolène, ayúdame a conocerte esta noche, ¿qué es lo que sucedió? —En ese momento pudo contemplar todas las marcas que rayaban su piel blanca, decenas de ellas en cada antebrazo. Sin duda no eran casuales.

Ségolène ocultaba un gran secreto, un secreto que había pasado toda la vida intentando ocultar y olvidar. La abrazó con fuerza y ella tembló como una hoja.

94

—¿Deseas una copa de vino? —ofreció Clemente VIII a Bellarmino. El anciano llenó el cuenco y acto seguido regresó a su asiento para reanudar su relato—. Un siglo después de la muerte de santo Tomás un núcleo de discípulos tomistas aún conservaba por transmisión oral el secreto del paradero de la Sexta Vía. Se denominaban a sí mismos la
Corpus Carus
, el «Cuerpo Querido». Sin embargo, poco a poco fueron menguando en número y a finales del siglo XIV, en mil trescientos setenta y cuatro, decidieron protegerse contra una muerte violenta o accidental que rompiera esa cadena de custodia. Para ello tomaron la decisión de construir una reliquia donde escondieron el mapa que señala el lugar exacto en el que sus maestros lo habían ocultado. Se trata de la esfera de oro que mencionaste al inicio de nuestra conversación, una pieza de orfebrería dotada de mecanismos de defensa codificados que, pese a todas las precauciones, solo duró seis años en la seguridad de un monasterio de Fossanova: en mil trescientos ochenta fue descubierta por brujos, que consiguieron robar los doce axiomas protegidos dentro de la reliquia y los ocultaron en un libro al que bautizaron como
Tabla Esmeralda
. —Acercó la copa a sus labios y dio un sorbo de vino. Con paciencia religiosa se permitió una pausa—. Fueron muy astutos al hacerlo, pues lograron disimular el auténtico contenido secreto del libro ante las posibles averiguaciones de nuestra Inquisición. Aun así, cometieron un error…

—¿La esfera? —preguntó Bellarmino.

El Pontífice asintió.

—No le dieron importancia. Solo robaron los pergaminos que contenía y la abandonaron suponiendo, con lógica, que de nada servía y, también, que conservarla en su poder atraería a los inquisidores sobre ellos. Por eso, cuando la Inquisición llegó al monasterio, encontró la esfera, como si fuese un simple envoltorio vacío. —Clemente VIII sonrió antes de continuar—. En cuanto consiguieron ponerse a salvo con los doce pergaminos no tardaron en comprender, llenos de rabia, la magnitud de su equivocación: nunca pudieron leer el mapa sin la esfera, según hemos podido averiguar gracias a las cartas confiscadas a estos Grandes Brujos. Nuestra Inquisición siempre les siguió de cerca y hubo incluso monjes dominicos que llegaron a infiltrarse en la secta interceptando la correspondencia e informando al Santo Oficio. Con todo, ha sido muy difícil saber algo de su organización, pues se mostraron tan sagaces como escurridizos a pesar de que cada brujo apresado, torturado y quemado en nuestras piras dejó información suficiente para poder afirmar con total convencimiento que, por más que lleven intentándolo desde el siglo XIV, jamás han podido leer el mapa. Hasta hoy.

—¿Hasta hoy, decís?

—El último Maestro de los brujos accedió a la esfera y pudo reunir todo aquello que siempre se necesitó. Su nombre es Darko Bogdan y su objetivo estaba en el castillo del Monte.

—¿Y cómo consiguió la esfera? —preguntó ansioso Bellarmino.

—Se la dimos nosotros. Hace unos meses, y gracias a Darko, el
Necronomicón
y la
Tabla Esmeralda
se reunieron y pudo así ser posible descifrar los doce axiomas robados. En ese momento, cuando lo desenmascaramos y se reveló la oculta identidad del infame astrólogo que alguna vez ganó mi confianza, tras apresarlo e incautar los libros, creímos haber vencido, pero luego, en el castillo del Monte, nos dimos cuenta de que los pergaminos estaban en blanco y que se necesitaba de la reliquia para revelarlos, alinearlos e interpretarlos. Él había descubierto que un opúsculo grabado dentro de la esfera era la clave que necesitábamos para hacerlo y por ello le facilitamos la
bullée
imperial, para que desvelase el mapa y nos lo entregara a cambio de su vida. Pero todo salió mal, Darko quedó cegado y la reliquia fue robada. Y entonces sobrevino el desastre.

—¿Quién posee ahora la esfera y los pergaminos?

—Angelo DeGrasso —afirmó con gesto tranquilo, como si todo se tratase de un simple juego—. Un dominico inquisidor que ha desertado del Santo Oficio y que pertenece a la
Corpus Carus
… descendiente de los discípulos de Tomás y discípulo de Piero del Grande, el último Maestre de esta cofradía, un capuchino que le dotó de conocimientos para descifrar el camino que conduce al lugar donde se ocultó la Sexta Vía.

—¿Por qué él?

—Por azar, por amor, por la gracia de Dios diría incluso. Ahora es el único capaz de interpretar el mapa. Pero estoy seguro de que si finalmente desentraña el misterio los brujos estarán allí para arrebatárselo de las manos. Llevan siglos esperando ese momento.

95

Angelo abrazaba el torso desnudo de Ségolène acariciándolo. Su índice recorrió su seno, luego subió y acarició el pezón, que se encontraba ahora dócil y dilatado. Ella seguía con su mirada azul la mano que la acariciaba en la penumbra del cálido cobertizo que los refugiaba. Las lágrimas habían humedecido sus mejillas en un sollozo que brotó de los hilos más sensibles de sus recuerdos. Tenía un pasado que no podía borrar.

Angelo enjugaba sus lágrimas a cada momento con el pliegue de la manta, sin preguntar. Estaban tranquilos porque, si bien la mujer yacía desnuda, las caricias de Angelo no eran de pasión sino para ofrecer consuelo en ese momento de fragilidad. Y ella lo sabía.

El brasero que los calentaba chisporroteaba al rojo, cebado por los maderos. Todo el cobertizo estaba sumergido en aquel resplandor rojizo, en una tenue luminiscencia que relajaba la vista e invitaba a pensar. El inquisidor permanecía abstraído, había logrado frenar la abrupta tentación que representaba la mujer pasando del deseo a la compasión y a la preocupación, había comprendido que su experiencia vital no había sido en vano. Haberse entregado en el pasado a otra mujer le concedía una cátedra por la cual ya no era iletrado. No todo era engaño, no todo era falsedad en el sacerdocio, como escupían los charlatanes de taberna, ni tan celestial como parafraseaban los apologistas del clero. Todo era reflexión, descubrir que el hombre puede levantarse tras la última caída.

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