Pero una voz tronó por debajo del arco gótico. Una voz familiar que les sorprendió.
—¿Ségolène? —Lord Kovac la miró con sorpresa. A su lado, agarrado de su hombro y sosteniendo su bastón, el Gran Maestro la buscaba con sus ojos quemados.
—Maestro…
—Ségolène… —repitió él, atónito—. ¿Qué demonios haces con DeGrasso?
—¿DeGrasso? —gruñó Darko al instante—. ¿El inquisidor está aquí?
—¡Está vivo! ¡Y tiene la esfera! —exclamó el brujo.
Darko arrugó el rostro como si en la negrura de su ceguera contemplara una abominación indescriptible. Sus ojos blancos se encendieron y su mano tembló en el bastón.
—¡Mátalo! —ordenó el anciano—. ¡Mátalo y quitadle la Sexta Vía!
Lord Kovac se llevó la mano al cinturón y desenvainó con rapidez la espada. El Gran Maestro se aferró al muro mientras maldecía en un susurro aterrador que se propagó por los techos y arcos del castillo.
—Maldito inquisidor. Maldito hijo de la Iglesia… No arruinarás mi obra. ¡Jamás lo conseguirás!
Angelo DeGrasso, con la vista fija en el hierro que le amenazaba, tuvo arrestos para dirigirse al Gran Brujo y desafiarle, plena de cólera su voz.
—He venido a por ti, viejo maldito, he venido a terminar nuestros asuntos. ¡Aún tengo que quemarte en la pira!
—¿Quemarme…? ¿Te has quedado ciego como yo? —El astrólogo sonrió con una mueca espantosa—. ¿No te das cuenta de que te encuentras solo en un castillo enemigo?
—Pagarás por todos tus oscuros pecados, por las mentiras que escupe tu lengua y por conspirar en simonía contra la Santa Iglesia católica. —El Ángel Negro hablaba sin temor.
—Ja, ja, ja, ¿qué clase de mártir te crees que eres? —Darko estalló en carcajadas—. ¿Piensas que podrás detener las miserias del mundo con tus condenas? —Alzó el bastón y gritó con su garganta cascada—: ¡Hombre insignificante e ingenuo! ¿Cuántas hostias has comido hoy para sentirte inmortal? ¿Piensas que tu fe te salvará? ¡Esto es la vida real, aquí las personas que mueren no resucitan!
—Una flecha para mí es poco, como ves —respondió Angelo imperturbable—. Sin embargo, eres tú quien pareces temer aun rodeado por la seguridad de esta fortaleza. Lo advierto en tu voz, en la certeza de saberme con la esfera y con mi fe intacta.
—Tu maestro murió antes de poder enseñártelo. —Darko apenas movía sus labios finos y amoratados como los de un cadáver—. Qué pena… Debió decirte que el mal siempre triunfa, que es más fuerte, bello y consecuente. Él fue asesinado por entrometerse, por ser manso. Tú, hijo de la Iglesia, pregunta a tu Cristo si su muerte fue un triunfo o una clara demostración de que los débiles terminan clavados y desnudos, a merced de las burlas y esputos del mundo entero…
—Eres el mal encarnado —escupió al suelo Angelo DeGrasso.
—¿Yo? —Darko sonrió pletórico—. Mi mano jamás dio muerte a nadie, nunca empuñé estilete o arma de fuego. En cambio tú, siendo hijo de Dios, has quemado a cientos y torturado a miles.
—Me encargo del trabajo que nadie desea, corto los brotes secos, los que arruinan las vides, y los quemo. Y pronto haré eso contigo —profetizó el monje.
Angelo puso la mano en el hombro de Ségolène, que como Kovac permanecía expectante.
—Retírate, Ségolène —ordenó entregándole el cofre—. Va a haber una pelea.
Ella lo tomó perpleja ante esa demostración de confianza en tanto Angelo se calzaba sus guantes negros y, apartando su capa, empuñaba su espada. La hoja mellada brilló y su reflejo iluminó el rostro de Kovac, sorprendido, pues no esperaba resistencia.
—¡Escapa! —gritó el húngaro a la francesa—. ¡Está armado! ¡Huye con la esfera y avisa a los guardias!
Pero ella no se movió un ápice. Ante esto, Kovac reiteró su orden mientras también blandía su hierro.
—¡Ségolène, te he dicho que salgas de aquí con la maldita reliquia! —Su voz era amenazante, pero ella seguía sin responder.
—Pequeña —intervino el brujo Darko, que ahora parecía turbado—, aléjate del inquisidor y entrégame a mí la Sexta Vía…
—No. —Sus ojos se tornaron acuosos, pero no derramó ninguna lágrima—. Nunca más… —resopló con firmeza pese al temblor de sus labios.
—Soy tu maestro, tu inspiración. Te daré todo aquello que anhelas —murmuraba el viejo con voz persuasiva—. Tendrás poder y respeto, el amor de los hombres, las mejores propiedades… Evitaré esos otoños que te lastiman y te sentirás querida. Ségolène, pequeña mía, dame la esfera, te lo ordeno…
—Ya no quiero volver. Encontré lo que buscaba —respondió segura tras el hombre que la protegía, que por ella intentaba enfrentarse a toda una fortaleza solo con su espada—. Él es lo que siempre he anhelado.
Angelo DeGrasso ni siquiera se volvió. Tenía fija su atención en Kovac. Con la espada firme en su mano, la hizo retroceder por la escalera con una orden silenciosa. Tenían que volver sobre sus pasos, regresar al tercer piso de la fortaleza.
Lord Kovac aguardó prudente a que desaparecieran sabedor de lo peligroso que resultaría enfrentarse a ellos con la única e inútil ayuda de un ciego. No podía arriesgarse a poner la esfera en peligro. Pero Darko, al pie de la escalera, albergaba distintas intenciones.
—Iré a por Bocanegra; sea como sea lo conseguiré —refunfuñó el Gran Brujo—. Tú corre tras ellos e impide que escapen. Y no dudes en asesinarlos si lo intentan.
El discípulo finalmente asintió y rápido, ansioso de sangre, se precipitó en busca de su enemigo. El viejo astrólogo, por su parte, comenzó a descender la escalera de piedra guiándose con su bastón y apoyado en el muro.
No tardaría en encontrar a los centinelas. Tenía que salvar ese último escollo imprevisto: acabar como fuera con el inquisidor Angelo DeGrasso.
En cuanto llegó al tercer piso Angelo supo que tenía que pensar en algo cuanto antes, los centinelas del duque no tardarían en llegar y Kovac seguía sus pasos en la oscuridad como si de su propia sombra se tratase.
Vio una puerta entreabierta y se la señaló a Ségolène para que entrara. Ella obedeció sin vacilar y, en cuanto estuvieron dentro de la estancia, comprendió con angustia que no había otra salida más que una vidriera emplomada que se abría al barranco. Oyó un ruido tras él y sin vacilar, raudo, se volvió con la espada en alto. Lord Kovac les cerraba el paso impidiéndoles salir de la habitación.
—Estáis perdido, inquisidor —ironizó—, aquí termina vuestra aventura. Entregadme la esfera y os dejaré vivir.
El Ángel Negro se volvió hacia Ségolène, que sostenía el cofre con la mirada perdida. Su nariz y su labio superior estaban inflamados por el puñetazo de Anastasia y en sus pómulos podían verse trazas de humedad debidas a las muchas lágrimas derramadas. Sus ojos azules gritaban sin palabras.
—Tranquila —aseguró Angelo—, te sacaré de aquí… Solo quédate al resguardo de mi espalda.
Tras decir esto reconoció la sala con un vistazo rápido en busca de algún objeto que pudiera servirle de ayuda. Junto a la chimenea, contra la piedra del muro, distinguió un bulto extraño que de inmediato reconoció: era una «dama de hierro», el grotesco y despiadado sarcófago de tortura inquisitorial. El fuego en el hogar otorgaba una atmósfera peculiar a la habitación, un resplandor rojizo, casi infernal, similar al de las salas de tormentos.
Lord Kovac notó esa pequeña distracción.
—¿Os resulta familiar, inquisidor? Vuestro cardenal Iuliano la trajo aquí pero no ha podido llevársela. ¿Para qué la habrá traído?
—Para torturar brujos. Parece estar hecha a tu medida.
—Estúpido monje, mi venganza será lenta… —protestó el húngaro—. ¡Miraos! ¡El Gran Inquisidor de Liguria, el temido Ángel Negro, solo, traicionado y a punto de morir!
Angelo se arrimó a la vidriera, a través de las piezas emplomadas observó el panorama: abajo se ahondaba un escarpado profundo. Era un camino imposible, una locura intentar lo que estaba pensando.
Pero era la única salida. Ante él estaba el brujo y muy pronto aquella habitación reuniría más guardias de los que podía imaginar. Jamás conseguiría salir por la puerta de esa fortaleza, y menos por el establo. Las escaleras y los pasillos estarían atestados de guardias alerta, más numerosos que nunca pues el mismo duque de Aosta estaba en la fortaleza.
Se volvió de nuevo hacia la ventana y su corazón palpitó de angustia, sabía que se le agotaba el tiempo, así que dijo a su acompañante, quien portaba la esfera, pero sin apartar la vista del brujo:
—Ségolène, no tengas miedo y confía en mí. Nos iremos de aquí y dejarás de sufrir. Yo no te abandonaré.
Ella lloraba en silencio, podía oír sus sollozos entrecortados. Sin embargo, Angelo supo entender ese mutismo como una tácita aceptación.
En ese momento lord Kovac blandió su espada dispuesto a todo. Quería la esfera pero también la sangre del monje. Este, sabiendo que el combate estaba a punto de comenzar, colocó la suya en posición vertical sobre su frente y, cuando el metal afilado tocó su entrecejo, recitó en voz muy baja:
—Vade retro Satana… quoniam non sapis quae Dei sunt, sed quae sunt hominum.
En ese momento, en sus iris anidaba todo su fervor.
Giró sobre los talones con violencia repentina y su capa se hinchó al dar la vuelta completa mientras su espada silbaba en el aire. Lord Kovac tuvo que saltar hacia atrás, pero sin apenas pausa se sucedió un segundo ataque del inquisidor y las espadas al chocar echaron chispas en la oscuridad. Por tercera vez volvió a cargar contra el brujo, que dobló las rodillas retrocediendo ante la embestida. Un cuarto ataque se saldó con un nuevo golpe que, errado, dio en el marco de la puerta y obligó a su rival a retroceder de nuevo de un salto.
Le había hecho retroceder hasta salir al pasillo y con la bota pateó la puerta hasta cerrarla advirtiendo al primer vistazo que esta no tenía llave sino un escuálido cerrojo. Corrió el pasador y buscó la mirada de Ségolène.
—Coge la cuerda —exclamó, y señaló con el guante.
Allí estaba. A un costado de la «dama de hierro» se enrollaba una soga; se trataba de la cuerda que habían usado los guardias para tirar de ella en su traslado hasta esa habitación por las escaleras del castillo.
Se alejó de la puerta con un rápido movimiento y estrelló el filo de la espada contra la vidriera, dio otros dos golpes furiosos y los cristales estallaron.
—¡Ata la soga y déjala caer —gritó desaforado—, porque vamos a escapar!
Ségolène obedeció. En cuanto se acercó a la ventana sintió el frío helado en el rostro, un viento cortante que le hizo pensar que aquel intento de huida era absolutamente descabellado; sin embargo, sus dedos ataron la soga a una contraventana y el cabo opuesto lo dejó caer al vacío con cuidado de no rozar ningún vidrio roto de los que aún seguían sujetos a la emplomadura.
—Toma el cofre y guárdatelo entre las ropas —siguió explicándole Angelo.
La mujer se introdujo el pequeño baúl en su blusa, a la altura del costado, y se ciñó con fuerza la falda para que esta no se le escurriera por abajo.
—Ahora desciende por la cuerda —ordenó sumamente serio y sin vacilar.
Ella volvió a mirar por la ventana. La nieve entraba ahora arrastrada por el viento helado. A lo lejos se intuía el bosque, más allá de las rocas.
—Es una locura —murmuró—, no sé si podré… Caeré al vacío.
Pero él la tomó suavemente de la mandíbula y habló con firmeza.
—Vivirás —replicó—. Yo te cuidaré.
Ségolène respiró entrecortadamente y asintió, sin pensar se colgó del marco y comenzó a deslizar su cuerpo para salir por el boquete que habían dejado los vidrios rotos. Decidió no mirar hacia el suelo ni tampoco al exterior, solo se concentró en agarrar la soga y sujetarse bien a ella. Sentada de espaldas al abismo, su mano rozó un cristal roto que la obligó a hacer una mueca para contener el dolor. De la herida brotó un hilo de sangre.
—Con cuidado —murmuró él tomándola por el codo—. Ten cuidado con los vidrios, por favor.
Tras la puerta, el ruido era cada vez mayor. Lord Kovac arremetía con golpes secos y brutales y el pasador se doblaba a cada embestida. No tardaría nada en abrirla.
—Voy detrás de ti —prometió el monje, pero su rostro quedó estupefacto al descubrir que la tenue luz dejaba entrever unas figuras ocultas por momentos por la nieve. Eran soldados. Miles de soldados desperdigados en el valle—. ¡El duque nos espera abajo! Ya no tenemos ninguna oportunidad…
—No es el duque —le indicó Ségolène siguiendo la dirección de su mirada—, sino el ejército de la Iglesia. El castillo está rodeado. —Angelo por fin sonrió. Repentinamente volvía a haber esperanza—. No atacarán mientras Bocanegra tenga prisionera a Anastasia.
De pronto el rostro del Ángel Negro se crispó.
—¿Anastasia está aquí… en el castillo?
Las embestidas de Kovac en la puerta continuaban. A cada golpe el cerrojo cedía un poco más.
—Sí —confesó la francesa.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Por qué debería haberlo hecho?
—¡Porque es mi hermana! —añadió el monje.
Ségolène, sentada en el quicio de la ventana, le contempló estupefacta. Luego negó con la cabeza.
—Anastasia no tiene nada que ver con esto ni con nosotros.
—Es mi hermana, ¿no lo entiendes? ¡Tiene que ver con mi vida, con mi familia! —volvió a repetir, mirando de soslayo la puerta. Supo que ya no resistiría demasiado.
—¡Soy yo quien tiene que ver con tu vida ahora! —estalló de celos la francesa—. ¡Yo también me estoy jugando mi vida aquí, a punto de caer al vacío en esta locura!
Angelo refrenó su lengua sabedor de que no iba por buen camino.
—Está bien —cedió entre dientes—, tienes razón, debemos continuar. Desciende con cuidado y escóndete en el bosque. Yo me reuniré pronto contigo.
—¿Acaso no bajarás ahora?
—No abandonaré a mi hermana en este castillo. Llévate el cofre, confío en ti. Quiero que sepas que, si estuviese escapando con Anastasia, también regresaría a buscarte. No te dejaría atrás.
La muchacha se volvió hacia el abismo y recibió el viento en el rostro. La nieve se arremolinó en su cabello lacio y sus ojos refulgieron con el brillo del hielo antes de confesar:
—No lo haré sin ti.
—Vete y sé libre —resopló Angelo—. Te lo suplico.
Ségolène no contestó, el cerrojo acababa de saltar violento de su anclaje tras la última patada de lord Kovac. Abrió la pesada puerta de roble e irrumpió en la habitación blandiendo en lo alto su espada.