La sexta vía (48 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

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—¡Márchate ya! —ordenó a la mujer. Y a la vez que lo dijo debió frenar la primera estocada de la espada de Kovac.

Ségolène quedó sumida en un profundo silencio. Observaba el combate subida al quicio de la ventana, paralizada. Miró las facciones de Angelo con detenimiento, le veía empuñando su hierro y se dejó llevar por una turbulencia de emociones. Ese hombre provocaba en ella fuertes sentimientos que le hacían pensar en él a todas horas, interpretar cada uno de sus gestos y miradas. Había cedido a su corazón a toda reticencia dejándose llevar por un amor extraño, espinoso y cautivador. El Ángel Negro la había obligado a cruzar el umbral de sus miedos, la cautivaba con palabras como si pudiese mirar su alma, le hacía dudar de su propio juicio. Planear su asesinato fue para ella un acto deliberado y racional, su plan, siempre repetido, para todo aquello que no podía dominar, pero poco a poco el inquisidor había entrado en su mente hasta inundarla de amor. Pero para Ségolène en el amor solo había dos caminos: el que llevaba a la ciega correspondencia o a la muerte.

Con un primer golpe de espada Kovac alcanzó la mejilla izquierda de Angelo causándole un corte que apenas le marcó el pómulo. Al verlo desconcertado, hizo que su filo nuevamente cortara el aire logrando que su espada cayera sobre el hombro izquierdo de su enemigo, rasgándole la ropa y llegando hasta la piel.

Cerró los ojos por el dolor, retrocedió y apoyó la espalda contra la piedra.

—Ségolène, vete ahora. Hazlo por mí…, por favor.

Lord Kovac sonrió triunfante y arremetió con otro golpe de espada contra el inquisidor, pero sostuvo la empuñadura de su arma con firmeza y nuevamente los metales chocaron; otro golpe más y el italiano se agachó logrando que la espada del brujo golpeara el muro y su punta se rompiera, lo que provocó un enorme dolor en las articulaciones de Kovac. DeGrasso no vaciló y, aprovechando esa pequeña ventaja, hundió su espada en el muslo del brujo. Fue tan rápido que al sacarla su enemigo perdió el equilibrio y cayó junto a la chimenea. El Ángel Negro sabía que no debía darle la oportunidad de reponerse, y se abalanzó sobre él agarrándole del cuello pese a que, debilitado por el dolor de su herida en el hombro, las fuerzas empezaban a fallarle. Debía someterle como fuera para que Ségolène pudiera huir.

Con esfuerzo, dirigió la espada hacia el pecho de Kovac, que parecía dominado y abatido y le contemplaba con una expresión turbada e inescrutable. Pero de pronto su atención pareció fijarse en una figura que emergió por detrás del inquisidor.

Angelo volvió la cabeza intrigado. Era Ségolène, con la mirada perdida y sus facciones siempre hermosas pero ausentes, como en otro lugar. Ya no lloraba, y creyó percibir que una sonrisa parecía pronta a despuntar en los labios de Kovac.

—Ayúdame —demandó el inquisidor, desesperado por contener al brujo.

Ella se inclinó sobre ambos pero, para su sorpresa, no hizo ningún esfuerzo por unirse a su lucha para dominar al brujo sino que, acercando la mano hasta su costado y levantando su camisa, hurgó en la piel de Angelo hasta encontrar las vendas que cubrían su herida, todavía abierta, y con enorme frialdad hundió sus dedos con violencia forzando el mismo orificio que había dejado la flecha que pocos días atrás ella misma disparó. El alarido del Ángel Negro fue aterrador.

Angelo contrajo el semblante, gritó con todas sus fuerzas y, sin poder soportar semejante tormento, se aflojaron sus manos que se aferraban al cuello del brujo y a su propia espada. De la herida brotó una sangre oscura y espesa y sintió estallar su torso.

De pie, Ségolène escudriñaba todas sus reacciones sin dejar traslucir la más mínima emoción.

—Eres despreciable —le soltó la francesa—, jamás has tenido un lugar para mí en tu corazón. Solo piensas en ella, nunca te he importado.

Lord Kovac no entendía por qué se había desencadenado aquella situación, pero aun así no estaba dispuesto a desperdiciar ese regalo del destino. Se agarró con fuerza el muslo y, conteniendo su herida, se incorporó. Una vez en pie pateó la cara de Angelo, que estaba arrodillado, hasta que este se desplomó vencido sobre la piedra.

En todo ese proceso la francesa no dejó de contemplar su tortura con extrema frialdad.

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La primera visión de Angelo nada más recobrar la consciencia fue la del rostro de Ségolène que le examinaba en silencio, con profunda curiosidad. No tardó en comprender que tenía las manos atadas por delante y sujetas a la cintura, y pudo percibir con nitidez cómo un objeto metálico raspaba la piedra.

—No te preocupes —le susurró sin dejar de observarle con su dulce voz de niña—. Pronto acabará todo.

El inquisidor se giró y vio cómo lord Kovac avivaba el fuego de la chimenea. Las brasas irradiaban un calor sofocante y echaban chispas mientras las dispersaba con una pala. El brujo le miró y llevando los dedos al cuello se acarició el pentáculo tatuado. Fue la francesa quien, sin asomo de culpa y sentimiento, le informó con crudeza:

—Vamos a quemarte en la chimenea.

Buscó en sus ojos azules algún destello de cordura. Su expresión, que parecía tranquila y hasta cordial, le confirmó lo peligroso de su estado.

—Estás loca —masculló entre dientes—. Todos lo estáis…

Ségolène puso el índice sobre los labios de Angelo, otrora adorados.

—Silencio —ordenó—. Y no te apenes, es mejor así. Nunca habría estado tranquila a tu lado, por eso es mejor que mueras. Me lastimarías de por vida si esperara tu amor.

El contempló el cofre de la esfera a sus pies y la soga anudada todavía al marco de la ventana.

—¿Recuerdas cuando entre lágrimas me pediste otra oportunidad? —le preguntó—. Ya no mereces mi perdón. Estoy aquí nuevamente por ti, me quemarán por tu nueva traición.

—No entiendes nada.

—Dios se apiade de ti —exclamó el monje con violencia—, porque nos volveremos a encontrar, y esa vez no tendré piedad.

El puntapié de Kovac acertó justo en su mandíbula. Luego le agarró de la ropa y le zarandeó sin miramientos.

—¿Qué os pasa, inquisidor, vuestra venerable Excelencia teme al fuego? ¿Acaso no os parece una buena idea que el Ángel Negro de la Inquisición muera en la hoguera, precisamente él, quien ha quemado a tantos de nosotros? —Rió con afectación y siguió burlándose—. Es tan romántico… morir por la traición de una enamorada mientras hombres como yo, un asesino de niños, seguiremos en este mundo. Pues bien: ¡yo os declaro sacerdote católico! ¡Moriréis en la brasa por el juicio de los que son como yo!

Y con ambas manos le arrastró hasta la chimenea pese a la resistencia del monje.

Angelo sintió el calor sofocante del fuego, abrió los ojos y buscó a la francesa. Era su última esperanza.

Allí estaba. En dos zancadas Ségolène llegó a su lado, inquieta de pronto, insegura. Se agachó junto a él y, con dulzura, le suplicó al oído:

—No te muevas. Intentamos quemarte en un lugar pequeño, necesitamos que estés quieto.

Entonces Angelo supo que todo había acabado. Lord Kovac le obligó a girar la cabeza hasta que quedó frente al fuego y sus pómulos sintieron el temible poder de las brasas.

—Quémalo ya —dijo Ségolène—. Debemos ir con el Maestro.

Fue lo último que Angelo escuchó antes de que el húngaro intentase empujar su cuerpo maniatado que pese a todo no dejaba de luchar dentro la chimenea.

XXXVIII. Fuego en la tragedia
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Alguien cruzó el umbral de la puerta en silencio justo cuando un grito desgarrador del inquisidor resonaba en el techo de piedra y tronaba por toda la habitación. Giorgio Cario Tami, con el pómulo izquierdo y la ceja inflamada hasta cerrarle un ojo, el sayo rasgado y salpicado con costras oscuras de sangre se agarró, arrastrando una pierna, al marco de la puerta y observó con dificultad. De inmediato comprendió la barbarie de la escena a pesar de que casi no podía creer lo que veía. Era Angelo DeGrasso, no había fallecido en Francia.

En un abrir y cerrar de ojos se dio cuenta de que si no hacía algo rápido y efectivo este moriría, y esa vez sería real. El jesuita inspeccionó de un vistazo el cuarto y descubrió la ventana destrozada. Los brujos permanecían ocupados intentando introducir a su víctima maniatada sobre las brasas candentes. Tami estaba mareado; sentía un penetrante dolor de cabeza a causa del golpe que Ségolène le había propinado y que, milagrosamente, no le había abierto el cráneo acabando así con su vida. Aun así respiró hondo y, con el convencimiento de que el sufrimiento no terminaría, ni para él ni para nadie, cruzó el cuarto con cierta dificultad. Kovac y Ségolène estaban absortos en su intento de asesinato, de modo que llegó sin problema hasta la ventana y despegó un trozo de vidrio puntiagudo y afilado de la emplomadura rota; luego caminó hacia la chimenea.

Ségolène sujetaba al inquisidor por los tobillos sorprendida por la inusitada energía que este desplegaba para resistirse a su ejecución. Llevaban ya un buen rato forcejeando y solo habían conseguido que su capa comenzara a quemarse. Impotente, irritada, alzó la cara y vio de refilón cómo se les acercaba una figura harapienta que de un golpe certero hundía un objeto en la garganta de lord Kovac, y este soltaba a Angelo al instante y se llevaba la mano allí donde la esquirla de vidrio biselado había atravesado su carne. Ségolène soltó también al inquisidor y se volvió como una gata dispuesta a luchar con Tami, pero este rápidamente la neutralizó propinándole un buen golpe contra su sien que la hizo caer como una muñeca deslavazada.

Angelo rodó envuelto en su capa humeante arrastrando consigo brasas candentes por el suelo, con las manos atadas y poseído por la opresiva sensación de no tener aire. Permaneció un momento a los pies de la chimenea, boqueando y comprendiendo que finalmente no se estaba quemando. Pronto reaccionó arrimando sus manos a las brasas esparcidas para que estas quemaran la cuerda que las ataba.

Tami, exhausto, con las piernas temblorosas y sintiendo que sus mermadas fuerzas le abandonaban, se apoyó contra la «dama de hierro» y, dando la espalda a Kovac y a la bruja desvanecida, intentaba recuperar el aliento. Pero no llegó a hacerlo, pues el brujo logró incorporarse y, pese al vidrio clavado en su garganta y a la mucha sangre que manaba de su herida, se abalanzó sobre el jesuita.

—¡Sálvate, debes vivir para destruir la esfera! —logró gritar a DeGrasso—. Apenas me sostengo… ¡Aguantaré lo suficiente para entretenerlos!

Angelo se liberó y tendió sus manos hacia su amigo intentado apartarlo de Kovac, pero mientras se levantaba con mucho esfuerzo, comprendió que debía elegir entre vivir para llevar a cabo su misión o salvar a al jesuita. Con profundo pesar asumió que su deber se imponía a su corazón. Embargado por una tristeza insondable, comenzó a arrastrarse alejándose de la chimenea.

Alcanzó una de las paredes de la estancia y allí, clavando sus uñas en la piedra, logró incorporarse. Cuando por fin se sostuvo en pie, no pudo evitar volverse para vislumbrar el triste final de su amigo. Tami estaba de pie junto a la ventana forcejeando con Kovac, pero movido quizá por un instinto inexplicable, giró la cabeza y, con el único ojo que podía mantener abierto, miró a Angelo. Su expresión era serena y su voz resignada cuando habló en un balbuceo que le costó descifrar:

—He leído el
Codex Terrenus
. Dios salve al mundo de esa ciencia. Que Dios se apiade de mi alma por creer en El sin fe.

Antes de que pudiera siquiera responderle lord Kovac zarandeó al jesuita hasta hacerle quedar de espaldas al hueco de la ventana. Con toda su ira lo acorraló contra los vitrales destrozados, pero el jesuita, con un último arresto, consiguió aferrarse al marco para evitar caer aunque con ello se clavara fragmentos de cristal en sus manos desolladas. Fue Ségolène, de nuevo consciente e incorporada a la lucha, quien logró desequilibrarlo, le agarró de las piernas y finalmente le hizo caer.

—¡Vete al Infierno! —escupieron sus labios cuando le empujaba al vacío.

Su cuerpo se estrelló contra las piedras nevadas del talud. Ségolène miró horrorizada cómo el fuego comenzaba a devorar las cortinas, tocadas las sedas por brasas arrancadas de la chimenea, pero al volverse se encontró una visión inesperada: el perfil de Angelo como un fantasma, brillando entre aquellas llamas, con la capa rota y chamuscada, lleno de cólera.

Sus ojos ardían con fuerzas renovadas en la quietud de la habitación.

Su mirada le quemaba.

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El oficial del ejército vaticano entró con prisa en la tienda de campaña donde el cardenal Iuliano departía con los estrategas recién llegados del frente turco.

—Excelencia, deberíais salir y observar el castillo. Pasa algo extraño.

—¿Qué sucede? —El General de la Inquisición alzó las cejas. La madrugada era aún oscura y seguía nevando.

—Algo no marcha bien. Miradlo vos mismo. Parece que alguien ha atacado la fortaleza.

—¿Quién ha dado esa orden sin mi autorización? —La voz del Gran Inquisidor atronó con explosiva turbulencia—. ¡Mi sobrina está allí dentro!

—Nadie de nosotros lo ha asaltado, señor. Pero parece que hay alguien más allí.

El cardenal se puso en pie, tomó el catalejo y salió de la tienda, ubicada a media distancia de la fortaleza. Ya en el exterior una docena de estrategas rodearon a Iuliano en la nieve. Desde allí podía verse la figura oscura, que apenas contrastaba con el lúgubre bosque de fondo y las montañas de alrededor.

—Es cierto… —balbuceó el florentino al mirar por el catalejo.

El castillo estaba totalmente a oscuras, como era lógico, pues el duque se estaba preparando para un asedio. Ninguna luz debía dar referencia de las dimensiones de la mole para evitar a los cañones enemigos y confundir las distancias, pero la oscuridad del castillo se rompía en el tercer piso: de una de las ventanas brotaban llamas hacia el exterior. El resplandor era tan intenso que iluminaba parte de las almenas del techo y el talud inferior. No había duda. Dentro del castillo se había producido una escaramuza.

—¿Un accidente? —preguntó el oficial. Sabía que manipular pólvora y demás pertrechos de guerra provocaba en ocasiones incidentes involuntarios incluso dentro de las fortificaciones.

Iuliano bajó el catalejo y tardó en contestar.

—Una rebelión. Quizá haya una insubordinación contra Bocanegra dentro de sus propios muros.

No era una hipótesis descabellada, Aosta estaba tomada e incluso muchos de los nobles antes fieles al duque habían claudicado. Con el ejército de la Iglesia en el valle no faltaría el caudillo que intentase destronar al león herido. El duque era ya un señor venido a menos y sus hombres comenzaban a anteponer sus propias vidas a su lealtad. Era una cuestión de supervivencia, nadie en su sano juicio se enfrentaría al ejército vaticano. Y menos por él.

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