La sexta vía (49 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

—Debemos actuar rápido —decidió el cardenal—. Aprovecharemos la confusión y asaltaremos el castillo.

—De inmediato ordenaré un asedio de cañones, Excelencia.

—No, no usaremos los cañones ni la artillería. Ahí dentro hay vidas y objetos valiosos, daremos un golpe de precisión. Enviad una guarnición de élite a tomar el portón.

Vincenzo Iuliano se volvió en la nieve ciñéndose la capa negra y quedó frente a todos sus consejeros. Con voz grave les anunció:

—Preparaos para la guerra. —Luego miró a uno de sus asistentes y con firmeza le ordenó—: Tráeme un semental y una escolta, entraré yo mismo en el castillo.

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Ségolène no podía apartar sus ojos de los de Angelo, pero un alarido resonó junto a ella y solo entonces fue consciente del sofocante calor que inundaba la habitación. Lord Kovac bramaba sin poder articular palabra con el vidrio clavado en su cuello y, mediante desesperados gestos, intentaba hacerle comprender que debía recuperar el cofre de la esfera y salir cuanto antes de la habitación. Una de sus manos se lo señalaba: estaba muy cerca de la chimenea, peligrosamente cerca, pues los pesados cortinajes que desde el techo hasta el suelo antes cubrían la ventana ahora ardían en lenguas de fuego que subían rápidas por la tela y habían conseguido prender también en una silla de madera y en un lienzo colgado en la pared. Con inusitada rapidez las llamas devoraban la pintura, realizada en óleo, destrozando el rostro de Bocanegra y sumiendo en un negro agujero su boca, sus lustrosos rizos, el blanco de sus ojos…

Ségolène se arrastró por el suelo para evitar respirar el denso humo que se había adueñado del cuarto y se concentraba en el techo y, soportando a duras penas el sofocante calor que rápidamente se propagaba, se esforzó por alcanzar el cofre que guardaba la esfera. Angelo la vio reptar como una serpiente y, abandonando el sostén que le proporcionaba la pared de piedra desnuda a la que aún no habían llegado el fuego intentó detenerla, pero la mano pesada del brujo le paralizó.

En cuanto la muchacha se apoderó del cofre el alivio la invadió, pues comprendió que ya nada la retenía allí y podía huir con la reliquia. Había recibido muchos golpes, estaba consumida y magullada y, aunque sabía que una nueva lucha se había iniciado entre los dos hombres, por primera vez en aquella larga noche se disponía a obedecer la misma orden que, curiosamente, ambos le habían dado: salir de allí con la reliquia. Con un brazo protegió su rostro y con el otro el cofre y, comprobando que el fuego había prendido también en las vigas del techo, caminó apresurada hasta la puerta.

Angelo pretendió seguirla, pero el brujo albino aferrado a sus piernas era un peso muerto que no podía arrastrar y del que no conseguía zafarse. El Ángel Negro estaba desesperado, la razón máxima de aquella odisea se alejaba. Todo se le estaba yendo de las manos, con Tami muerto y él cercado por el fuego, parecía como si aquellas llamas presagiaran la llegada del Infierno a la tierra y le anunciaran que el triunfo sería, finalmente, para los brujos.

—¡Te encontraré! —gritó con vehemencia a Ségolène, que ya se perdía en el pasillo—. ¡Daré contigo a dondequiera que vayas!

Miró hacia abajo y vio a Kovac reír en una mueca siniestra y silenciosa pese a todas sus heridas. Su muslo estaba empapado de sangre y todavía llevaba ese trozo puntiagudo de cristal clavado en el cuello. Sus manos parecían trepar por su cuerpo. Había conseguido arrodillarse y se abrazaba a sus piernas impidiéndole moverse, intentando hacerle caer. De pronto pareció cambiar de idea, tomó impulso y asestó un tremendo cabezazo en su estómago que hizo que el monje se doblara sobre sí tosiendo y boqueando entre el humo. Inesperadamente, en la mente de Angelo todo se detuvo y pudo comprender con pacífica claridad; con un movimiento certero llevó su mano al cuello de Kovac y, agarrando con fuerza el extremo del vidrio roto, lo clavó con todas sus fuerzas en su carne hasta hundirlo completamente en su garganta.

El grito fue abominable. Kovac le soltó y se sujetó el cuello con ambas manos cubiertas de pronto por un torrente de sangre espesa que tiñó con inusitada rapidez su jubón y todo su cuerpo. Sujetándole por el cabello, el inquisidor le dio un rodillazo en el pecho que le hizo dar con su rostro en el suelo. Con una fuerza que jamás imaginó poseer en esos momentos, volvió a sujetarle por el pelo, le arrastró hasta la chimenea, le agarró por la nuca y le metió en ella la cara, enterrándola en las brasas. Un fuerte y desagradable olor a carne chamuscada salió de la campana. Kovac apoyó las manos en el fuego para apartar el rostro de aquel infierno, pero no lo logró.

Movido por una furia loca, irracional, más allá de toda medida, sacó al brujo de la chimenea y contempló su piel humeante cubierta de ampollas y cenizas encarnadas, otro tirón y le apoyó contra la pared irguiéndolo hasta conseguir que sus rostros quedaran a la misma altura. El inquisidor, ignorando el fuego que había invadido toda la habitación, se encaró con el brujo y, amenazante, irascible, fuera de sí, le espetó:

—Arrepiéntete en la hora de la muerte…

El brujo intentó sonreír pero solo un hilo de baba brotó de sus labios llagados. Con destreza, DeGrasso abrió con una sola mano la tapa de la «dama de hierro», comprobó que en su interior los pinchos estaban afilados al máximo y a empellones le introdujo en su interior. Apenas pudo lord Kovac abrir los ojos al sentir la punta de aquellos clavos en su espalda más que para ver cómo el Ángel Negro, con una expresión furibunda y desdeñosa, cerraba con violencia la tapa del sarcófago y echaba el cerrojo al tiempo que exclamaba con solemnidad:

—Como inquisidor y en nombre de la Santa Iglesia católica, te condeno a morir.

La «dama de hierro» ya estaba caliente a causa de las llamas, pero no fue el calor lo que destruyó a Kovac, ni siquiera la sangre que había perdido en su herida del cuello, sino el centenar de espinas metálicas que atravesaron su pecho y abdomen, sus brazos y piernas.

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Bocanegra entró apresurado en la habitación escoltado por una guardia de diez hombres. Detrás de los soldados apareció Darko.

No pudo creerlo cuando se lo comunicaron, pero ahora comprobaba que era cierto: la sala donde atesoraba la reliquia estaba ardiendo, completamente destruida.

—¡Dios mío! ¿Qué demonios ha sucedido aquí?

—¡Buscad a Kovac! —bramó el brujo—. ¡Él perseguía al monje!

—Aquí no hay nadie —respondió uno de los guardias protegiéndose—. Solo fuego.

—¿Nadie? —rabió el anciano—. ¡Eso es imposible!

El duque se resguardó con la capa del calor de las llamas y se acercó a la ventana destrozada. Asomó la cabeza y vislumbró un cuerpo tendido en el barranco. Al volverse, reparó en la «dama de hierro», de la que salía un reguero de sangre. Bastó una seña suya para que los soldados corrieran hacia aquel sarcófago de tortura. Protegiéndose de las chispas que caían del techo, los oficiales abrieron la cerradura y manipularon la pesada tapa de hierro; en cuanto consiguieron abrirla el cuerpo acribillado de Kovac se desplomó hacia delante.

—¡Es Kovac! ¡Está muerto! —gritó Bocanegra al viejo.

—¿Muerto? —repitió, y pareció más anciano y ciego, más desvalido que nunca. Todo él tembló, sus labios musitaron palabras inteligibles en su dialecto natal que sonaron a lamento a oídos de los presentes. Luego se llevó la mano al rostro y permaneció así durante un momento. En cuanto la retiró, todos pudieron ver que se había transformado en otro hombre, uno con el rostro curtido en mil dificultades, resistente a toda desgracia, pragmático y absolutamente carente de sentimientos—. ¿Dónde está el cofre?

El duque miró a sus soldados, inquisitivo, pero ellos negaron con la cabeza. Ya habían salvado todo lo que habían podido de las llamas, y el cofre no estaba entre lo rescatado.

—No está aquí —le informó.

—¡DeGrasso! —gritó entonces el Gran Brujo—. ¡Buscad al inquisidor, ha de estar escondido aquí! Él tiene el cofre.

Bocanegra se acercó al anciano, lo tomó de los hombros y sacándolo de allí le expuso:

—Él mató a Kovac en la «dama de hierro», pero ya no hay más que buscar: está en el fondo del barranco. Debió de tirarse por la ventana para huir de las llamas y su caída resultó mortal. Yo mismo acabo de ver su cuerpo vestido con el sayo sobre la nieve —añadió con determinación—. Sin embargo, el cofre no está junto a él.

—Ségolène —dijo Darko tras reflexionar brevemente—.

Ella lo tiene… Buscadla, seguro que habrá sobrevivido a este desastre. Siempre lo hace.

El duque no dudó, convencido por la seguridad que mostraba el astrólogo, y mandó iniciar inmediatamente su búsqueda. Todos sus hombres salieron al pasillo y rápidamente se transmitió la orden a todos los centinelas de la fortaleza. La búsqueda no tardaría en dar resultado, todo el castillo se hallaba movilizado en pos de la francesa.

—Rogad porque ese cofre aparezca —dijo el noble a Darko mientras lo guiaba por el oscuro pasillo a sus habitaciones—. Si he perdido mi ducado por nada me aseguraré de que veáis la muerte antes que yo el exilio.

El Gran Maestro de Brujos no contestó. En su cabeza lentamente cobraba forma la descripción que el duque le había proporcionado del estado del cuarto incendiado del que acababan de salir. No podía quitarse de la mente aquella ventana de vidrios destrozados con una soga anudada a ella. De pronto se detuvo, inmóvil en el pasillo, con sus ojos encendidos por la luz de un descubrimiento.

144

Unos cinco pies por debajo del cuarto incendiado Angelo DeGrasso permanecía aferrado precariamente a los salientes de la piedra, de pie, sobre una cornisa del segundo piso a la que se abría una ventana. Podía ver desde donde estaba el cuerpo de Tami encajado sobre la nieve y, más abajo, el único camino de acceso a la fortaleza. Era un sendero escabroso y vigilado que se abría entre las rocas y con toda lucidez comprendió que saltar desde allí sería una verdadera locura. Soltó la piedra y se aferró con fuerzas al mainel que dividía el exterior de aquella ventana y, doblando sus rodillas, se sentó sobre el saliente. Observó un vano que estaba debajo; la última ventana, la más baja de la edificación: era angosta, sin cornisa y con barrotes.

Desde ahí podría saltar al barranco, pero caería cerca de la puerta de entrada y bajo las troneras de la guardia. Nadie garantizaba que una vez en la nieve una flecha no le asestara el golpe final.

Alzó el rostro y vio salir lenguas de fuego por la ventana. El viento helado y los copos blancos cayeron sobre su cara. Respiró lentamente y sintió ganas de llorar. Aferrado a la estrecha columna gótica contempló el valle. Estaba solo, en un sitio del que no veía salida ni tampoco regreso. Cerró los ojos y sintiendo el dolor de todas sus heridas comenzó a rezar:

—Pater Noster qui es in caelis… sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in térra. Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris.
—Angelo abrió los ojos y contempló el valle helado mientras sus labios recitaban un Padrenuestro envueltos en un vaho blanco—
. Et ne nos inducas in tentationem: sed libera nos a malo. Amén.

Se ciñó aún más a la columna con manos temblorosas de frío. Bajó la vista y volvió a mirar el cuerpo de Tami en su lecho blanco. Suspiró, exhausto, y tuvo miedo de morir. Angelo Demetrio DeGrasso sabía que su misión no había terminado. Dolorido, sin fuerzas, se sintió tentado por la deserción, por dejarlo todo y buscar su propia seguridad. Por volver ante sus enemigos y rendirse a sus pies.

Colgado de aquella ventana, con su capa rasgada al viento, estuvo un largo rato meditando. Finalmente, y tras detenerse unos instantes para recuperar el aliento, alzó lentamente la mano derecha envuelta en el guante negro y la contempló hechizado mientras su puño se cerraba. Entonces volvió la cabeza hacia el ventanal gótico y, encomendándose a la Madre de Dios, de un puñetazo atravesó la emplomadura hundiendo el antebrazo en los cristales. Algunos biseles astillados cayeron sobre la nieve, muchos se clavaron en su carne.

El Ángel Negro estaba decidido. No escaparía. Iría hacia la muerte si era necesario, como los mártires y los santos, como los cruzados y los misioneros. Un inquisidor debía terminar siempre su trabajo pues no trabajaba para sí mismo, sino para Cristo.

Vehemente, apretó los labios y pensó en lo que vendría después.

XXXIX. La Vía Dolorosa
145

La habitación estaba fría y oscura, solo el silbido del viento entraba por la ventana destrozada. Las sombras guardaban sus secretos entre aquellos muros, los de una respiración lenta y quejumbrosa que se oía en un rincón como el eco de un espíritu atormentado. Con lentitud, una figura caminó hasta la puerta, con mano dubitativa agarró el picaporte y la abrió. Angelo asomó la nariz por la rendija y observó: todo el castillo parecía revolucionado.

Cerró la puerta y dudó: ¿Era ya tarde? El inquisidor había visto el gran movimiento de guardias y servidumbre que presurosos corrían por el patio y los pasillos dirigiéndose al piso superior. La fortaleza, sumida en la oscuridad de la larga madrugada cubierta por espesos nubarrones negros, parecía un avispero poblado por las sombras.

El Ángel Negro sabía muy bien que la atención de todos giraba en torno a la habitación de la tercera planta, aquella que aún ardía y de la que él había escapado, y sabía también que la penumbra y la prisa proporcionaban protección a todo aquel que deambulase por el castillo con la intención de pasar desapercibido. Eran muchos los que subían y bajaban, muchos los que miraban al cielo oscuro por el enorme tragaluz central y se cubrían el rostro agobiados por la nieve y el resplandor del incendio. Nadie repararía en él.

Angelo comprendió que no era tarde sino todo lo contrario: era el momento justo. Se cubrió el rostro con la capucha, abrió la puerta y, obedeciendo al dictado de su corazón, se lanzó por el pasillo respirando entrecortadamente para perderse entre sus enemigos.

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El cardenal Iuliano bajó el catalejo pero aún mantenía atónito la vista en el castillo.

No podía creerlo. Durante un buen rato había estado observando a un extraño personaje que había salido por la ventana en llamas sujeto a una cuerda y, como si se tratase de un pirata al abordaje, había llegado al segundo piso para, desde allí, asaltar otra habitación. Para cerciorarse, volvió a mirar una vez más hacia allí pero ya no había nadie.

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