La sexta vía (53 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

Los soldados se miraron entre sí y debatieron con susurros. Tres de ellos partieron al instante. Pronto sus figuras desaparecieron en la nevada.

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A paso lento Darko, acompañado por dos guardias suizos, llegó a un pequeño claro bañado por los resplandores azules del hielo donde se hallaba escondido el campamento. Los soldados los recibieron y de inmediato reconocieron al astrólogo.

—El conde de Ginebra os aguarda —anunció uno de ellos.

Darko ni siquiera alzó la cabeza. La capucha apenas dejaba entrever su rostro.

—Llevadme con él —ordenó.

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—No volverán. Esos soldados jamás regresarán con los caballos —dijo Anastasia—. Ahora son libres de vos y de vuestra tiranía. Para ellos solo sois un mal recuerdo.

—Me deben lealtad y obediencia —aseveró entre dientes—. Volverán, como en el castillo.

—Aosta está invadida, vuestros castillos ya no os protegen y los caudillos ya no os escuchan. ¿Para qué van a volver, para morir por vuestras locuras?

—Lo mismo dijo Darko y se equivocó —bufó Bocanegra.

La italiana miró hacia el río. Las piedras de la orilla estaban cubiertas por el hielo y el agua sonaba con armonía. Desde la bruma y la nieve se recortaron las figuras de tres jinetes, que a paso lento se aproximaban hasta ellos.

El duque de Aosta sonrió fugazmente con expresión de triunfo.

—Abrid vuestros ojos, mujer —exclamó—, ¡ya están aquí!

Anastasia se volvió y vio llegar a un semental negro, de crines largas y brillantes, que abría la marcha. Sus frenos y bozales eran de cuero, así como la silla de montar, terminada en estribos de madera negra con incrustaciones de hierro. Un hombre de larga capa cuyo rostro aún no se podía distinguir lo montaba. Ella sintió que la sangre se detenía en sus venas durante el tiempo que correspondía a uno o dos latidos de su corazón.

Bocanegra dio un paso para recibir a sus hombres, pero se detuvo al oír un silbido que al principio no supo identificar, hasta que una flecha acertó en el cuello de uno de los guardias que estaban junto a él. Un segundo silbido sonó y la saeta dio en el pecho de otro soldado. Ambos se desplomaron sobre la nieve y esta comenzó a teñirse de sangre.

Antes de que el noble pudiera reaccionar desenvainando su espada o trabando el gatillo de su mosquete, los tres hombres montados a caballo ya estaban ante ellos. Anastasia, por su parte, parecía subyugada contemplando el rostro del primer jinete. Era su padre, el mismísimo cardenal Iuliano acompañado por dos guardias vaticanos.

Ante la visión de sus uniformes, el último soldado de Bocanegra se dio la vuelta y caminando muy despacio se fue hacia el bosque aun a riesgo de perder su vida de un flechazo por la espalda; al poco rato, comenzó a correr desaforado. El último hombre del duque había desertado.

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—Pensé que jamás llegaríais —dijo al fin—. En este valle hay más ejércitos de los que habría imaginado. Ahora veo la importancia de nuestro asunto, mas os advierto que mi tropa no podrá contra la de la Iglesia. Socorrer a Bocanegra será imposible.

—No será necesario socorrerle. Su negro destino ya no nos incumbe —respondió el Gran Brujo.

—¿Habéis perdido los documentos ocultos de Tomás? —El conde le miró con asombro.

—Bocanegra ha sido destronado y con él vuestras deudas. Ya no debéis pagar lo que resta del contrato.

—Pero ¿qué ha sucedido con la reliquia? —preguntó el noble suizo con cautela.

Darko apenas sonrió cuando puso el cofre sobre la mesa y anunció con voz trémula:

—Aquí está la esfera. Contiene la Sexta Vía de santo Tomás.

Un silencio espeso descendió en la tienda. Todas las miradas convergieron en el cofre con desconfianza y fascinación. En ese instante el aullido ronco de un lobo se escuchó repentino en lo profundo del bosque.

Y Darko, por fin, pudo sonreír con todo el orgullo que su gesta le merecía.

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Bocanegra contempló atónito al cardenal luliano y a los dos soldados que le apuntaban con sus ballestas. Tardó en reaccionar, pero lo que hizo fue inesperado para todos, un gesto alocado y suicida que, por el furor que reflejaban sus ojos, estaba sin duda dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias:

—¡Atrás! —gritó, y con un tirón violento tomó a Anastasia del brazo y la antepuso ante su cuerpo colocando en su sien su mosquete presto a disparar.

—¡Calmaos, por el amor de Dios! —exclamó el Gran Inquisidor levantando la mano—. No pretendo mataros, dejadla, esto es un asunto de caballeros, entre vos y yo.

Pasquale Bocanegra de Aosta sintió cómo un líquido caliente descendía por su pierna y le empapaba las botas. Se había orinado encima y estaba aterrado. Su respiración era entrecortada.

—¡La mataré! ¡Si venís por mí… juro que la mataré!

La joven sentía desbocado su corazón, galopaba a un ritmo tal que pensó que escaparía de su pecho. Apenas podía respirar y sus latidos eran cada vez más rápidos. Sentía el hierro frío en la cabeza y el temblor de la mano que sujetaba aquel gatillo.

—Bajad las armas —ordenó Iuliano, y los soldados desmontaron sus ballestas.

El rostro de Bocanegra mostró un leve atisbo de tranquilidad.

—¿Qué queréis de mí ahora? —preguntó—. Ya me habéis despojado de mis posesiones.

El cardenal bajó del caballo enterrando las botas en la nieve y se quedó mirándole.

—Solo la esfera —respondió—. Dadme la esfera y os marcharéis en libertad.

—Ya no la tengo. —Bocanegra negó con la cabeza—. ¡Solo mis monedas de oro!

—Dadme la esfera —repitió Iuliano tras mirar los arcones con indiferencia— y os dejaré marchar.

—¡Os digo la verdad! No tengo vuestra maldita reliquia y no quiero saber nada más. Por ella lo he perdido todo. ¡Todo!

—Habéis perdido todo por vuestra codicia —respondió el cardenal con fría calma—. No culpéis a la esfera de vuestras miserias. Jugasteis el juego de la traición para obtener más oro del que podéis cargar, sed capaz al menos de asumir vuestro error.

—La Iglesia es culpable, yo no. Todo se debe a vuestras conjuras… Yo soy la víctima, soy yo quien huye de sus propias tierras.

Iuliano avanzó hacia él y quitándose uno de los guantes extendió la mano.

—Dadme la esfera, no lo repetiré otra vez —insistió.

Anastasia miró a su padre y sus labios se movieron con lentitud…

—Dice la verdad, Excelencia —aseguró Anastasia—. Darko le ha traicionado y ha huido con ella.

Iuliano desvió los ojos de su hija y miró al noble.

—¿Habéis dejado que el Gran Maestro de los Brujos se lleve la reliquia de la Santa Iglesia católica? —preguntó intentando contener su ira.

—Darko se ha llevado vuestro tesoro. ¡Buscadlo a él y dejadme a mí en paz! ¡Id al bosque en su busca y hallaréis lo que queréis!

—¡Imbécil! —gritó el cardenal con los puños apretados—. ¡Idiota inconsciente! ¡Os habéis dejado engañar por un anciano! ¡Merecéis la hoguera!

—No olvidéis que aún tengo un arma cargada en la sien de vuestra preciosa Anastasia. —El duque sonrió—. Me importan poco la esfera y el viejo, la Iglesia y todos vuestros asuntos, pero si no queréis verla muerta quitaos ahora mismo de mi camino.

Las nubes seguían cargadas y oscuras, la tormenta era un pesado sudario sobre el valle.

El duque desvió la mirada hacia la orilla del río, de donde provenían los pasos de unos caballos sobre las piedras.

—Santo Dios… —Bocanegra suspiró al ver a sus soldados.

Habían vuelto al fin, pero no de la forma que esperaba. Entre la bruma y la nevisca surgieron los tres jinetes bañados en sangre. Estaban atados a sus monturas y degollados.

Los tres animales llegaron a la orilla del río y allí se detuvieron. Tras ellos emergieron entre la niebla, de pronto, una docena de jinetes más. El vapor que se desprendía de los hocicos de los sementales era como una nube siniestra que producía terror y fascinación.

Las armaduras de los doce paladines franceses estaban melladas, pero sobre ellas flameaban sus capas azules al viento.

Al frente se destacó un caballero de yelmo y peto brillantes a la poca luz de la mañana, con la cruz de Malta bordada en la capa. Mientras sus hombres se detenían, este espoleó al cartujano, avanzó y observó la escena en silencio. Se llevó la mano cubierta con un puño metálico al costado y sacó la espada de un solo movimiento. Estaba manchada de sangre fresca, la sangre de los soldados del duque.

—He soñado con este momento, duque de Aosta —amenazó Jacques Mustaine de Chamonix a través de su yelmo—. Rezad vuestras plegarias y me encargaré de que lleguen con vos al Infierno.

El italiano, atenazado por el pánico, ni siquiera pudo contestar.

—¡La mato! —gritó de pronto con voz aguda—. ¡Mato a esta joven!

—Hacedlo si queréis… Pero yo en vuestro lugar usaría esa bala para el suicidio —respondió tranquilo el archiduque francés. Dicho esto, alzó la espada y se dispuso a cargar contra el noble. Aunque su apariencia no lo demostraba, estaba ciego de ira.

—¡No! —gritó el cardenal—. ¡Deteneos!

El francés se volvió hacia el Gran Inquisidor.

—¿Que me detenga? —resopló—. Bocanegra me pertenece en base al pacto que hice con Èvola: no pedí sus tierras ni sus mujeres, solo que me lo entregaran. Él es mi trofeo.

—Ahora no —confesó Iuliano—. Dejadlo ir.

—Yo no traiciono mi palabra, no traicionéis vos la vuestra —alegó el francés—. He venido hasta aquí por su sangre y con su sangre en mi espada me iré.

—Os ruego que no lo hagáis. —Vincenzo Iuliano le miró con una súplica en sus ojos.

Mustaine se quitó el yelmo y lo arrojó con furia al suelo. Su melena pelirroja y leonina se agitó con el viento mientras los copos de nieve la cubrían.

—Tengo la herida de una flecha italiana y el plomo de un arcabuz en mi cuerpo, mi archiducado ha sido invadido y saqueado y el responsable de esas tropelías está frente a mí. Decidme vos que sois ministro de Dios… ¡¿por qué demonios debería dejarlo escapar?!

—Por vuestra piedad… Y por la vida de mi hija.

Anastasia volvió su rostro hacia el archiduque francés. Fatigada y golpeada, temblando de frío, aquella dama parecía estar viviendo en el centro de una pesadilla. El captó toda su angustia.

Desmontó y clavó su espada en la nieve.

—Escapad de mi vista —bufó.

—¿Lo veis? Francés testarudo… —Bocanegra sonreía—. Ya os derroté en vuestra tierra. Soy más listo que vos.

—No sois más que un cobarde que se escuda detrás de una mujer.

—Ni siquiera una mujer os ha quedado. Yo tengo la mía y pronto volveré por vos —insistía burlándose el duque de Aosta.

—No lo escuchéis —indicó el cardenal—. Dejad que él y su verborrea huyan en la bruma.

Mustaine apretó la mandíbula y permaneció en silencio.

—Vosotros dos… —Bocanegra señaló con el mosquete a los dos guardias del cardenal—. Atad los arcones en tres caballos y abrid camino.

Bastó una mirada del cardenal a sus soldados para que estos desensillaran y obedecieran las órdenes.

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En la carpa, las miradas convergieron en el cofre. Darko deslizó los dedos por el borde.

—Aquí está la obra oculta de santo Tomás. —Su aliento se transformó en vaho.

—Abridlo —pidió el conde de Ginebra.

El Gran Brujo no hizo ningún gesto. Solo murmuró:

—¿Qué hay de nuestro trato?

—Sigue en pie. Los alemanes vendrán en dos días, son editores muy cautelosos, montarán en Ginebra las prensas y desde allí publicaremos el hallazgo. Será una revolución. Un reguero de pólvora que recorrerá toda Europa.

—Yo soy el descubridor —afirmó el viejo moldavo—. Mi nombre aparecerá en el texto sobre el de Tomás, pues gracias a mi erudición el mundo conocerá lo que alguna vez nació para ser revelado.

—No será un problema. Figuraréis como autor de la Sexta Vía. No os faltarán riquezas.

—No quiero oro —rechazó Darko—, solo ser inmortal. Quiero que el mundo me recuerde eternamente como el único hombre que supo demostrar la existencia de Dios.

—Borraremos el nombre de Tomás y pondremos el vuestro. Un pacto es un pacto —apostilló.

Una lágrima espesa cayó del ojo enfermo del Brujo. Su rostro permaneció oculto mientras su mente volaba en aras de la gloria y la eternidad. Ya era un hecho, su nombre sería acuñado junto al de Platón y Aristóteles, con san Agustín y Anselmo, con san Buenaventura y por encima del de santo Tomás. Darko Bogdan daría comienzo a una nueva ciencia, una que llevaría a Dios a las aulas del conocimiento y dejaría la fe en las ruinas de las deshabitadas iglesias. No habría más ateos. No habría más libertad para elegir a Dios.

Dios sería una dictadura. Una esclavitud.

—Abrid el cofre —ordenó al fin—. Y demos comienzo a los días que vendrán.

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Los soldados del cardenal sujetaron los arcones a tres de los caballos y a estos entre sí.

—A un lado —masculló Bocanegra, y se abrió paso con Anastasia siempre delante de él—. Me llevaré vuestro caballo —le dijo a Iuliano—, parece fuerte y bien ensillado.

El archiduque Mustaine miraba con atención y sigilo, buscando el mínimo descuido para abalanzarse sobre el italiano.

—¡No intentéis nada! —gritó el de Aosta percatándose de sus intenciones y apuntándole al pecho—. Obedeced al cardenal y seréis recompensado… ¡Quizá os entierren en una catedral el día de mañana!

Montó entre risas y obligó a subir a la muchacha en su corcel. Con una mano tomó las riendas y espoleó al semental, que comenzó a cabalgar llevando tras él la caravana de animales que portaban los arcones de monedas.

—¡Dejadla! —gritó el Gran Inquisidor.

—Espantad a vuestros caballos y la dejaré ir —contestó Bocanegra deteniendo la marcha—. No quiero que nadie me siga, y menos si entrego a mi única garantía.

Los franceses obedecieron. Enfurecidos, acataron la orden para conseguir la liberación de Anastasia. Dando gritos y palmadas hicieron que los caballos corrieran desbocados por el río. No fueron lejos, lo suficiente para retrasar cualquier intento de persecución.

—Tenéis todo lo que habéis solicitado. Ahora dejad a mi hija y marchaos.

Bocanegra sonrió. Deseaba locamente a la mujer, pero sabía que no le dejarían huir con ella. Ya debía acarrear tres arcones, era más que suficiente. Guiñándole un ojo, le susurró:

—Volveré a por vos, pero comprendedlo, el oro ahora es más importante.

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