La sexta vía (54 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

De esta forma la bajó del corcel negro a la nieve blanca. Anastasia caminó con lentitud hacia su padre con los ojos llenos de lágrimas. Necesitaba su abrazo protector, su amor incondicional que la librara del recuerdo de toda aquella tragedia.

Bocanegra miró al archiduque francés.

—Jamás podréis encontrarme, vuestras influencias se acaban en esta pequeña comarca. No sois peligroso ahora para mí, Mustaine, pero caeré sobre vos en cualquier momento…

El cardenal Iuliano, preso de la emoción, abrió los brazos para recibir a su hija.

—Pero vos, cardenal… —musitó Bocanegra desde el caballo. Durante un brevísimo instante el purpurado desvió la vista de su hija para mirar al noble—. Vos silo sois… Vuestros inquisidores llegan a los agujeros más oscuros de este mundo… No debéis seguir vivo para buscarme. —Montó el martillo labrado de su arma y apuntó al religioso. Su rostro mantuvo por un instante la seriedad de un tirador. Luego disparó.

El trabuco de Bocanegra se llenó de una espesa fumarola que terminó arrastrada por la brisa y el perdigón de plomo impactó en Iuliano. El General de la Santa Inquisición de Roma cayó instantáneamente de rodillas. Su capa negra se plegó a sus costados, sus brazos bajaron inertes y se desplomó boca abajo sobre la nieve. Anastasia se detuvo, las manos en su rostro ahogando un grito que no salió de su boca.

Finalmente, el duque de Aosta espoleó el caballo y huyó con los cofres de oro.

160

Darko escuchaba con atención mientras el herrero del conde forzaba el cofre. Las llaves habían quedado en el cuello de Ségolène, olvidadas durante la huida del castillo de Verrés, pero no había de qué preocuparse, la cerradura no sería un obstáculo.

Tras tres golpes secos y potentes sobre ella, la cerradura cedió.

El conde de Ginebra tomó el cofre con sus finas manos y lo colocó ante él. Sus consejeros se apiñaron detrás conteniendo el aliento. Todos querían ver.

Abrió la tapa y observó el interior. Sacó la esfera y la puso delante de sus ojos, examinándola con detenimiento.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó.

—La reliquia —contestó el astrólogo—. Quitad el seguro que la protege y abridla. Dentro encontraréis la Sexta Vía de Tomas. El texto original.

—¿Acaso me tomáis por estúpido? —exclamó el conde—. Esta es una burda bola de piedra.

—¿Una bola de piedra? —susurró Darko atenazado por una opresión que se adueñó de su pecho. Tiró el bastón y poniéndose en pie se inclinó sobre la mesa buscando en el aire hasta encontrar las manos del conde que sostenían, como había afirmado, una simple piedra—. No puede ser —escupieron sus labios amoratados. Con las yemas de sus dedos recorrió la fría forma de una esfera perfecta, pero de piedra tallada.

—¿Me habéis hecho venir aquí y pagar un adelanto en oro por una bala de culebrina?

Darko tanteó sobre la mesa hasta dar con el cofre. Rápido metió las manos en el interior para comprobar que allí no había nada, solo terciopelo y polvillo de roca.

Su mente pasó de la gloria excelsa al abismo profundo. Esa era su ridícula conquista y su legado como filósofo: un trozo de piedra.

El anciano se sentó en silencio y levantó un puño tembloroso. Ya no habría inmortalidad para su nombre. Y pensó en una sola persona, el inquisidor DeGrasso.

Poniéndose en pie, el Gran Brujo emitió desde lo más hondo de su garganta un sonido cavernoso y desgarrador que se propagó en el páramo nevado como el lamento lejano de una fiera acorralada. Pronto los lobos del bosque sumaron sus aullidos al suyo en una nefasta sinfonía de terror.

161

Angelo Demetrio DeGrasso yacía sobre un acopio de balas de cañón. La capa le cubría como una sábana agujereada y vetusta. Su guante negro tanteó los contornos esféricos de aquellas balas con las pocas fuerzas que le quedaban.

Apartó la tela chamuscada de su túnica y buscó aquella forma inconfundible escondida entre las demás bolas. Tanteó un momento y pronto dio con el orbe dorado, entonces volvió la cabeza y contempló el cuerpo carbonizado de la francesa. Con su otra mano aún sujetaba la suya. Lentamente el apretón cedió y las manos de ambos se desunieron. De allí cayó la llave del cofre que Ségolène le regaló en el último instante de su vida, que usó para abrir el cofre, cambiar la esfera por una bala y que al asir su mano de nuevo, en aquel instante final de amor y perdón, le devolvió para demostrarle que su existencia había tenido un sentido, que la reliquia estaba a salvo, que había valido la pena.

Una lágrima corrió por su mejilla golpeada y sucia. Cerró los ojos y sintió los párpados pesados. Exhausto por las heridas y la fiebre, perdió la consciencia.

No mucho tiempo después, Angelo estaba de pie frente al umbral del castillo. La fortaleza era gris y erosionada por el tiempo y controlaba desde su altura el cementerio que estaba dentro de sus murallas, rodeadas por un inmenso bosque. Y la puerta enrejada se abatió sobre sus bisagras añejas y doloridas y nuevamente el inquisidor observó las sepulturas antiguas, las cruces góticas torcidas y avejentadas, los mausoleos custodiados por ángeles esculpidos y mármoles grabados con letras lombardas. El abrumador descanso de millones de almas.

Siete caballeros cruzados cuidaban aquel acceso principal. Cubrían el rostro con yelmos y los cuerpos difuntos con armaduras melladas. Repentinamente descansaron sus espadas, clavaron las puntas en el suelo y sujetaron la empuñadura con reverencia. La brisa hizo ondear sus capas bordadas con cruces de Malta. Una poderosa sensación de libertad le invadió, levantó la vista para ver cómo se abrían las puertas del balcón y, al tiempo que los cruzados bajaban sus cabezas al unísono, aparecía en el pulpito de piedra aquel hombre de barba que le era tan ajeno y tan familiar, que parecía hablar con la mirada y observarlo todo en silencio.

En ese instante, DeGrasso trató de cruzar el umbral llevado por el deseo desbordante de ir hacia él, pero no pudo. Desde el balcón la mano del hombre se movió con lentitud para señalar su costado, allí donde había una herida, luego alzó la otra perforada por encima del rostro y cuando la detuvo allí, en lo alto, le dirigió una mirada que avanzó por el prado acariciando las tumbas y las cruces y tocó a Angelo como una brisa de primavera. Los dedos alzados del hombre señalaron el número tres, y los presentes sintieron su poder, que todo lo eclipsaba. Abrumado, el Ángel Negro comenzó a llorar. Fueron lágrimas de exaltación, de plenitud ante aquella visión indescriptible, inagotable, de paz.

Supo que no debía entrar. Se quedó quieto a las puertas, con el rostro entre las manos, y cayó de rodillas. Entonces oyó los pasos de alguien que se acercaba a él desde el prado interior. Una mano atravesó el umbral y tocó su hombro con una caricia suave y delicada. Aún cegado por las lágrimas, alzó el rostro. Era Ségolène.

Se quedó prendido de aquellos rasgos y su corazón latió con fuerza.

Angelo abrió los ojos de pronto y vio las bóvedas del techo gótico. Estaba en la cripta de Verrés. Sudaba, su respiración era agitada y le pareció que despertaba de un sueño abrumador. Giró la cabeza y vio aquello que empuñaba con fuerza y cuyo tacto le quemaba.

En la mano tenía la esfera.

Epílogo. Visión divina

Los portales de la basílica de San Juan de Letrán en Roma estaban cerrados. Dentro, se respiraba el olor del incienso, que se fundía con el sonido hermético y piadoso de un canto gregoriano. La ceremonia pontificia estaba lista.

Clemente VIII pasó por última vez sus ojos por la dorada esfera y leyó una vez más la frase griega que la circundaba, aquel mensaje que indicaba la existencia misma de Dios. Cuidadosamente apoyó la reliquia en un almohadón de terciopelo y contempló la cruz en su cénit. Ahí dentro reposaba la demostración lógica más importante de la historia del hombre, una verdad tan conmovedora como peligrosa. El Papa imaginó la encrucijada con que se encontró Tomás de Aquino, el celo y la responsabilidad que había significado su descubrimiento. El santo había tocado con su inteligencia la visión misma de Dios, pero también supo que espiar al Todopoderoso no era bueno y por ello tomó el camino de los humildes y responsables apartándola para siempre del alcance del hombre y de su voluble espíritu. El Sumo Pontífice elevó su mano enguantada. Tocó con suavidad la cruz de la esfera y suspiró. Su rostro curtido y su barba blanca apenas evidenciaban la complacencia que sentía.

Un cardenal camarlengo se adelantó y ante la orden silenciosa de Clemente VIII tomó el almohadón y llevó la reliquia hasta su depósito final: el sancta sanctórum de la Iglesia.
Non est in toto sanctior orbe locvs
, rezaba una inscripción grabada en el mármol. Y ahora nadie dudaba de ello: en toda la tierra no hay lugar más sagrado. El arcón de hierro enrejado que por siglos albergó los tesoros más sagrados de la Iglesia abría ahora sus hojas de par en par, revelando el interior solo a los presentes en aquel ceremonial.

El camarlengo depositó la esfera en él, luego volvió la cabeza y buscó la aprobación del Pontífice. Las puertas de hierro se cerraron, así como las verjas y su cerrojo. La esfera estaba en poder de la Iglesia. La Vía Dolorosa de santo Tomás estaba segura y protegida por el reino de la fe.

Ese mismo día Clemente VIII ordenó culminar la cúpula de San Pedro con un nuevo símbolo. Y allí se enclavó, en lo más alto de Roma, en lo más alto de la basílica: una esfera dorada. Coronada por una cruz.

Dos semanas más tarde de aquel episodio en el valle de Aosta, Angelo DeGrasso cabalgaba por el macizo montañoso de los Cárpatos. Estaba solo, tal y como había decidido. Su semental llevaba cubiertas las ancas con el amplio hábito negro inquisitorial del monje, como una suerte de manto protector. El paso era tranquilo por aquel sendero pedregoso y cubierto de nieve.

Había salido de Italia por las tierras del Véneto hasta llegar al reino de Hungría. Allí tuvo que sortear las ciudades y cantones invadidos por el islam para seguir el curso del Danubio hasta las puertas mismas de las tierras eslovacas. Siguió hacia el norte y entró en el reino de Bohemia. Fueron días arduos y silenciosos, sus manos sujetaban las riendas mientras su mente volaba tras los recuerdos y la nostalgia.

El inquisidor se resguardaba la cabeza bajo la capucha y en el pecho se mecía la cruz de plata como lábaro testigo de su investidura. Observó el sendero que se bifurcaba y detuvo el paso. Leyó el cartel de madera envejecida, paseó la vista por el horizonte y volvió a espolear al caballo para tomar el sendero de la izquierda: su destino final estaba en Polonia, en el convento dominico de Cracovia.

Las heridas aún le causaban pequeñas molestias y le hacían recordar los últimos días después de ser rescatado del castillo de Verrés, donde la tragedia y el gozo se habían fundido en una extraña realidad.

La muerte del cardenal Iuliano había sido tan impactante para Roma como el hallazgo de la reliquia. El Vaticano estaba asombrado por el acto final del Ángel Negro, que había logrado confiscar la esfera después de una larga y descarnada batalla personal, pero también lloraba al guardián de la ortodoxia caído. Ahora todo se mantenía en un frágil equilibrio.

Anastasia, afligida por un profundo dolor, presidió el funeral. Había perdido a su padre, su sostén, pero también había recuperado a su hermano de las garras de la muerte. Dolor y alivio se respiraron en las exequias del cardenal, que duraron tres días.

Angelo no asistió. Permaneció en un convento romano durante una semana, asistido día y noche por los médicos papales sin saber muy bien qué sentir. Él también había perdido un padre, un padre que, a pesar de la sangre, jamás le aceptó. Sus sentimientos le producían emociones contrapuestas… Buscaba respuestas, el reflejo de lo que era ahora su identidad, bajo los cuidados de Anastasia, que siempre estuvo a su lado, visitándole cada día, llorando tendida sobre su lecho, aferrada a su mano, dedicándole una mirada sincera que le pedía con urgencia lo que el corazón le dictaba.

El genovés recorrió con la vista los Cárpatos admirando extasiado la armonía de aquel atardecer invernal: en el horizonte las nubes se teñían de reflejos carmesíes y el viento silbaba arrastrando una sinfonía de copos blancos como cenizas.

Sabía que Anastasia le extrañaría. Esperaría en Volterra, allí donde había decidido dar sepultura al cuerpo de su padre y su apellido dominaba vastas posesiones. Pero ella no había nacido para el poder sino para amar. Aunque le suplicó que aceptara la mitad de todos sus bienes, que se quedara con ella el tiempo necesario para recuperarse plenamente, Angelo se negó. Las heridas del cuerpo y el espíritu debían ser curadas en soledad, en la pobreza y en el silencio de un monasterio. Por ello tomó la decisión de ir a Polonia, país en el que, una vez restituido como inquisidor regular y anulados todos sus pleitos con la curia, aceptó la misión que el Pontífice le había encomendado: preparar una nueva generación de inquisidores para los tiempos venideros.

Angelo alzó el rostro hacia las últimas claridades del ocaso. Sus ojos brillaron con aquel tono de bronce bruñido tan peculiar y un último rayo alcanzó a destacar la tenue cicatriz que ahora surcaba su pómulo izquierdo. Espoleó su caballo y lentamente su perfil, erguido sobre su alazán, se fue desvaneciendo entre la cortina de nieve hasta desaparecer por el sendero.

Anastasia se incorporó del lecho y, con mano temblorosa, tomó la carta que le ofrecía su sirvienta. Llevaba varios días en Volterra intentando reponerse tanto física como emocionalmente de los últimos acontecimientos. Tras el funeral de su padre y la partida de Angelo sentía la soledad como una losa inmensa que casi no le dejaba respirar y tenía miedo de que aquella carta desatara unos sentimientos que, a flor de piel todavía, demasiado intensos y expuestos, aún la dominaban. Finalmente, desdobló la carta e inició su lectura, y su corazón pronto comenzó a latir con ansiedad.

Querida hermana:

Hoy me he tomado la noche libre. Estoy cansado. Es una de esas noches que me asaltan de vez en cuando y a las que no me resisto, ya no.

A veces me pregunto por qué tanto trabajo, por qué esta obligación frenética de cada día. El viento va de norte a sur y de este a oeste, pero ¿acaso va a algún lado en especial? ¿Adónde va el viento? ¿Lo has pensado? Los ríos desembocan en los mares, todos ellos lo hacen, pero ¿has visto que el mar se desborde? ¿Adónde va tanta agua? ¿Se llena el mar?

No. Por eso no me alarma ir a ningún lado.

Esta noche para mí es una noche de calma, sin viento ni aguas que remuevan nada, y me he puesto a redactar esta carta que es solo para ti y que será como una brisa y un leve cauce que no duele ni desgasta.

Anastasia mía, de seguro me despedí rápido y quizá no de la forma en que deseé, de ahí mi anhelo de dejarte esta carta antes de emprender viaje y entregarme a la suerte del camino, pues no sé qué me deparará ni menos si volveré a verte.

Con estas palabras pretendo ofrecerte una caricia, una que no supe dar, y también —y ojalá Dios ordene mis pensamientos con cierta gracia— quiero expresarte mis buenos deseos hacia ti en los próximos tiempos. Es una esperanza por la que pido cada noche como esta, delante de una vela que se derrite con cada aliento mientras te imagino.

Lo único que persigo es que en mi ausencia escuches la sinfonía. No ninguna que debas buscar, sino la que posees tú misma y que a veces no eres capaz de percibir. Deseo que sientas aquello que es tuyo, la conciencia, y ten la certeza de que mi silencio es tuyo y que te daré todo cuanto ansíes de mí. Deseo que tus mañanas sean intensas y encuentres estrellas brillantes al anochecer, que descanses y aun así puedas soñar despierta. Deseo que seas feliz, que escuchando el silencio no te aturda, que no te falte alimento ni vino ni sientas hambre ni sed. Que tu rostro sonría y no repares en ello, que llores y no te dé miedo pensar en la esperanza. Que no busques escapar de nada y que nadie te persiga y que puedas pensar en otras cosas sin miedo a perderlas. Esas cosas son los recuerdos.

Si estuviera ahora contigo, Anastasia, te daría un abrazo. ¡Dios mío, cómo lo haría! Y diría algunas palabras sin pensarlas, inspirado solo en el brillo de tus ojos. Te pediría que llevaras mi recuerdo en tu equipaje, entre tus ropas y perfumes, el recuerdo de alguien que no pretende más que tu bien, que no quiere ser una nota que escape de tu partitura, de tu armonía, ni mucho menos un compás que desafine el equilibrio de tu persona.

Debes vivir sin esperarme, pero incluso así debes saber que el amor es paciente y la vida una larga suma de esperas.

Por eso, ten la certeza de que miraré tu rostro cada vez que refleje el mío y no olvides que tu presencia no es evanescente, no para mí, ni siquiera en la más larga ausencia, incluso cuando no me veas ni sepas de mí. Porque tú eres lo que quiero, a pesar de las espinas, a pesar de este mundo, a pesar de esta realidad que ha decidido separarnos.

Y no olvides, Anastasia, ya por último, que todas las noches son un recordatorio de que no todo dura eternamente.

Después viene la eternidad. Para siempre.

Ahí es donde te esperaré.

ANGELO DEMETRIO DEGRASSO, OP

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