La sexta vía (52 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

Anastasia, de rodillas sobre el manto albo y helado, con la falda extendida sobre él como los pétalos de una flor marchita, alzó el rostro enmarcado por sus cabellos azotados por el viento y decorados por los cristales de agua congelada. Sus ojos verdes relucían contra el fondo claro del paisaje pese a su expresión, que reflejaba toda su indisciplina. Bocanegra, de un empujón, acababa de arrojarla sobre la nieve esperando así, con ese arranque de violencia, vencer su resistencia, hacerla avanzar dócilmente junto a ellos a lo largo del muro.

—Este murallón es el final de todo. Rendíos… no os queda más camino por recorrer —amenazó la joven desde el suelo pese a su situación de evidente indefensión.

—Vos sois mi aval —respondió el duque con una amplia sonrisa—, vuestra compañía me infunde tranquilidad y, al contrario de lo que suponéis, este muro es el principio de mi triunfo. Y tendréis el honor de que os haga parte de él.

—¡Jamás! —exclamó aún de rodillas—. Nunca podréis comprar mi corazón.

—Oh, sí, claro que lo haré. Aprenderéis a amarme tan pronto retome el mando de mis fuertes. Afortunadamente no sois una sentimental, como vuestro querido DeGrasso que agoniza ahí dentro —dijo, y señaló el castillo a sus espaldas— por culpa de su apasionada y, debo añadir, suicida concepción de la fe.

Anastasia se quedó inmóvil, con el viento enredando su pelo mientras su boca formulaba una pregunta que casi no podía pronunciar a causa de su ansiedad.

—¿Angelo está en el castillo? —Su voz era tan frágil y delicada como sus emociones.

—¿Acaso no lo sabíais? —Bocanegra la miró con curiosidad.

—Pensé que había muerto en Francia.

—Y morirá pronto, es bien cierto, pero será en este castillo.

Anastasia se puso en pie y, sujetándose la falda, comenzó a correr hacia la mole de piedra. A los pocos pasos fue interceptada por dos guardias del duque que la arrastraron hasta llevarla nuevamente ante él.

—¿Adonde creéis que vais? Yo soy vuestro hombre y vuestro dueño, quien os dirá qué hacer el resto de vuestra vida. Una dama tan hermosa y temperamental como vos solo puede ser mía o de la muerte. —El duque respiró el aliento agitado de la florentina y pudo sentir el corazón que latía bajo su escote generoso—. Mis herederos nacerán de vuestro vientre. Pronto comenzaréis a apreciarme, os daré todo lo que anhela una mujer, todo y más.

En ese preciso instante un vigía en lo alto del muro alzó la mano.

—Excelencia —avisó el soldado—, he visto la señal en el bosque.

Bocanegra despegó su rostro del de Anastasia, la entregó a los guardias y ascendió por la escalera hasta las troneras a tiempo de ver la señal de un farol destellando en el bosque, más allá del precipicio.

—¡Son ellos! —gritó—. Es hora de irnos. Abrid la puerta y traed al ciego.

Poco después, un pequeño grupo atravesó de nuevo el patio de armas del castillo en dirección a la compuerta secreta del muro, que los dejó en el exterior, más allá de la protección de la muralla y al borde de un barranco sombrío y nevado. Aquel sendero era el más inaccesible de todos los que llevaban al castillo. Los escapados entre los que se contaba Darko, que caminaba con sumo cuidado y lentitud, aferrado a su bastón y guiado por dos soldados del duque, no podrían descender por allí en carruajes ni caballos, debían hacerlo a pie. El único aliciente que les deparaba aquella angosta vía de huida era el saber que a los pies del barranco, al final del sendero, les aguardaban los suizos protestantes en espera de la esfera y de ofrecerles su protección.

—¿Y los baúles? —preguntó Bocanegra desconcertado al ver llegar al ciego—. ¿Dónde están los baúles con mi oro?

—Donde los habéis dejado, en el castillo.

—¿En el castillo? ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso pensáis que me iré sin él? —El duque dio la espalda al barranco y se volvió hacia la puerta que comunicaba con el patio interior del castillo.

—Dejadlos… Abandonad ese oro como una pérdida necesaria, como el precio a pagar por nuestra libertad —le aconsejó el Gran Brujo—. Tenemos la reliquia, no lo olvidéis. Nos aguardan en el futuro muchas más ganancias de las que dejamos atrás.

—¡Son mis tres baúles cargados de oro! —gritó el duque encolerizado—. ¡Es fácil filosofar sobre las pérdidas ajenas, pero sabed que cuando son propias duelen en las tripas!

Darko le taladró con el vacío de sus ojos muertos y respondió:

—Tenéis a la mujer como escudo ante cualquier ataque y guardáis la reliquia que nos hará ricos y poderosos, ¿qué importan esos tres arcones? Son solo un lastre en el camino.

—Nadie seguirá sin los baúles —ordenó el noble deteniéndose—. ¡Traed ahora mismo mi oro! —Dicho esto ordenó a seis hombres que fueran a buscarlos al interior de la fortaleza. Les esperarían allí el tiempo necesario para huir con la fortuna.

Mientras los hombres desandaban sus pasos sobre la nieve, un espeso manto de silencio cayó sobre el barranco.

—No volverán —vaticinó el Gran Brujo.

—Lo harán. Les he dado una orden, y jamás me desobedecen.

—Vuestro castillo se hunde. Vuestros súbditos claudican ante los invasores católicos, como ya ha sucedido con las fortalezas que han caído sin combatir. ¿Por qué pensáis que esos hombres volverán con tres arcones de oro pudiendo repartírselo entre ellos?

—¡Imposible!

—¿Acaso estaréis aquí para castigarlos? Bien valéis ser traicionado por esos hombres si vos mismo estáis huyendo —le reprochó el viejo brujo.

El duque se enfureció todavía más, pues aparte del hecho de perder su fortuna le irritaba sentirse estafado por sus lacayos. Ya no se trataba de un botín perdido, sino de uno robado.

—Iré por ellos —bramó—. Cuando me vean en el castillo no dudarán en obedecerme, aún tengo poder sobre toda la gente que está dentro, bien podría hacerlos ejecutar.

—Insisto en que no vayáis —resopló Darko—. Es preferible ser estafado a ser prisionero del enemigo.

Pero Bocanegra, apretando los puños, dejó el cofre con la esfera en poder de uno de los tres guardias que los acompañaban y, ordenándoles cuidar de Anastasia y del brujo y prometiendo estar de vuelta enseguida, volvió a traspasar la pequeña puerta de su fortaleza.

Darko sonrió, pues lo había planeado todo. Desde el momento en que decidió emprender la huida dejando el oro dentro sabía que el noble regresaría a por él. Con un gesto de satisfacción dejó caer el bastón y dio tres fuertes palmadas que sonaron como tres disparos en la soledad y quietud del barranco. De inmediato el silbido de una flecha trazó el aire helado y, sin que los soldados pudieran preverlo, muchas otras más lo surcaron acribillándolos por sorpresa. El cofre con la esfera cayó en la nieve junto a los cadáveres de sus custodios tiñéndola con su sangre, y una docena de hombres armados salieron de su escondite entre las rocas. Eran los suizos protestantes del conde de Ginebra.

—Hemos venido a por vos —dijo una voz en francés.

Darko extendió las manos hacia sus voces en un gesto de bienvenida espontáneo y alegre. Por fin podía relajarse, la obra de su vida entera había concluido, ya no habría más escollos ni dependería de nadie.

—Lo sé —murmuró el Gran Brujo—. Tomad el cofre y llevadme rápido al bosque. Tengo prisa por llegar a tierras protestantes.

—¿Qué hacemos con la mujer? —preguntó uno de los suizos.

—Dejadla aquí mismo —dijo Darko sin dudar—. No quiero atraer a las avispas que siguen su néctar.

De esa forma los hombres condujeron al Gran Brujo por el sendero pedregoso del peñasco y Anastasia los vio desaparecer bajo los copos de nieve.

Temblaba de frío y cansancio y estaba completamente sola.

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El duque de Aosta se sorprendió al encontrar a sus guardias acarreando los baúles en vez de estar repartiéndose las monedas y de escuchar de su boca que jamás le traicionarían. Sonrió satisfecho por comprobar que aquel viejo loco y ciego no era a fin de cuentas tan sabio como parecía sino más bien un ser supersticioso y exagerado.

Pasquale Bocanegra volvía en compañía de sus hombres y riquezas hasta la pequeña salida del muro posterior henchido de felicidad cuando descubrió nada más cruzarla una figura solitaria bajo la persistente nevada. Sacó el trabuco de su cintura y tiró del martillo.

—¿Dónde están los guardias y qué demonios hacéis aquí sola?

Anastasia le miró espantada desde el otro lado del cañón del arma.

—Darko os ha traicionado. Han venido a buscarle los suizos y se ha llevado la reliquia.

La mueca triunfal del duque dejó paso a otra de incredulidad.

—Mentís —balbuceó.

Acercando a la mujer hacia sí de un tirón de su broza y posando furioso el arma contra su sien avanzó con Anastasia por el angosto sendero hasta dar con los cadáveres de sus centinelas. El viejo ya no estaba y tampoco el cofre con la reliquia y sus huellas, que se perdían por el camino y comenzaban a quedar sepultadas por la nieve. Era totalmente cierto. Le había traicionado.

—Todo ha terminado para vos —dijo Anastasia—. Entregaos a mi padre y suplicad misericordia, decidle que habéis sido presa de los engaños del Gran Brujo y os escuchará. Yo abogaré por su buen juicio, os lo juro.

—¡Estáis loca! ¡Abjuré del catolicismo! ¡Me quemarán en la hoguera!

—Aún hay vidas por salvar —rebatió ella—. La vuestra, la de vuestros soldados, la del inquisidor Angelo DeGrasso… ¡Es preciso detener esta sangría!

—¡Silencio, mujer! Aún os tengo como escudo, y también los arcones de oro. No necesito de ese viejo brujo ni de la misericordia de los inquisidores. ¡Prefiero al exilio con dinero que la cárcel con promesas! ¡Descended por el barranco! ¡Cuando la Iglesia tome la fortaleza ya estaremos lejos!

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Darko caminaba guiado por dos suizos cruzando el bosque helado. Las gotas de aguanieve caían desde las copas, finas, como agujas, y la capa blanca del suelo crujía a cada paso otorgando a quien observase agazapado la ventaja de la anticipación. Sortearon piedras y ramas caídas con suma cautela y, de pronto, la bota de un soldado rompió una corteza que ocultaba la nieve. La pisada resonó con fuerza en el bosque y por un instante los suizos detuvieron la marcha mirando precavidos a su alrededor. El terror en el bosque pronto cobró formas inesperadas.

—¿Quién va? —preguntó una voz en francés. Lentamente de entre los árboles surgió un grupo de hombres armados que los rodeó.

—Nosotros, soldados del conde de Ginebra —respondió el suizo que iba en la avanzadilla de su grupo. Sentía la sangre congelada, al igual que su expresión.

El ballestero salido de la espesura caminó hacia ellos en la penumbra azulada del bosque, se colocó frente al Gran Brujo y lo examinó con detenimiento.

—Son ellos —les indicó a sus guardias. Todos suspiraron aliviados y bajaron sus armas, pues el grupo de suizos se había reunido y podía continuar ahora al completo—. El conde os espera. Tengo orden de conduciros ante él. ¿Lleváis la reliquia con vos?

Darko alzó el mentón y dejó entrever su rostro en la oscuridad de su capucha.

—Sí, conmigo va lo que prometí.

El soldado no pudo reprimir un gesto de asco, aquellos ojos cegados le eran repugnantes. A una orden suya el ciego fue guiado por el nuevo sendero. A escasas leguas les esperaba el conde de Ginebra según lo pactado.

Darko clavó su bastón en la nieve y agachó la cabeza para ocultar su sonrisa mientras seguía avanzando. Ya nada se interpondría.

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Bocanegra descendió con dificultad por el sendero del barranco. Con una mano se apoyaba en las piedras para mantener el equilibrio mientras que con la otra aferraba el mosquete. Aquel camino podía ser una trampa, los suizos protestantes podían convertirse ahora en sus verdugos.

—Alto —dijo el noble. Sus ojos recorrieron el paisaje tratando de distinguir algún movimiento en el bosque. Todo estaba silencioso y estático. Desconfió—. No seguiremos por aquí, descenderemos al valle por la izquierda. Iremos directos a Montjovet.

—¿Montjovet? —preguntó un guardia—. Eso está muy lejos para cargar estos baúles tan pesados.

Pasquale de Aosta se volvió y contempló a su séquito: seis soldados cargando tres grandes arcones con las manos amoratadas por las argollas y, junto a él, Anastasia, que aprovechó la parada para descansar apoyada en una roca.

—Llegaremos al castillo de Montjovet con los arcones —se reafirmó el noble—. Allí encontraremos un carruaje y podréis descansar. Luego seguiremos camino hacia el norte.

—Pero Excelencia —insistió el oficial—, podríamos enterrarlos aquí mismo. Nadie los encontrará, y nos garantizaría una huida veloz y segura.

—Si no obedecéis mis órdenes vos seréis quien quede aquí enterrado. —El duque alzó el trabuco y apuntó al soldado—. Ahora seguidme, y más vale que esos baúles no caigan al barranco. ¡Caminad! ¡Caminad, he dicho!

Bocanegra agarró con firmeza a la italiana del brazo y la obligó a seguir adelante, lejos de imaginar la desagradable sorpresa que le aguardaba.

XLI. En las puertas
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Los ocho caminantes ganaron el valle siguiendo la orilla del caudaloso Dora Baltea y pronto el duque de Aosta divisó a lo lejos, casi oculta por la neblina, la torre del homenaje del castillo de Montjovet, una fortaleza derruida por el paso del tiempo que dominaba aquel collado montañoso desde el siglo XI. Pasquale Bocanegra sabía que ese bastión militar ya no respondía a su mando, estaría tomado o tal vez saqueado y sería peligroso y estúpido ir hacia él, pero lo que le importaba no estaba precisamente dentro de sus murallas sino fuera: en la periferia de Montjovet se apiñaban un grupo de campesinos y tierras cultivadas, una iglesia y graneros con establos y animales. Algo más tranquilo, se volvió a sus hombres.

—Estamos cerca. Podéis descansar.

Los soldados apoyaron con cuidado los baúles en la nieve. Cuatro de ellos cayeron de rodillas, jadeando agotados.

—¿Seguiremos a pie? —preguntó Anastasia—. No creo que podamos caminar mucho más. Os descubrirán.

—¡Mirad aquellas nubes! —El duque sonrió ufano—. ¡Son negras como el carbón! Gracias a ellas no me descubrirán. ¡Este es un día hecho a la medida de mis necesidades!

Bocanegra dio unos pasos hacia la italiana. Observó la piel tersa y suave de su escote y la armonía de sus senos. Luego le miró a los ojos y la vio temblar.

—Sois muy hermosa. Pronto estaréis en un palacio, conmigo. —Ella le miró con rabia contenida debatiéndose entre el frío, el odio y la debilidad. Bocanegra se volvió con violencia hacia sus hombres—. Que tres de vosotros vayan al poblado a por caballos o carruajes. Os esperaremos aquí.

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