De las historias de G.K. Chesterton protagonizadas por el padre Brown, Jorge Luis Borges dijo una vez que aún se recordarían cuando el género policíaco hubiese caducado. Pero en las historias detectivescas del padre Brown hay un rasgo que llama la atención: el protagonista no es un detective privado, ni un policía, ni siquiera un aficionado a resolver crímenes; es un sacerdote católico, toda una provocación, dado que Chesterton situó además a este sacerdote papista en plena Inglaterra anglicana, y ni siquiera se preocupó de hacerlo simpático a los lectores
Gilbert Keith Chesterton
El candor del padre Brown
Libro I de Los relatos del Padre Brown
ePUB v1.0
Smoit30.08.12
Título original:
The Innocence of Father Brown
Gilbert Keith Chesterton, 1911.
Traducción: Alfonso Reyes
Diseño portada: Smoit
Editor original: Smoit (v1.0 a v1.x)
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Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.
No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.
Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.
Hace muchos años que este coloso del crimen desapareció súbitamente, tras de haber tenido al mundo en zozobra; y a su muerte, como a la muerte de Rolando, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, en sus peores días—, Flambeau era una figura tan estatuaria e internacional como el Káiser. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, cometiendo otro peor.
Era un gascón de estatura gigantesca y gran acometividad física. Sobre sus rasgos de buen humor atlético se contaban las cosas más estupendas: un día cogió al juez de instrucción y lo puso de cabeza «para despejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle de Rívoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que hacerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la empleaba en ocasiones como las descritas: aunque poco decentes, no sanguinarias.
Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y de alta categoría. Pero cada uno de sus robos merecía historia aparte, y podría considerarse como una especie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negocio de la «Gran Compañía Tirolesa» de Londres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, una gota de leche, aunque sí con algunos miles de suscriptores. Y a éstos los servía por el sencillísimo procedimiento de acercar a sus puertas los botes que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosa correspondencia con una joven, cuyas cartas eran invariablemente interceptadas, valiéndose del procedimiento extraordinario de sacar fotografías infinitamente pequeñas de las cartas en los portaobjetos del microscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas se distinguían por una sencillez abrumadora. Cuentan que una vez repintó, aprovechándose de la soledad de la noche, todos los números de una calle, con el solo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.
No cabe duda que él es el inventor de un buzón portátil, que solía apostar en las bocacalles de los quietos suburbios, por si los transeúntes distraídos depositaban algún giro postal. Últimamente se había revelado como acróbata formidable; a pesar de su gigantesca mole, era capaz de saltar como un saltamontes y de esconderse en la copa de los árboles como un mono. Por todo lo cual el gran Valentín, cuando recibió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muy bien que sus aventuras no acabarían en el momento de descubrirlo.
Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre este punto las ideas del gran Valentín estaban todavía en embrión.
Algo había que Flambeau no podía ocultar, a despecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo era su enorme estatura. Valentín estaba, pues, decidido, en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vendedora de frutas de desmedida talla, o un granadero corpulento, o una duquesa medianamente desproporcionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren no había topado con nadie que tuviera trazas de ser un Flambeau disimulado, a menos que los gatos pudieran ser jirafas disimuladas.
Respecto a los viajeros que venían en su mismo vagón, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril —pequeño él—, que se dirigía al punto terminal de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres verduleras lindas y pequeñitas, a una señora viuda —diminuta— que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católico-romano —muy bajo también— que procedía de un pueblecito de Essex.
Al examinar, pues, al último viajero, Valentín renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como pudín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados. Valentín era un escéptico del más severo estilo francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de vulgaridad —condición de Essex— y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentín, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentín, cuando hablaba con cualquiera, parecía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos y pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculando si medirían los seis pies, porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pulgadas.
Apeóse en la calle de Liverpool, enteramente seguro de que, hasta allí, el criminal no se le había escapado. Se dirigió a Scotland Yard —la oficina de Policía— para regularizar su situación y prepararse los auxilios necesarios, por si se daba el caso; después encendió otro cigarrillo y se echó a pasear por las calles de Londres. Al pasar la plaza de Victoria se detuvo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muy típica de Londres, llena de accidental quietud. Las casas, grandes y espaciosas, que la rodeaban, tenían aire, a la vez, de riqueza y de soledad; el pradito verde que había en el centro parecía tan desierto como una verde isla del Pacífico. De las cuatro calles que circundaban la plaza, una era mucho más alta que las otras, como para formar un estrado, y esta calle estaba rota por uno de esos admirables disparates de Londres: un restaurante, que parecía extraviado en aquel sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absurdo y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas y visillos listados de blanco y amarillo limón. Aparecía en lo alto de la calle, y, según los modos de construir habituales en Londres, un vuelo de escalones subía de la calle hacia la puerta principal, casi a manera de escala de salvamento sobre la ventana de un primer piso. Valentín se detuvo, fumando, frente a los visillos listados, y se quedó un rato contemplándolos.
Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces, en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria, y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólo con lo prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto.
Arístides Valentín era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentín no era «máquina pensante» insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos—. La máquina solamente es máquina, por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse por la Revolución francesa. Pero, por lo mismo que Valentín entendía el uso de la razón, Palpaba sus limitaciones. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar de motores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de la razón puede creer que se razone sin sólidos e indisputables primeros principios. Y en el caso no había sólidos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich, y si estaba en Londres podría encontrársele en toda la escala que va desde un gigantesco trampista, que recorre los arrabales de Wimbledon, hasta un gigantesco
toastmaster
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en algún banquete del «Hotel Métropole». Cuando sólo contaba con noticias tan vagas, Valentín solía tomar un camino y un método que le eran propios.