El candor del padre Brown (7 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

—Ya sabe usted que el jardín está completamente cerrado, como una cámara hermética —prosiguió el doctor—. ¿Cómo, pues, pudo el desconocido llegar al jardín?

Sin volver la cara, el curita contestó:

—Nunca hubo ningún desconocido en ese jardín. Silencio. Y a poco se oyó el ruido de una risotada casi infantil. Lo absurdo de esta salida del padre Brown movió a Iván a enfrentársele abiertamente.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿De modo que no hemos arrastrado anoche hasta el sofá ese corpachón? ¿De modo que éste no entró al jardín?

—¿Entrar al jardín? —repitió Brown reflexionando—. No; no del todo.

—Pero, ¡señor! —exclamó Simon—: o se entra o no se entra al jardín; imposible el término medio.

—No necesariamente —dijo el clérigo con tímida sonrisa—. ¿Cuál es la cuestión siguiente, doctor?

—Me parece que usted desvaría —dijo el doctor Simon secamente—. Pero, de todos modos, le propondré la cuestión siguiente: ¿cómo logró Brayne salir del jardín?

—Nunca salió del jardín —dijo el sacerdote sin apartar los ojos de la ventana.

—¿Que nunca salió del jardín? —estalló Simon.

—No completamente —dijo el padre Brown. Simon crispó los puños en rapto de lógica francesa.

—¡O sale uno del jardín o no sale! —gritó.

—No siempre —dijo el padre Brown.

El doctor Simon se levantó con impaciencia.

—No quiero perder más tiempo en estas insensateces —dijo indignado—. Si usted no puede entender el hecho de que un hombre tenga necesariamente que estar de un lado u otro de un muro, no discutamos más.

—Doctor —dijo el clérigo muy cortésmente—, siempre nos hemos entendido muy bien. Aunque sea en nombre de nuestra antigua amistad, espere usted un poco y propóngame la quinta cuestión.

El impaciente doctor se dejó caer sobre una silla que había junto a la puerta, y dijo simplemente:

—La cabeza y la espalda han recibido unos golpes muy raros. Parecen dados después de la muerte.

—Sí —dijo el inmóvil sacerdote—, y se hizo así para hacerle suponer a usted el falso supuesto en que ha incurrido: para hacerle a usted dar por establecido que esa cabeza pertenece a ese cuerpo.

Aquella parte del cerebro en que se engendran todos los monstruos conmovióse espantosamente en el gaélico O’Brien. Sintió la presencia caótica de todos los hombres-caballos y mujeres-peces engendrados por la absurda fantasía del hombre. Una voz más antigua que la de sus primeros padres pareció decir a su oído: «Aléjate del monstruoso jardín donde crecen los árboles de doble fruto; huye del perverso jardín donde murió el hombre de las dos cabezas». Pero mientras estas simbólicas y vergonzosas figuras pasaban por el profundo espejo de su alma irlandesa, su intelecto afrancesado se mantenía alerta, y contemplaba al extravagante sacerdote tan atenta y tan incrédulamente como los demás.

El padre Brown había vuelto la cara, al fin;, pero, contra la ventana, sólo se veía su silueta. Sin embargo, creyeron adivinar que estaba pálido como la ceniza. Con todo, fue capaz de hablar muy claramente, como si no hubiera en el mundo almas gaélicas.

—Caballeros —dijo—: el cuerpo que encontraron ustedes en el jardín no es el de Becker. En el jardín no había ningún cuerpo desconocido. Y a despecho del racionalismo del doctor Simon, afirmo todavía que Becker sólo estaba parcialmente presente. Vean ustedes —señalando el bulto negro del misterioso cadáver—: no han visto ustedes a este hombre en su vida. ¿Acaso han visto a éste?

Y rápidamente separó la cabeza calva y amarilla del desconocido, y puso en su lugar, junto al cuerpo, la cabeza canosa. Y apareció, completo, unificado, inconfundible, el cadáver de Julius K. Brayne.

—El matador —continuó Brown tranquilamente— cortó la cabeza a su enemigo, y arrojó el sable por encima del muro. Pero era demasiado ladino para sólo arrojar el sable. También arrojó la cabeza por sobre el muro. Y después no tuvo más trabajo que el de ajustarle otra cabeza al tronco, y (según procuró sugerirlo insistentemente en una investigación privada) todos ustedes se imaginaron que el cadáver era el de un hombre totalmente nuevo.

—¡Ajustarle otra cabeza! —dijo O’Brien espantado—. ¿Qué otra cabeza? Las cabezas no se dan en los arbustos del jardín, supongo.

—No —dijo el padre Brown secamente, mirando sus botas—. Sólo se dan en un sitio. Se dan junto a la guillotina, donde Arístides Valentin, el jefe de la policía, estaba apenas una hora antes del asesinato. ¡Oh, amigos míos¡ Escuchadme un instante antes de que me destrocéis. Valentin es un hombre honrado, si esto es compatible con estar loco por una causa disputable. Pero, ¿no habéis visto nunca en aquellos sus ojos fríos y grises que está loco? Lo hará todo, «todo», con tal de destruir lo que él llama la superstición de la Cruz. Por eso ha combatido y ha sufrido, y por eso ha matado ahora. Los muchos millones de Brayne se habían dispersado hasta ahora entre tantas sectas, que no podían alterar la balanza. Pero hasta Valentin llegó el rumor de que Brayne, como tantos escépticos, se iban acercando hacia nosotros, y eso ya era cosa muy diferente. Brayne podía derramar abundantes provisiones para robustecer a la empobrecida y combatida Iglesia de Francia; podía mantener seis periódicos nacionalistas como
La Guillotine
. La balanza iba ya a oscilar, y el riesgo encendió la llama del fanático. Se decidió, pues, a acabar con el millonario, y lo hizo como podía esperarse del más grande de los detectives, resuelto a cometer su único crimen. Sustrajo la cabeza de Becker con algún pretexto criminológico, y se la trajo a casa en su estuche oficial. Se puso a discutir con Brayne, y lord Galloway no quiso esperar al fin de la discusión. Y cuando éste se alejó, condujo a Brayne al jardín cerrado, habló de la maestría en el manejo de las armas, usó de unas ramitas y un sable para poner algunos ejemplos, y…

Iván de la Cicatriz se levantó:

—¡Loco! —aulló—. Ahora mismo le llevo a usted con mi amo; le voy a coger por…

—No; si allá voy yo —dijo Brown con aplomo—. Tengo el deber de pedirle que se confiese.

Llevando consigo al desdichado Brown como víctima al sacrificio, todos se apresuraron hacia el silencioso estudio de Valentin.

El gran detective estaba sentado junto a su escritorio, muy ocupado al parecer para percatarse de su ruidosa entrada. Se detuvieron un instante, y, de pronto, el doctor advirtió algo extraño en el aspecto de aquel torso elegante y rígido, y corrió hacia él. Un toque y una mirada le bastaron para permitirle descubrir que, junto al codo de Valentin, había una cajita de píldoras, y que éste estaba muerto en su silla; y en la cara lívida del suicida había un orgullo mayor que el de Catón.

Las pisadas misteriosas

Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuo de aquel selectísimo «Club de Los Doce Pescadores Legítimos», cuando se dirigen al «Vernon Hotel» a la comida anual reglamentaria, advertirás, en cuanto se despoje del gabán, que su traje de noche es verde y no negro. Si —suponiendo que tengas la inmensa audacia de dirigirte a él— le preguntas el porqué, contestará probablemente que lo hace para que no le confundan con un camarero, y tú te retirarás desconcertado. Pero te habrás dejado atrás un misterio todavía no resuelto y una historia digna de contarse.

Si —para seguir en esta vena de conjeturas improbables— te encuentras con un curita muy suave y muy activo, llamado el padre Brown, y le interrogas sobre lo que él considera como la mayor suerte que ha tenido en su vida, tal vez te conteste que su mejor aventura fue la del «Vernon Hotel», donde logró evitar un crimen y acaso salvar un alma, gracias al sencillo hecho de haber escuchado unos pasos por un pasillo. Está un poco orgulloso de la perspicacia que entonces demostró, y no dejará de referirte el caso. Pero como es de todo punto inverosímil que logres levantarte tanto en la escala social para encontrare con algún individuo de «Los Doce Pescadores legítimos», o que te rebajes lo bastante entre los pillos y criminales para que el padre Brown dé contigo, me temo que nunca conozcas la historia, a menos que la oigas de mis labios.

El «Vernon Hotel», donde celebraban sus banquetes anuales «Los Doce Pescadores Legítimos», era una de esas instituciones que sólo existen en el seno de una sociedad oligárquica, casi enloquecida de buenas maneras. Era algo de todo punto monstruoso; una empresa comercial «exclusiva». Quiere decir que no pagaba por atraer a la gente, sino por alejarla. En el corazón de una plutocracia los comerciantes acaban por ser bastante sutiles para sentirse más escrupulosos todavía que sus clientes. Crean positivas dificultades, a fin de que su clientela rica y aburrida gaste dinero y diplomacia en triunfar de ellos. Si hubiera en Londres un hotel elegante, donde no fueran admitidos los hombres menores de seis pies, la Sociedad organizaría dócilmente partidas de hombres de seis pies para ir a cenar al hotel. Si hubiera un restaurante caro que, por capricho de su propietario, sólo se abriera los jueves por la tarde, lleno de gente se vería los jueves por la tarde. El «Vernon Hotel» estaba en un ángulo de la plaza de Belgrado. Era un hotel pequeño y muy inconveniente. Pero sus mismas inconveniencias servían le muros protectores para una clase particular. Uno de sus inconvenientes, sobre todo, era considerado como cosa de vital importancia: el hecho de que sólo podían comer simultáneamente en aquel sitio veinticuatro personas. La única mesa grande era la célebre mesa de la terraza al aire libre, en una galería que daba sobre uno le los más exquisitos jardines del antiguo Londres. De modo que los veinticuatro asientos de aquella mesa sólo podían disfrutarse en tiempo de verano; y esto, dificultando aquel placer, le hacía más deseable. El dueño actual del hotel era un judío llamado Lever, y le sacaba al hotel casi un millón, mediante el procedimiento de hacer difícil su acceso. Cierto que esta limitación de la empresa estaba compensada con el servicio más cuidadoso. Los vinos y la cocina eran de lo mejor de Europa, y la conducta de los criados correspondía exactamente a las maneras estereotipadas de las altas clases inglesas. El amo conocía a sus criados como a los dedos de sus manos; no había más que quince en total. Era más fácil llegar a miembro del Parlamento que a camarero de aquel hotel. Todos estaban educados en el más terrible silencio y la mayor suavidad, como criados de caballeros. Y, realmente, por lo general, había un criado para cada caballero de los que allí comían.

Y sólo allí podían consentir en comer juntos «Los Doce Pescadores Legítimos», porque eran muy exigentes en materia de comodidades privadas; y la sola idea de que los miembros de otro club comieran en la misma casa los hubiera molestado mucho. Con ocasión de sus banquetes anuales, los «Pescadores» tenían la costumbre de exponer sus tesoros como si estuvieran en su casa, y especialmente el famoso juego de cuchillos y tenedores de pescado, que era, por decirlo así, la insignia de la Sociedad, y en el cual cada pieza había sido labrada en plata bajo la forma de pez, y tenía en el puño una gran perla. Este juego se reservaba siempre para el plato de pescado, y éste era siempre el más magnífico plato de aquellos magníficos banquetes. La Sociedad observaba muchas reglas y ceremonias, pero no tenía ni historia ni objeto; por eso era tan aristocrática. No había que hacer nada para pertenecer a «Los Doce Pescadores»; pero si no se era ya persona de cierta categoría, ni esperanza de oír hablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad existía. Presidente, Mr. Audley; vicepresidente, el duque de Chester.

Si he logrado describir el ambiente de este extraordinario hotel, el lector experimentará un legítimo asombro al verme tan bien enterado de cosa tan inaccesible, y mucho más se preguntará cómo una persona tan ordinaria cual lo es mi amigo el padre Brown pudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en lo que a estos puntos se refiere, mi historia resulta sencilla y hasta vulgar. Hay en el mundo un agitador y demagogo, ya muy viejo, que se desliza hasta los más refinados interiores, contándoles a todos los hombres que son hermanos; y dondequiera que va este revelador montado en su pálido bridón, el padre Brown tiene por oficio seguirle. Uno de los criados, un italiano, sufrió una tarde un ataque de parálisis, y el amo, judío, aunque maravillado de tales supersticiones, consintió en mandar traer a un sacerdote católico. Lo que el camarero confesó al padre Brown no nos concierne, por el sencillísimo hecho de que el sacerdote se lo ha callado; pero, según parece, aquello le obligó a escribir cierta declaración para comunicar cierto mensaje o enderezar algún entuerto. El padre Brown, en consecuencia, con un impudor humilde, cono el que hubiera mostrado en el palacio de Buckingham, pidió que se le proporcionara un cuarto y recado de escribir. Mr. Lever sintió como si le partieran en dos. Era hombre amable, y tenía también esa falsificación de la amabilidad: el temor de provocar dificultades o «escenas». Por otra parte, la presencia de un extranjero en el hotel aquella noche era como un manchón sobre un objeto recién limpiado. Nunca había habido antesala o sitio de espera en el «Vernon Hotel»; nunca había tenido que aguardar nadie en d vestíbulo, puesto que los parroquianos no eran hijos de la casualidad. Había quince camareros; había doce huéspedes. Recibir aquella noche a un huésped nuevo sería tan extraordinario como encontrarse a la hora del almuerzo o del té con un nuevo hermano en la propia casa. Sin contar con que la apariencia del cura era muy de segundo orden, y su traje tenía manchas de lodo, sólo el contemplarle pudiera provocar una crisis en el club. Mr. Lever, no pudiendo borrar el mal, inventó un plan para disimularlo. Según entráis (nunca entraréis) al

«Vernon Hotel», se atraviesa un pequeño pasillo decorado con algunos cuadros deslucidos, pero importantes, y se llega al vestíbulo principal, que se abre a mano derecha en unos pasillos por donde se va a los salones, y a mano izquierda en otros pasillos que llevan a las cocinas y servicios del hotel. Inmediatamente a mano izquierda se ve el ángulo de una oficina con cancela de cristal que viene a dar hasta el vestíbulo: una casa dentro de otra, por decirlo así; donde tal vez estuvo en otro tiempo el bar del hotel precedente.

En esta oficina está instalado el representante del propietario (allí hasta donde es posible, todos se hacen representar por otros), y algo más allá, camino de la servidumbre, está el vestuario, último término del dominio de los señores. Pero entre la oficina y el vestuario hay un cuartito privado, que el propietario solía usar para asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poderle facilitar medio chelín. La mejor prueba de la magnífica tolerancia de Mr. Lever consiste en haber permitido que este sagrado lugar fuera profanado durante media hora por un simple sacerdote que necesitaba garrapatear unas cosas en un papel. Sin duda, la historia que el padre Brown estaba trazando en aquel papel era mucho mejor que la nuestra; pero nunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que era casi tan larga como la nuestra, y que los dos o tres últimos párrafos eran los menos importantes y complicados.

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