El candor del padre Brown (9 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

—Sólo aquí saben hacer esto, no en todas partes.

—En ninguna parte —contestó Mr. Audley en voz de bajo profundo, volviéndose hacia el duque y agitando con convicción su venerable cabeza—. En ninguna parte; sólo aquí. Me habían dicho que en el café «Anglais»…

Aquí fue interrumpido un instante por el criado que le cambiaba el plato, pero resumió el hilo preciso de su pensamiento:

—…Me habían dicho que en el café «Anglais» lo hacían lo mismo. Y nada, señor mío —añadió, sacudiendo la cabeza como un pelele—. Es cosa muy diferente.

—Sitio elogiado más de lo justo —observó un tal coronel Pound, a quien por primera vez oía hablar su interlocutor desde hacía varios meses.

—No sé, no sé —dijo el duque de Chester, que era un optimista—. Yo creo que es una cocina buena para algunas cosas. No es posible superarla, por ejemplo, en…

Un criado llegó en este instante, escurriéndose presuroso junto a la pared, y después se quedó inmóvil. Y todo con el mayor silencio. Pero aquellos caballeros vagos y amables estaban tan hechos a que la invisible maquinaria que rodeaba y sostenía sus vidas funcionara con absoluta suavidad, que aquel acto inesperado los sobresaltó como un chirrido. Y sintieron lo que tú y yo, lector, sentiríamos, si nos desobedeciera el mundo inanimado: si, por ejemplo, se echara a correr una silla. El camarero se quedó inmóvil unos segundos, y en todas las caras apareció una expresión inexplicable de rubor, que es producto característico de nuestro tiempo: un sentimiento en que se combinan las nociones del humanismo moderno con la idea del enorme abismo que separa al rico del pobre. Un aristócrata genuino le hubiera tirado algo a la cabeza al triste camarero, comenzando por las botellas vacías y acabando probablemente por algunas monedas. Un demócrata genuino le hubiera preguntado al instante, con una claridad llena de crudo compañerismo, qué diablos se le había perdido por allí. Pero estos plutócratas modernos no sabían tratar al pobre, ni como se trata al esclavo, ni como se trata al amigo. De modo que una equivocación de la servidumbre los sumergía en un profundo y bochornoso embarazo. No querían ser brutales, y temían verse en el caso de ser benévolos. Y todos, interiormente, desearon que «aquello» desapareciera. Y «aquello» desapareció. El camarero, tras de quedarse unos instantes más rígido que un cataléptico, dio media vuelta y salió escapado.

Cuando reapareció en la galería, o más bien en la puerta, venía acompañado de otro, con quien secreteaba algo, gesticulando con animación meridional. Después, el primer camarero se fue, dejando en la puerta al segundo, y a poco reapareció acompañado de un tercero. Y cuando, un instante después, un cuarto camarero se aproximó al sínodo, Mr. Audley creyó conveniente, en interés del Tacto, romper el silencio. A guisa de mazo presidencial usó de una tos estrepitosa, y dijo:

—Es espléndido lo que hace en Birmania el joven Moocher. No hay otra nación en el mundo que pueda…

Un quinto camarero vino hacia él como una saeta, y le susurró al oído:

—¡Un asunto muy urgente! ¡Muy importante! ¿Puede el propietario hablar con el señor?

El presidente se volvió muy desconcertado, y con ojos de pánico vio que venía hacia él Mr. Lever con aquella su difícil presteza. Aunque éste era su paso habitual, su cara estaba muy alterada: generalmente su cara era de cobre oscuro, y ahora parecía de un amarillo enfermizo.

—Dispénseme usted, Mr. Audley —dijo con fatiga de asmático—. Estoy muy asustado. En los platos de pescado de los señores, ¿se fueron también los cubiertos?

—Sí, naturalmente —contestó el presidente con cierto calor.

—¿Y lo vieron ustedes? —jadeó el amo, espantado—. ¿Vieron ustedes al criado que se los llevó? ¿Le conocen ustedes?

—¿Conocer al camarero? —contestó indignado Mr. Audley—. No por cierto.

Mr. Lever abrió los brazos con ademán agónico:

—No lo mandé yo —exclamó—. No sé de dónde ni cómo vino. Cuando yo mandé a mi camarero a recoger el servicio, se encontró con que ya lo había recogido alguien antes.

Mr. Audley tenía un aire demasiado azorado para ser el hombre que le estaba haciendo falta a la patria. Nadie pudo articular una palabra, excepto el hombre de palo, el coronel Pound, que parecía galvanizado en una actitud artificial. Se levantó rígido, mientras los demás permanecían sentados, se afianzó el monóculo, y habló así, en un tono enronquecido como si se le hubiera olvidado hablar:

—¿Quiere usted decir que alguien ha robado nuestro servicio de plata?

El propietario repitió el ademán de los brazos, todavía con más desesperación, y de un salto todos se pusieron en pie.

—¿Están presentes todos sus criados? —preguntó el coronel con su voz dura y fuerte.

—Sí, aquí están todos. Yo lo he advertido —dijo el joven duque adelantando la cara hacia el interior del coro—. Yo los cuento siempre al llegar, cuando están ahí formados a la pared.

—Con todo, no es fácil que uno se acuerde exactamente… —comenzó Mr. Audley.

—Sí, me acuerdo exactamente —gritó el duque—. Nunca ha habido aquí más de quince camareros, y los quince estaban hoy aquí, puedo jurarlo: ni uno más, ni uno menos.

El propietario se volvió a él con un espasmo de sorpresa, y tartamudeó:

—¿Dice usted…, dice usted que vio usted a mis quince camareros?

—Como de costumbre —asintió el duque—. ¿Qué tiene eso de extraño?

—Nada —dijo Lever con un profundo acento—, sino que es imposible: porque uno de ellos ha muerto hoy mismo en el piso alto.

¡Espantoso silencio! Es tan sobrenatural la palabra «muerte», que muy fácil es que todos aquellos ociosos caballeros consideraran su alma por un instante, y su alma les apareciera más miserable que un guisante marchito. Uno de ellos (tal vez el duque) hasta dijo, con la estúpida amabilidad de la riqueza:

—¿Podemos hacer algo por él?

Y el judío, a quien estas palabras conmovieron, contestó:

—Le ha auxiliado un sacerdote.

Y entonces, como al tañido de la trompeta del Juicio, se dieron todos cuenta de su verdadera situación. Por algunos segundos no habían podido menos de sentir que el camarero número quince era el espectro del muerto, que había venido a sustituirle. Y aquel sentimiento los ahogaba, porque los espectros eran para ellos tan incómodos como los mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el sortilegio brutalmente, volviendo a todos a la realidad. El coronel arrojó su silla y se encaminó hacia la puerta.

—Amigos míos —dijo—, si hay un camarero número quince, ése es el ladrón. Todo el mundo a las puertas para impedir la salida, y después se hará otra cosa. Las veinticuatro perlas del club valen la pena de molestarse un poco.

Mr. Audley vaciló, pensando si sería propio de caballeros el darse prisa, aun en semejante circunstancia; pero al ver que el duque se lanzaba a la escalera con juvenil ardor, le siguió, aunque con ímpetu más arreglado a sus años.

En este instante, un sexto camarero entró a decir que acababa de encontrar la pila de platos en un aparador, pero sin la menor huella de los cubiertos.

La multitud de huéspedes y criados, desbordada sin concierto por los pasillos, se dividió en dos grupos. Los más de los Pescadores siguieron al propietario a la puerta del frente, para averiguar si alguien había salido. El coronel Pound, con el presidente y vicepresidente y uno o dos más, se dirigieron al corredor, rumbo a los cuartos del servicio; por parecerles un camino más probable para la fuga. Y al pasar junto a la salita o caverna que servía de vestuario, vieron una figura de hombre pequeño, vestido de negro —un criado al parecer—, que estaba perdida en la sombra.

—¡Hola! ¡Aquí! —llamó el duque—. ¿Ha visto usted pasar a alguien?

El hombrecito no contestó directamente, pero dijo:

—Caballeros: tal vez he encontrado ya lo que ustedes buscan.

Se detuvieron todos, asombrados y dudosos, y el hombrecito se dirigió tranquilamente al interior del vestuario, y volvió de allí con las manos llenas de reluciente argentería, que depositó sobre el mostrador con la calma de un comerciante en plata. Y entonces se vio que aquella plata era una docena de pares de cubiertos de elegantísima forma.

—Usted…, usted… —balbuceó el coronel, perdido por primera vez el aplomo. Y se asomó al cuartito para observar mejor, y pudo descubrir dos cosas: la primera, que el hombrecillo vestido de negro llevaba un traje clerical; y la segunda, que la vidriera del fondo estaba rota, como si alguien hubiera escapado por ella.

—Cosas de mucho valor para depositarlas en un vestuario, ¿no es verdad? —observó el sacerdote con plácido comedimiento.

—¿Usted…, usted robó esto? —tartamudeó Mr. Audley con ojos relampagueantes.

—Si así fuera —dijo el clérigo en tono burlón—, por lo menos ya lo he devuelto.

—Pero no fue usted… —dijo el coronel Pound, sin quitar los ojos de la vidriera rota.

—Para hablar claro de una vez —contestó el cura, humorísticamente— no he sido yo. —Y, con afectada gravedad, se sentó en un taburete que tenía al lado.

—En todo caso, usted sabe quién fue —advirtió el coronel.

—Su verdadero nombre lo ignoro —continuó el otro plácidamente—; pero algo conozco de su fuerza para el combate y de sus problemas espirituales. Me formé idea de la primera cuando trató de estrangularme, y de los segundos, cuando se arrepintió.

—¡Hombre! ¿Conque se arrepintió? —gritó el joven Chester con un alarde de risa.

El padre Brown se puso de pie:

—Muy extraño, ¿verdad? —dijo—. ¿Es muy raro que un vagabundo aventurero se arrepienta, cuando tantos que viven entre la seguridad y las riquezas continúan su vida frívola, estéril para Dios y para los hombres? Pero aquí, si me permite, le advertiré que invade mi provincia. Si duda usted de la verdad de la penitencia, no tiene usted más que ver esos cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Pescadores Legítimos», y ahí tienen ya su servicio para el pescado. En cuanto a mí, a mí, Él me hizo pescador de hombres.

—¿Ha ocultado usted a ese hombre? —preguntó el coronel arrugando el ceño.

El padre Brown le miró a la cara abiertamente:

—Sí —contestó—. Yo le he pescado con anzuelo invisible y con hilo que nadie ve, y que es lo bastante largo para permitirle errar por los términos del mundo, sin que por eso se liberte.

Hubo un largo silencio. Los presentes se alejaron para llevar a sus camaradas la plata recobrada, o consultar el caso con el propietario. Pero, el coronel de la cara gesticulante se sentó en el mostrador, dejando colgar sus largas piernas mordiéndose los bigotes.

Y, al fin, dijo con mucha calma:

—Ese hombre ha de ser muy inteligente, pero yo creo conocer a otro que lo es más todavía.

—Sí; ese hombre, es muy inteligente —contestó el cura—, pero, ¿el otro a quien usted se refiere…?

—Es usted —dijo el coronel sonriendo—. Yo no tengo especial empeño en ver al ladrón encarcelado: haga usted con él lo que guste. Pero de buena gana daría yo muchos tenedores de plata por saber cómo logró hacer esto, y cómo logró usted sacarle la prenda. Me está usted resultando más listo que el mismo demonio.

El padre Brown supo saborear el candor algo saturnino del soldado.

—Bueno le contestó sonriendo—. Yo no puedo decirle a usted todo lo que sé, por la confesión, sobre la persona y hechos de ese sujeto, pero no tengo razones para ocultarle lo que de él he descubierto por mi propia cuenta.

Y diciendo esto, saltó con agilidad sobre el mostrador, y sentóse junto al coronel Pound, moviendo sus piernecitas como un niño. Y comenzó su historia con tanta naturalidad como si contara cuentos a un viejo amigo junto a la hoguera de Navidad.

—Verá usted, coronel. Estaba yo encerrado en ese gabinetito, escribiendo, cuando oí unas pisadas por el corredor, tan misteriosas que parecían la danza de la muerte. Primero, unos pasitos rápidos y graciosos, como de hombre que anda de puntillas; después, unos pasos lentos, descuidados, crujientes, como de hombre que pasea fumando un cigarro. Pero ambos provenían de los mismos pies, yo lo hubiera jurado, y se alternaban: primero la carrerita, y después el paseo, y otra vez la carrerita… Me llamó la atención, y, al fin, me llenó de inquietud el hecho de que un mismo hombre diera las dos especies de pasos, El paseo no me era desconocido; era el paseo de un hombre como usted, coronel, el paseo de un caballero bien nacido que está haciendo tiempo en espera de alguna cosa, y que anda de aquí para allá, más que por impaciencia, por exuberancia física. La carrerita tampoco me era desconocida, pero no podía yo precisar qué ideas evocaba en mi espíritu. ¿A quién, a qué extraña criatura había yo encontrado en mis andanzas que corriera así, de puntillas, de aquella manera extraordinaria? Después me pareció oír un ruido de platos, y la respuesta a mis interrogaciones me resultó tan clara como la de san Pedro: aquél era el andar presuroso de un criado, el andar con el cuerpo echado hacia delante y la mirada baja, de puntillas, la cola del frac y la servilleta flotando al aire. Medité un poco. Y creí descubrir y representarme el delito tan claramente como si yo mismo lo fuera a cometer.

El coronel Pound le miró con desconfianza, pero los mansos ojos grises del cura contemplaban el cielo raso con la mayor inocencia.

—Un delito —continuó lentamente— es como cualquier obra de arte. No se extrañe usted de lo que digo: los crímenes y delitos no son las únicas obras de arte que salen de los talleres infernales. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene un elemento indispensable, que es la simplicidad esencial, aun cuando el procedimiento pueda ser complicado. Así, en el
Hamlet
, por ejemplo, los elementos grotescos: el sepulturero, las flores de la doncella loca, la fantástica elegancia de Osric, la lividez del espectro, el cráneo verdoso, todo ello es como un remolino de extravagancias en torno a la sencilla figura de un hombre vestido de negro. Bien; pues aquí también —añadió dejándose resbalar suavemente del asiento y con una sonrisa—, aquí también se trata de la sencilla tragedia de un hombre vestido de negro: Sí —prosiguió ante el asombro del coronel—, sí; todo este enredo gira en torno a un frac negro. También aquí, como en el
Hamlet
, hay sus excrecencias ridículas: que, en el caso, lo son usted y sus amigos. Hay un camarero muerto, que, a pesar de muerto, se presenta a servir la cena. Hay una mano invisible que limpia la argentería de la mesa y después se evapora. Pero todo delito inteligente está fundado en algún hecho simplísimo, en algún hecho no misterioso por sí mismo. Y la mixtificación ulterior no tiene más fin que encubrirlo, desviando de él los pensamientos de los hombres. Este delito sutil, generoso, y que en otras circunstancias hubiera resultado muy provechoso, estaba fundado en el hecho sencillísimo de que el frac de un caballero es igual al frac de un camarero. Y todo lo demás fue ejecución y representación, —eso sí— de lo más fino.

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