El candor del padre Brown (23 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

Pero el príncipe Saradine, además de este hermano o sanguijuela, tenía otros cuidados. Sabía que el hijo de Antonelli, que era un pequeñuelo en los días del asesinato, había sido educado en la salvaje lealtad siciliana, y sólo vivía para vengar a su padre, y no con la horca, porque carecía de las pruebas legales que poseía Stephen, sino con las antiguas armas de la vendetta. El muchacho había practicado las armas hasta alcanzar una terrible perfección; y cuando llegó a la edad de usarlas, el príncipe Saradine comenzó, como decían las crónicas sociales, a viajar. Lo cierto es, que comenzó a huir de un lugar a otro como un criminal perseguido; pero en su busca iba siempre un hombre incansable. Tal era la situación del príncipe Paul: una situación poco envidiable. Mientras más dinero gastaba en huir de Antonelli, menos le quedaba para hacer callar a Stephen. Y mientras más le daba a Stephen, menos probabilidades le quedaban de escapar definitivamente de Antonelli. Y entonces fue cuando demostró ser un grande hombre, un genio como Napoleón.

En lugar de resistir a sus dos antagonistas, se rindió de pronto a los dos. Como un luchador japonés, se echó fuera, y sus dos enemigos cayeron postrados ante él. Paró su arrebatada carrera por el mundo, y dio sus señas al joven Antonelli; después, hizo a su hermano entrega de todo lo que poseía. Le envió dinero bastante para que se vistiera con elegancia y viajara con lujo, y le puso una carta en estos o parecidos términos: «Esto es todo lo que me queda. Me has desposeído. Todavía tengo una casita en Norfolk, con criados y bodega, y si todavía me pides más, sólo eso me falta darte. Ven y toma posesión de ello, si quieres, y déjame vivir a tu lado tranquilamente en calidad de amigo o agente, o cualquier cosa». El príncipe sabía que el siciliano nunca había visto a los hermanos Saradine sino, a lo sumo, en retrato. El siciliano, pues, sólo sabía que se parecían un poco y tenían ambos una barbita gris. Entonces el príncipe se afeitó, y esperó, la trampa obró sola. El desdichado capitán, con su traje nuevo, entró en casa en calidad de príncipe, y caminó derecho hacia la espada del siciliano.

Pero hay siempre una dificultad, una dificultad que es la honra de la humana naturaleza. Los hombres perversos como Saradine suelen equivocarse por el solo hecho de que no cuentan con la virtud humana. El príncipe daba por hecho que el golpe del italiano, cuando viniera, había de ser oscuro, violento y anónimo, como la acción que se proponía vengar; que la víctima seria acuchillada de noche o muerta a tiros desde un vallado, y así moriría sin proferir una palabra. El príncipe Paul pasó, pues, un mal rato cuando Antonelli propuso caballerescamente un duelo, con todas sus posibles aclaraciones. En ese momento, yo le descubrí a bordo de la canoa con ojos espantados: trataba de huir, sin sombrero, en un barco, antes que Antonelli averiguara quién era.

Pero, aunque temeroso, no estaba desesperado. Conocía al aventurero y conocía al fanático. Era más que probable que Stephen, el aventurero, se callara, sólo por el histriónico gusto de desempeñar un papel, por el empeño de salir en defensa de su recién adquirida situación de príncipe, por su confianza en el azar, propia de pícaro, y por pericia en el manejo de las armas. Era seguro Antonelli, el fanático, también callaría, y preferiría dejarse colgar a contar la historia de su familia. Paul anduvo navegando en el río hasta que comprendió que el combate había terminado. Entonces dio la alarma en el pueblo, trajo a la policía, vio a sus dos enemigos vencidos desaparecer para siempre, y se sentó a cenar, muy contento.

—¡Y riéndose, por Dios! —dijo Flambeau estremecido de ira—. ¿Le inspiraría el mismo Satanás?

—No; le inspiró usted —contestó el sacerdote.

—¡Dios me libre! —gritó Flambeau—. ¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?

El sacerdote sacó del bolsillo una tarjeta, y a la luz del cigarro la mostró al otro. Estaba escrita con tinta verde.

—¿No recuerda usted los términos de su invitación? —preguntó—. ¿Y la felicitación que le hace a usted por su hazaña? «Esa jugada —dice—, de coger a un policía para arrestar con él al otro, etcétera». No ha hecho más que copiar la jugada. Con un enemigo a cada lado, se echó de pronto fuera del camino, e hizo así que sus enemigos chocaran y se mataran entre sí.

Flambeau arrancó de manos del sacerdote la tarjeta del príncipe Saradine y la hizo pedazos.

—Acabemos con ese veneno —dijo, mientras los pedazos desaparecían arrastrados por las olas del río—. Aunque todavía me temo que envenene a los peces.

El último trozo de la tarjeta desapareció al fin en la sombra. Un primer tinte matinal, pálido y vibrante, transformó el cielo. La luna, tras los arbustos de la orilla, empezó a desvanecerse. La barca derivaba en silencio.

—Padre —dijo Flambeau de pronto—. ¿No cree usted que todo fue un sueño?

El sacerdote sacudió la cabeza, no se sabe si para negar o dudar, pero no dijo nada. Entre las sombras, un olor a espino y a pomar llegó hasta ellos, haciéndoles comprender que el viento se había despertado. Poco después, el viento balanceó la barca, hinchó la vela, y los fue llevando sobre el río hacia sitios más venturosos donde moraban unos hombres inofensivos…

El martillo de Dios

El pueblecito de Bohum Beacon estaba tendido sobre una colina tan pendiente, que la alta aguja de su iglesia parecía la cima de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego, y siempre llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a ésta, en la cruz de dos calles empedradas, se veía «El Jabalí Azul», la única posada del pueblo. En esa bocacalle, pues, al romper el alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos comenzaba la jornada, el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfrid Bohun era hombre muy piadoso, y se dirigía, con la aurora, a algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso en manera alguna, y, vestido de frac, se hallaba sentado en el banco que está junto a la puerta de «El Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófico podría indiferentemente considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su pendón había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen la tradición; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido pícaros bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual de muchas antiguas casas, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y gomosos perversos, y, al fin, se produjeron en la familia ciertos vagos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y aquella su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal esbelto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio admirable. Era blando y leonado, pero sus ojos azules, a fuerza de hundidos, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Tenía unos bigotazos amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, unos pliegues o surcos; de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre el frac llevaba un gabán amarillo pálido, tan ligero, que casi parecía una bata, y echado hacia la nuca, un sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada por ahí casualmente. Estaba muy orgulloso de su elegancia incongruente, porque se jactaba de hacerla parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos rubios y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que aquello, más que amor a Dios era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, superior sin duda, de la misma enloquecedora sed de belleza que arrojaba al otro hermano a la vorágine de las mujeres y el vino. El cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, esta acusación provenía de la ininteligencia por el amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrar al sacerdote arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un momento se le ocurrió que el coronel se interesara por la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua, y aunque el herrero, como presbiteriano, no pertenecía a su rebaño, Wilfrid Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró al soportal de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, a hablar con él.

—Buenos días Wilfrid —dijo—. Aquí me tienes, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfrid, mirando al suelo, contestó:

—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.

—Lo sé —dijo el otro, sonriendo—. Por eso, precisamente, vengo a buscarle.

—Norman —dijo el clérigo, siempre mirando al suelo—, ¿no has temido nunca que te mate un rayo?

—¿Qué quieres decir? ¿Te ha dado ahora por la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfrid sin alzar los ojos— que si no has temido nunca que te castiguen en mitad de una calle.

—¡Ah, perdona! Ahora caigo: te ha dado por el folklore.

—Y a ti por la blasfemia —dijo el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán razones para temer a los hombres.

El mayor arqueó las cejas cortésmente.

—¿Temer a los hombres?

—Barnes, el herrero —dijo el clérigo, precisando—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Y sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.

Como esto era verdad, hizo efecto. Y, en la cara de su hermano, la línea de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, dejando ver bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes de perro.

—En tal caso, mi querido Wilfrid —dijo con indiferencia—, será prudente que el último de los Bohun ande revestido de armaduras, aunque sea en parte.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfrid reconoció en el forro de acero un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó Norman alegremente—. Yo estoy siempre por el primer sombrero y por la primera mujer que encuentro a mano.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfrid gravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y siguió su camino hacia la iglesia con la cabeza inclinada, santiguándose como quien desea libertarse de un mal espíritu. Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba de Dios que aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños accidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figura arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta, por donde entraba ya la luz del día. El cura, al verla, se quedó rígido de sorpresa: aquel feligrés madrugador era nada menos que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, un infortunado incapaz de preocuparse de la iglesia ni de ninguna cosa. Le llamaban Juan Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una carota pálida, cabellos negros e híspidos, y siempre boquiabierto. Al pasar junto al sacerdote, su monstruosa cara no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie le había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían esperarse de aquel hombre?

Wilfrid Bohun se quedó como clavado en el suelo largo rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su hermano, que lo llamó, al verlo venir con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Finalmente vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Juan Loco como quien tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus plegarias, para purificarse y cambiar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía el don de tranquilizar su ánimo: era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Aquí el sacerdote comenzó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa. Cada vez se entregó más a los halagadores y frescos tonos del cielo de zafiro y flores de plata de la vidriera.

Una media hora más tarde le encontró allí Gibbs, el zapatero del pueblo, que venía a buscarle muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarle en aquel sitio. El remendón, en efecto, como en muchos pueblos acontece, era un ateo, y su aparición en la iglesia todavía más extraña que la de Juan el Loco. Aquella era, decididamente, una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfrid Bohun, aparentando serenidad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y hasta denotaba cierta simpatía:

—Perdóneme usted, señor —dijo—; pero nos pareció indebido que no lo supiera usted de una vez. El caso es que ha pasado algo horrible. El caso es que su hermano…

Wilfrid juntó sus flacas manos, y, sin poderse reprimir, exclamó:

—¿Qué nueva atrocidad está haciendo?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Ya no le es dable hacer nada, ni desear nada, porque ya rindió cuentas. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

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