El candor del padre Brown (25 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

Y, dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este sujeto parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el malhumorado el doctor al oído de Bohun—. Estos sacerdotes papistas son unos socarrones probados.

—No, no —dijo Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el doctor y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial, en que figuraban el inspector y el herrero. Pero, al disolverse a su vez, el primer grupo se puso en contacto con el segundo. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al maestro herrero que decía en voz alta:

—Creo que le he convencido a usted, señor inspector. Soy, como usted dice, hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre valles y montañas.

El inspector rió amistosamente, y dijo:

—No; usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le ruego a usted que nos ayude con todo empeño a buscar otro hombre tan fuerte y talludo como usted.

¡Por san Jorge!; usted podrá sernos muy útil, aunque sea para coger al criminal. ¿Usted no tiene sospecha de ningún hombre?

—Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero.

Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de ésta su robusta mano, y añadió:

—Tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspector, muy risueño—. Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo, ¿no es cierto?

—Yo creo que ningún ser de carne y hueso ha movido ese martillo —continuó el maestro con voz abogada—. Hablando en términos humanos, yo creo que ese hombre ha muerto solo.

Wilfrid hizo un movimiento hacia delante, y miró al herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —dijo con voz áspera el zapatero—, que el martillo saltó solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simon—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que nos cuentan todos los domingos cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que ronda invisiblemente todas las casas, quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al corruptor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillazo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfrid, con indescriptible voz, dijo entonces:

—Yo mismo le había dicho a Norman que temiera el rayo de Dios.

A lo cual el inspector contestó, con leve sonrisa:

—Sólo que ese agente queda fuera de mi jurisdicción.

—Pero usted no queda fuera de la suya —contestó el herrero—. Recuérdelo usted.

Y volviendo la robusta espalda, entró en su casa. El padre Brown, con aquella su amable facilidad de maneras, alejó de allí al conmovido Bohun:

—Vámonos de esté horrible sitio, Mr. Bohun —le dijo—. ¿Puedo asomarme un poco a su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Y, ya comprende usted… —añadió con un gesto cómico—, nosotros nos interesamos mucho por las iglesias antiguas de Inglaterra.

Wilfrid Bohun no pudo sonreír, porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con la cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el zapatero anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por aquí.

Y lo condujo a la entrada lateral, donde se abría la puerta con escalones al patio. Iba en la primera grada el padre Brown, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del doctor, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.

—Señor —dijo el médico con brusquedad—, usted parece conocer algunos secretos de este feo negocio. ¿Puedo preguntar a usted si se propone guardárselos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Hay una razón decisiva para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece a usted que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.

—¿Y son? —preguntó el doctor, muy solemne.

—Primero —contestó el padre Brown—, algo que le compete a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trate de un acto divino, sino en figurarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, sino hasta donde el hombre mismo dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia: una de las leyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El doctor, que le contemplaba con sañuda atención, preguntó simplemente:

—¿Y luego?

—El otro indicio es éste —contestó el sacerdote—. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la posibilidad de que su martillo tuviera alas y hubiera venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el doctor—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez—. Pues esa suposición fantástica es la más cercana a la verdad de cuantas hoy se han propuesto.

Y dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfrid le había estado esperando, pálido e impaciente, como si esta pequeña tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo derechamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. Todo lo vio y admiró con el mayor cuidado el sacerdote latino, hablando incesantemente, aunque en voz baja. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfrid bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en lugar de bajar, trepó con la agilidad de un mono, y desde arriba se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, Mr. Bohun. Este aire le hará a usted bien.

Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colinilla del pueblo, llena de vegetación hasta el término rojizo del horizonte, y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un cuadro blanco y pequeño, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas, y el cadáver yacía aún a modo de una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza. Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una agilidad vertiginosa y suicida. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la vea, siempre parece precipitarse como un caballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía saltar hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo sin ecos. Aquellos dos hombres se encontraban, así, solos frente al aspecto más terrible del gótico: la contradicción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las cosas pequeñas y la pequeñez de las grandes: un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, aparecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo resultaba un enorme dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera misma era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La iglesia toda, enorme y rica como una catedral, parecía caer cual un aguacero sobre aquellos campos asoleados.

—Creo que andar por estas alturas, aun para rezar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir que puede uno caer? —preguntó Wilfrid.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma —contestó el otro.

—No le entiendo a usted —dijo Bohun.

—Pues considere usted, por ejemplo, al herrero —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, incapaz de perdonar. Su religión escocesa es la obra de hombres que oraban en lo alto de las montañas y los precipicios, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo. La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Desde la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.

—Pero, en todo caso, él no lo hizo —dijo Bohun con tremenda inquietud.

—No —dijo el otro con un acento singular—. Bien sabemos que no fue él.

Y, después de un instante, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:

—Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.

Wilfrid tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azules.

—Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido eso si hubiera tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Un día distinguió, a sus pies, justamente debajo de él, uno que se pavoneaba muy orgulloso, y que era muy visible porque llevaba un sombrero verde: ¡casi un insecto ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido. El padre Brown continuó:

—Había algo más para tentarle: tenía en su mano uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de la gravedad, esa energía loca y feroz en virtud de la cual todas las criaturas de la tierra vuelan hacia el corazón de la tierra en cuanto pueden hacerlo. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le tiro una piedrecita desde este parapeto, cuando llegue a él llevará la fuerza de una bala. Si le dejo caer un martillo, aunque sea un martillo pequeño…

Wilfrid Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, y el padre Brown le saltó ágilmente al cuello para retenerle.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—. Por consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón. Escúcheme usted.

Y, tras una pausa, prosiguió:

—Sé lo que usted ha hecho, o, al menos, adivino lo esencial. Cuando se separó usted de su hermano estaba poseído de ira, una ira no injustificada, al extremo que cogió usted al paso un martillo, sintiendo un deseo sordo de matarle en el sitio mismo del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y se metió usted en la iglesia. Estuvo rezando aquí y allá sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo rampante. Algo estalló entonces dentro de su alma, y obedeciendo a un impulso súbito de procedencia indefinible, dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfrid se llevó una mano a la cabeza una mano temblorosa— y preguntó con voz sofocada:

—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es cosa de sentido común! —dijo el otro con una sombra de sonrisa—. Pero, escúcheme usted un poco más. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no doy más pasos: yo sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, me sobran razones, y sólo una le importa a usted. Dejo a usted en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no quiso contribuir a la acusación del herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a la de su mujer, que tampoco era difícil. Usted trató de echar la culpa al idiota, sabiendo que no se le podía castigar. Y ese solo hecho es un vislumbre de salvación, y el encontrar tales vislumbres en los asesinos lo tengo yo por oficio propio. Y ahora, baje usted al pueblo, y haga usted lo que quiera, que está usted tan libre como el viento. Porque yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol. Wilfrid Bohun levantó cuidadosamente la aldaba, abrió la puerta de la cerca de palo y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

El ojo de Apolo

Esa extraña bruma centelleante, confusa y transparente a la vez, que es el secreto del Támesis, iba pasando del tono gris al luminoso, a medida que el sol ascendía hacia el cenit, cuando dos hombres cruzaron el puente de Westminster. Uno muy alto, otro muy bajo, podía comparárseles caprichosamente al arrogante campanario del Parlamento junto a las humildes corcovas de la Abadía; tanto más cuanto que el hombre pequeño llevaba hábito sacerdotal. La papeleta oficial del hombre alto era ésta: Monsieur Hercule Flambeau, detective privado, quien se dirigía a su nuevo despacho, que estaba en un rimero de pisos recién construidos, frente a la entrada de la Abadía. Las generales del hombre pequeño eran éstas: el reverendo J. Brown, de la iglesia de San Francisco Javier, en Camberwell, quien acababa de venir derechamente de un lecho mortuorio de Camberwell para conocer la nueva oficina de su amigo.

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