El candor del padre Brown (29 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

—No, no —dijo el otro dando un resoplido—. Conciértemelas usted. Y haga el favor de explicármelo todo muy claro.

—Bueno —continuó el padre Brown—. No sería justo decir que la versión pública es tal cual yo la he descrito, sin añadir que de entonces acá han sucedido dos cosas. No puedo decir que traigan nueva luz a nuestro enigma, porque nadie ha acertado aún a entenderlas. Pero, por lo menos, traen una nueva especie de oscuridad: desvían hacia otro punto la oscuridad. La primera cosa fue ésta: el médico de la familia de St. Clare rompió con la familia y se puso a publicar una serie de violentos artículos, en que afirmaba que el difunto general había sido un maniático religioso, pero, según los hechos por él alegados el general resultaba sencillamente un hombre peligroso. Así la campaña del médico fracasó. Todos sabían, por lo demás, que St. Clare compartía ciertas excentricidades de la piedad puritana. El segundo incidente es más importante. En el infortunado y desamparado regimiento que hizo aquel temerario ataque en Río Negro había un tal capitán Keith que estaba comprometido por aquella sazón con la hija de St. Clare y que después se casó con ella. Cayó prisionero en manos de Olivier, y, como todos los demás prisioneros, con excepción del general, parece que fue tratado muy bondadosamente y pronto fue puesto en libertad. Unos veinte años después, este hombre, entonces teniente coronel, publicó una especie de autobiografía titulada:
Un oficial inglés en Birmania y en el Brasil
. Y en la página que el lector ansioso busca afanosamente para dar con el relato del misterioso fin de St. Clare aparecen, más o menos, estas palabras: «En todo este libro he contado todos los sucesos tal como han ocurrido, porque comparto la antigua opinión de que la gloria de Inglaterra es lo bastante adulta para cuidarse sola. Pero en este punto de la derrota de Río Negro tengo que hacer una excepción, y las razones que me obligan a ello, aunque de orden privado, son enteramente honorables y también bastante imperiosas. Sin embargo, para hacer justicia a la memoria de dos hombres eminentes debo decir algunas palabras. Se ha acusado al general St. Clare de haberse portado con torpeza en aquella ocasión; yo soy testigo, al menos, de que aquella jornada, bien entendida, fue una de las más brillantes y sagaces de su historia. También sobre el presidente Olivier ha caído la acusación de que se portó con una injusticia salvaje. Debo al honor de un enemigo el manifestar que en esa ocasión extremó, todavía más que nunca, su característica bondad. Y para decirlo en pocas palabras, puedo asegurar a mis compatriotas que ni St. Clare fue tan necio ni Olivier tan bárbaro como parece. Y es cuanto puedo decir, y ninguna otra consideración humana me obligará a añadir una palabra».

Una enorme luna de hielo, como reluciente bola de nieve, se había levantado por entre la maraña de árboles que quedaba frente a ellos y a su fulgor el narrador pudo refrescar sus recuerdos del texto del capitán Keith con una hoja de papel impreso que llevaba consigo. La dobló, la guardó de nuevo, y Flambeau alargó la mano con un ademán muy francés para decir:

—Espere un poco, espere un poco. Creo adivinar algo al primer intento.

Y siguió caminando, resollando fuerte, con la negra cabeza y cuello de toro algo doblados, como un corredor en pos de la meta. El curita, divertido e interesado, tuvo que esforzarse por trotar en pos de su amigo. Frente a ellos los árboles comenzaron a abrirse a derecha e izquierda y el camino desembocó en un valle claro y bañado de luna y después volvió a escurrirse, como un conejo, por entre los vericuetos de otro bosque. La entrada de este otro bosque se veía pequeña y redonda como la boca de un túnel lejano. Pero estaba a menos de cien metros, y antes de que Flambeau volviera a hablar, se descubrió ante ellos como una caverna.

—¡Ya lo tengo! —exclamó dándose en el muslo con entusiasmo—. Todo ha sido pensarlo cuatro minutos óigame usted.

—Venga —asintió el otro.

Flambeau levantó la cabeza, pero bajó la voz.

—El general sir Arthur St. Clare —dijo— proviene de una familia en quien la locura era hereditaria y todo su anhelo era ocultar esto a su hija y, a ser posible, también a su futuro yerno. Con razón o sin ella, creyó un día estar cerca de la crisis fatal y prefirió antes suicidarse. Pero un suicidio ordinario hubiera provocado sospechas de lo que él deseaba ocultar. Al acercarse el momento de la batalla, sintió que su cerebro se iba nublando cada vez más, y en un momento de desesperación sacrificó su deber público a su deber privado. Se arrojó al combate precipitadamente, con la esperanza de caer a la primera bala. Al ver que sólo había logrado el fracaso y la prisión, la bomba oculta en su cerebro estalló, rompió su espada, y él mismo se colgó de un árbol.

Quedóse mirando la gris fachada del bosque que se movía frente a ellos con la boca negra en el centro, como boca de sepultura por donde se precipitaba el sendero. Tal vez ese vago aspecto amenazador de un bosque que se traga un camino reforzó su visión de la tragedia del desdichado general porque se estremeció un poco.

—¡Terrible historia! —dijo.

—¡Terrible historia! —repitió el sacerdote con la cabeza ladeada—. Pero falsa.

Después echó hacia atrás la cabeza con desesperación y exclamó:

—¡Ojalá así hubiera sido!

El talludo Flambeau se le quedó mirando.

—La historia que usted acaba de forjar es limpia, por lo menos —explicó el pequeño—. Es una historia grata, pura, honrada, tan blanca y tan franca como esa luna. Después de todo la locura y la desesperación son cosas harto inocentes. Hay cosas mucho peores, Flambeau.

Flambeau se puso a contemplar la luna, que el otro acababa de invocar y que, vista desde allí, aparecía cruzada por la rama negra de un árbol en forma de cuerno.

—Padre…, padre —dijo Flambeau, gesticulando a la francesa y apresurando el paso—, ¿dice usted que pudo ser peor?

—Peor —repitió el padre Brown como un eco. Y penetraron en el negro túnel del bosque que a uno y otro lado ofrecía un tapiz corrido de troncos, como en los confusos corredores de un sueño.

Pronto se encontraron en las más secretas entrañas de la selva, sintiendo que pasaban rozando sus caras unos follajes que ni siquiera podían ver. El sacerdote dijo otra vez:

—¿Dónde ocultará el sabio una hoja? En el bosque. Pero… ¿si no tiene a mano ningún bosque…?

—Bueno, bueno —gritó el irritable Flambeau—. ¿Qué hará entonces?

—Sembrará y formará un bosque para ocultarla —dijo el sacerdote con voz opaca—. ¡Un grave pecado!

—¡Oiga usted! —gritó su impaciente amigo, excitados sus nervios por la oscuridad de aquel enigma como por la oscuridad del bosque—. ¿Quiere usted explicarme eso o no? ¿Hay algunos otros datos?

—Hay otros tres indicios de datos —dijo el otro— que he desenterrado por ahí en rincones y agujeros. Voy a presentarlos a usted en un orden lógico más que cronológico. En primer término, nuestra autoridad, para establecer el resultado de la batalla, son los despachos del propio Olivier que son bastante claros. Dice que se encontraba atrincherado con dos o tres regimientos en las alturas que dominan Río Negro y al otro lado del cual el terreno es más bajo y pantanoso. Más allá, el campo se levanta ligeramente, y allí está el puesto avanzado de los ingleses, soportado por fuerzas que se han quedado muy atrás. En conjunto, las fuerzas inglesas son muy superiores a las suyas, pero ese regimiento avanzado se encuentra tan lejos de sus bases, que Olivier considera posible el plan de cruzar el río para cortar dicho regimiento. Al anochecer, sin embargo, se ha decidido a no abandonar sus posiciones, que son singularmente ventajosas. Al amanecer del día siguiente ve con asombro que aquel puñado de ingleses, sin recibir auxilio ninguno de sus reservas de retaguardia, se ha atrevido a cruzar el río, en parte por un puente que hay a la derecha y en parte por un vado que hay más allá, y se encuentra ya a este lado del río y justamente debajo de él.

»Es increíble que siendo tan pocos y teniendo el enemigo posiciones tan ventajosas, intenten un ataque. Pero Olivier advierte otra circunstancia todavía más inexplicable: que en lugar de procurarse terreno sólido aquel regimiento de locos, dejando el río a su espalda, mediante un avance desconsiderado no hace más que meterse en el fango como un puñado de moscas que se mete en la miel. Inútil decir que los brasileños abren grandes claros en sus filas con el fuego de la artillería, y que ellos solo pueden contestar con un fuego de fusilería tan ineficaz como animoso. Con todo, no cejan. Y el breve despacho de Olivier, termina con un gran tributo de admiración por el místico valor de aquellos imbéciles. “Finalmente —dice—, nuestras líneas avanzan y los impelen hacia el río. Hemos hecho prisionero al mismo general St. Clare y a varios oficiales. El coronel y el mayor han muerto en la acción. No puedo menos de manifestar que la historia ofrece pocos espectáculos más hermosos que la resistencia final de este regimiento extraordinario; allí se vio a los oficiales heridos arrebatar el arma a los soldados muertos, y al mismo general enfrentarse al enemigo a caballo, descubierta la cabeza y con una espada rota en la mano”. Sobre lo que después sucedió con el general, también Olivier guarda silencio.

—Bueno —gruñó Flambeau—. Vengan más datos.

—El siguiente dato —dijo el padre Brown me costó algún tiempo descubrirlo, pero queda expuesto en dos palabras. En un hospicio que hay entre los pantanos de Lincolnshire me encontré con un veterano herido en la batalla de Río Negro y que, además, había asistido al coronel del regimiento en el instante de su muerte. Era éste un tal coronel Clancy, un irlandés de cepa y parece que, más que de sus heridas, murió de la rabia que tuvo. El pobre coronel, en todo caso, no era responsable de aquel avance desatentado; el general le había obligado a ello. Según el veterano, sus últimas y edificantes palabras fueron éstas: “Y allá va el asno de hombre con la espada rota; ¡así le rompieran la cabeza!»” Notará usted que todos han advertido este detalle de la espada rota, aunque todos lo han considerado con más respeto que el difunto coronel Clancy. Y ahora vamos al tercer indicio.

El camino comenzó a empinarse y el padre Brown tuvo que callar un poco para tomar aliento. Después prosiguió en igual tono:

—Hará apenas uno o dos meses murió en Inglaterra un oficial brasileño que salió de su país por ciertas dificultades con Olivier. Era persona bien conocida, tanto aquí como en el continente: un español, de nombre Espada. Yo le conocí también; era un viejo
dandy
de cara amarillenta que tenía una nariz ganchuda. Por razones de orden privado, tuve ocasión de examinar los documentos que dejó a su muerte. Era católico, desde luego, y yo le ayudé a bien morir. Entre sus cosas no había nada que sirviera para aclarar el misterio del general St. Clare, salvo cinco o seis breviarios que habían sido de un soldado inglés y estaban llenos de notas. Supongo que los brasileños los recogieron de algún cadáver que quedó en el campo. Las notas se interrumpían en la noche anterior a la batalla.

»Pero el relato que dejó ese soldado sobre la víspera de la acción era digno de leerse. Lo llevo conmigo, pero aquí no puedo leerlo; está esto muy oscuro. Le haré a usted un resumen de lo que dice. Comienza con una colección de frases burlescas que, por lo visto, le dirigían todos a algún individuo apodado el Buitre. Pero este Buitre no parece haber sido uno de los suyos ni siquiera un inglés. Tampoco es seguro que fuera un enemigo. Parece que fuera algún acompañante, un no combatiente, quizás un guía, quizás un corresponsal de guerra de algún periódico. Andaba junto al coronel Clancy, pero más a menudo se le ve aparecer, a través de las notas, junto al mayor. El mayor es una figura prominente en el relato del soldado: se le representa allí como un hombre encorvado de cabellos negros, llamado Murray, irlandés del Norte y puritano. Y se habla mucho del contraste cómico entre la austeridad de este hombre de Ulster y la jovialidad del coronel Clancy. También hay un chiste sobre los colorines del traje del llamado Buitre.

»Pero todas estas insignificancias desaparecen ante algo que podemos comparar a un toque de clarín. Detrás del campamento inglés y casi paralelo al río, corre uno de los escasos caminos que atraviesan aquel distrito. Al Oeste, el camino tuerce sobre el río y pasa el puente de que ya he hablado. Al Este el camino se mete por los matorrales, y a unas dos millas más allá llega al otro campamento inglés. De aquel punto se oyó venir aquella tarde un ruido y tintineo de caballería ligera, y hasta este simple narrador pudo comprender, con asombro, que llegaba el general con su Estado Mayor. Venía en ese soberbio caballo blanco que habrá usted visto en las revistas ilustradas y en los retratos de la Academia. Y puede usted estar seguro de que la tropa le saludó con verdadero entusiasmo. Pero él, sin gastar tiempo en ceremonias, saltó del caballo, se mezcló en el grupo de oficiales y les endilgó un discurso solemne, aunque confidencial. Lo que más impresionó a nuestro narrador fue el singular empeño que el general mostraba de discutirlo todo con el mayor Murray; sin embargo esta preferencia, con tal de no ser exagerada, no tenía nada de extraño. Ambos estaban hechos para entenderse; ambos eran gente que lee y practica su Biblia; ambos pertenecían al viejo tipo del militar evangelista. Ello es que cuando el general montó otra vez a caballo todavía estaba discutiendo sus planes muy seriamente con Murray y que al echar a andar el caballo lentamente hacia el río, el hombre de Ulster caminaba a su lado en animado debate. Los soldados los vieron alejarse y, por fin, desaparecer tras una masa de árboles donde el camino tuerce hacia el río, el coronel volvió a su tienda; la tropa, a sus puestos. El narrador se quedó por allí unos minutos, y de pronto vio algo extraordinario. El soberbio caballo blanco, que se había alejado a paso lento por el camino, como en las muchas paradas militares a que había concurrido, volvía a todo galope como si corriera en una pista. Al principio, la tropa se figuró que el caballo, con el jinete encima, se había desbocado; pero pronto pudieron darse cuenta de que era el mismo general, gran caballista, quien lo hacía correr. Caballo y jinete llegaron como un huracán hasta donde estaba la tropa, y allí, refrenando al caracoleante corcel, el general volvió hacia ellos la encendida cara y preguntó por el coronel con una voz como la trompeta del Juicio.

»Yo me figuro que los vertiginosos sucesos de esta catástrofe se mezclaron desordenadamente en el alma de aquellos hombres, como le pasó a nuestro diarista. Con sobresalto de una pesadilla cayeron todos, cayeron literalmente en sus filas y se enteraron de que era menester dar un ataque cruzando el río. El general y el mayor parece que habían descubierto quién sabe qué en el puente, y apenas quedaba tiempo de luchar a la desesperada. El mayor iba camino de la retaguardia para traer las reservas, pero aunque se dieran mucha prisa, era dudoso que pudieran llegar a tiempo. Como quiera, había que cruzar el río aquella noche y tomar las alturas al amanecer. Y el diario se interrumpe con el barullo y la palpitación de la romántica marcha nocturna.

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