El edificio era de aspecto americano por su altura de rascacielos, y también por la pulida elaboración de su maquinaria de teléfonos y ascensores. Pero estaba recién acabado y todavía con andamios. Sólo había tres inquilinos: la oficina de arriba de Flambeau estaba ocupada, y lo mismo la de abajo;: los dos pisos de más arriba y los tres de más abajo estaban vacíos. A primera vista, algo llamaba la atención de aquella torre de pisos, amén de los restos de andamios: era un objeto deslumbrador que se veía en las venas del piso superior al de Flambeau: una imagen, dorada, enorme, del ojo humano, circundada de rayos de oro, que ocupaba el sitio de dos o tres ventanas.
—¿Qué puede ser eso? —preguntó, asombrado, el padre Brown.
—¡Ah! —dijo Flambeau, riendo—. Es una nueva religión: una de esas religiones nuevas que le perdonan a uno los pecados asegurando que nunca los ha cometido. Creo que es algo como la amada Ciencia Cristiana. Ello es que un tipo llamado Kalon (no sé lo que significa este nombre, aunque claro se ve es postizo) ha alquilado el piso que está encima del mío. Debajo tengo dos mecanógrafas, y arriba ese viejo charlatán. Se llama a sí mismo el Nuevo Sacerdote de Apolo, adora al Sol.
—Pues que tenga cuidado —dijo el padre Brown—; porque el Sol fue siempre el más cruel de todos los dioses. Pero, ¿qué significa ese ojo gigantesco?
—Tengo entendido —explicó Flambeau— que, según la teoría de esta gente, el hombre puede aportarlo todo, siempre que su espíritu sea firme. Sus dos símbolos principales son el Sol y el ojo alerta, porque dicen que el hombre enteramente sano puede mirar al Sol de frente.
—Un hombre enteramente sano —observó el padre Brown — no se molestaría en eso.
—Bueno; eso es todo lo que yo sé de la nueva religión —prosiguió Flambeau—. Naturalmente, se jactan también de curar todos los males del cuerpo.
—¿Y curarán el único mal del alma? —preguntó con curiosidad el padre Brown.
—¿Cuál es? —dijo el otro, sonriendo.
—¡Oh! Pensar que está uno enteramente sano y perfecto —dijo su amigo.
A Flambeau le interesaba más el silencioso despachito de abajo que el templo llameante de arriba. Era un meridional muy claro, incapaz de sentirse más que católico o ateo; y las nuevas religiones, así fueran más o menos brillantes, no eran su género. Pero la Humanidad sí lo era, sobre todo cuando tenía buena cara. Además, las damas del piso inferior eran en su clase de lo más interesante. Dos hermanas manejaban la oficina, ambas tenues y morenas, una de ellas esbelta y atractiva. Tenía un perfil aguileño y anheloso, y era uno de esos tipos que recuerda uno siempre de perfil, como recortados en el filo de un arma. Parecía capaz de abrirse paso en la vida. Tenía unos ojos brillantes, pero más con brillo de acero que de diamantes; y su figura rígida y delgada convenía poco a la gracia de sus ojos. La hermana menor era como una contracción de la otra, algo más borrada, más pálida y más insignificante. Ambas usaban un traje negro adecuado al trabajo, con unos cuellecitos y puños masculinos. Por este estilo hay cientos y cientos de mujeres enérgicas en oficinas de Londres; pero el interés de éstas estaba, más que en su situación aparente, en su situación real.
Porque Pauline Stacey, la mayor, era heredera de un blasón y medio condado, y una verdadera riqueza; había sido educada en castillos y entre jardines antes de que una frígida fiereza —característica de la mujer moderna— la arrastrara a lo que ella consideraba como una vida más intensa y más alta. No había renunciado a su dinero, no: eso hubiera sido un abandono romántico o monástico, ajeno por completo a su utilitarismo imperioso. Conservaba su dinero, como diría ella, para usarlo en objetos prácticos y sociales. Parte había invertido en el negocio, núcleo de un emporio mecanográfico modelo; parte estaba distribuido en varias Ligas y Asociaciones para el adelanto del trabajo femenino. Hasta dónde Joan, su hermana y asociada, compartía este idealismo, algo prosaico, nadie lo sabía a punto fijo. Pero seguía a su mayor con un afecto de perro fiel que, en cierto modo, era más atractivo, por tener un toque patético, que el ánimo altivo y rígido de la otra. Porque Pauline Stacey no entendía de cosas patéticas, tal vez negaba su existencia.
Su rígida presteza, su impaciencia fría, habían divertido mucho a Flambeau cuando vino por primera vez a ver los pisos. Él se había quedado en el vestíbulo esperando al chico del ascensor que acompañaba a los visitantes de piso en piso. Pero la falcónida muchacha de ojos brillantes se había negado abiertamente a soportar aquel plazo oficial. Había dicho con mucha rudeza que ella sabía bien manejar un ascensor, y no necesitaba de chicos… ni de hombres. Y aunque su habitación sólo estaba en el tercer piso, en los pocos segundos de la ascensión se las arregló para enterar a Flambeau de sus opiniones fundamentales del modo más intempestivo; opiniones que tendían todas a producir el efecto general de que ella era una mujer moderna y trabajadora, y le gustaba el maquinismo moderno. Y sus ojos negros ardían de ira contra los que rechazan la ciencia mecánica y anhelan el retorno de la era romántica. Todo el mundo debiera ser capaz de manejar una máquina, tal como ella el ascensor. Y hasta parece que no le agradó que Flambeau abriera la puerta para cederle el paso. Y el caballero continuó la ascensión hacia su departamento, sonriendo con un sentimiento complejo al recuerdo de tanta independencia y fogosidad.
Sin duda, era una mujer de temperamento, un temperamento inquieto y práctico; los ademanes de aquellas manos frágiles y elegantes eran súbitos y hasta destructores. Flambeau entró una vez en la oficina de la muchacha para encargar alguna copia, y se encontró con que la muchacha acababa de arrojar en mitad de la estancia unas gafas de su hermana y estaba pateándolas con furia. Se despeñaba por los rápidos de una tirada ética contra las «enfermizas nociones medicinales» y la morbosa aceptación de la debilidad que el uso de tales aparatos supone; conminaba a su hermana a no volver a presentarse por allí con aquel chisme artificial y dañino; le preguntaba si acaso le hacían falta piernas de palo, cabellos postizos u ojos de cristal, y, mientras decía todo aquello, sus ojos fulguraban más que el cristal.
Flambeau, desconcertado ante semejante fanatismo, no pudo menos de preguntar a Miss Pauline, con derecha lógica francesa, por qué un par de gafas había de ser un signo de debilidad más morboso que un ascensor, y por qué la ciencia, que nos ayuda para un esfuerzo, no ha de ayudarnos para el otro.
—Eso es muy distinto —dijo Pauline Stacey pomposamente—. Las baterías, los motores y cosas por el estilo son signos de la fuerza del hombre… ¡Sí, Mr. Flambeau!, y también de la fuerza de la mujer. Ya tomaremos nuestro turno en esas grandes máquinas que devoran la distancia y desafían al tiempo. Eso es superior y espléndido… Eso es verdadera ciencia. Pero estos miserables parches y auxilios que venden los doctores… Bueno, son insignias de cobardía. Los doctores andan prendiéndole a uno los brazos y las piernas como si fuéramos unos mutilados o cojos de nacimiento, unos esclavos de nacimiento. ¡Pero yo he nacido libre, Mr. Flambeau! La gente se figura que necesita todo eso porque ha sido educada en el miedo, en vez de ser educada en el poder y el valor; así también las estúpidas niñeras dicen a los niños que no miren el sol, de suerte que los niños no pueden ya mirarlo sin pestañear. Pero, ¿cuál es, entre todas las estrellas, la estrella que yo no puedo mirar de frente? El sol no es mi señor, y yo abro los ojos y lo miro siempre que me da la gana.
—Los ojos de usted —dijo Flambeau, haciendo una reverencia completamente extranjera— bien pueden deslumbrar al sol.
Flambeau se complació en dirigir un piropo a esta belleza extraña y arisca, en mucho porque estaba seguro de que esto la haría perder su aplomo. Pero cuando subía la escalera para regresar a su oficina dio un resoplido y dijo para sí:
—De modo que ésta ha caído en las manos del brujo de arriba y se ha dejado embaucar por su teoría del ojo de oro.
Porque aunque poco sabía y poco se cuidaba de la nueva religión de Kalon, ya había oído hablar de la teoría aquella de contemplar de frente al sol.
Pronto se dio cuenta de que la liga espiritual entre el piso de arriba y el de abajo era cada vez más estrecha. El llamado Kalon era un tipo magnífico y muy digno, en el sentido físico, de ser el pontífice de Apolo. Era casi de la estatura de Flambeau y de mejor presencia, con unas barbas de oro, bellos ojos azules y una melena de león. Era, por la estructura, la bestia blonda de Nietzsche; pero toda su belleza animal resultaba aumentada, iluminada y suavizada por una inteligencia y una espiritualidad genuinas. Parecía, es verdad, uno de aquellos grandes reyes sajones, pero de aquellos que fueron santos. Y esto, a pesar de la incongruencia más que popular y londinense del ambiente en que vivía: el tener una oficina en un edificio de Victoria Street; el tener un empleado, un muchacho común y corriente vestido como hijo de vecino, sentado en la primera habitación entre el corredor y la que él ocupaba; el que su nombre estuviera grabado en una placa de bronce, y el dorado emblema de su credo colgaba sobre la calle como un anuncio de oculista… Toda esta vulgaridad no podía evitar que el llamado Kalon ejerciera, con su cuerpo y su alma, una emoción opresora, inspiradora. Para decirlo todo cualquiera, en presencia de este charlatán, se sentía en presencia de un gran hombre. Hasta con aquel traje de lino ligero que usaba como traje de taller, era una figura fascinadora y formidable. Y cuando se envolvía en sus vestiduras blancas y se coronaba con una rueda de oro para hacer sus diarias salutaciones al sol, se veía realmente tan espléndido que muchas veces la gente de la calle no se atrevía a reír. Porque, tres veces al día, este nuevo adorador del sol salía al balcón, frente a la fachada de Westminster, y recitaba una letanía a su radiante señor: una al amanecer, otra al ponerse el sol y otra al toque de mediodía. Precisamente daban las doce en las torres del Parlamento y la parroquia cuando el padre Brown, el amigo de Flambeau, alzó los ojos y vio al blanco sacerdote de Apolo en el balcón.
Flambeau, cansado de admirar estas salutaciones diarias a Febo, entró en la casa sin cuidarse siquiera de ver si su amigo le seguía. Pero el padre Brown, sea en virtud de su interés profesional por los ritos, o de su interés personal por las extravagancias, se detuvo a ver el balcón del idólatra, como se hubiera detenido a ver una representación guiñolesca del
Punch and Judy
. Kalon el Profeta, erguido, lleno de adornos de plata, alzadas las manos, dejaba oír su voz penetrante recitando las letanías solares por encima del trajín de la calle. Estaba en mitad de su letanía; sus ojos estaban fijos en el disco llameante. No es fácil saber si veía a alguien o algo de este mundo, pero es seguro que no vio a un sacerdote pequeñín, carirredondo, que entre la multitud de la calle le miraba pestañeando. Tal vez nunca se vio mayor diferencia entre dos hombres ya de suyo tan diferentes: el padre Brown no podía ver nada sin pestañear, y el sacerdote de Apolo contemplaba el astro del mediodía sin un temblor en los párpados.
—¡Oh, sol! —gritaba el profeta—. ¡Oh, estrella demasiado grande para convivir con las demás! ¡Oh, fuente que fluyes mansamente en los secretos del espacio! ¡Padre blanco de toda blancura: de las llamas blancas, las blancas flores y las cumbres albeantes…! ¡Padre más inocente que la más inocente de tus criaturas! ¡Oh, pureza primitiva, en cuya serenidad perenne…!
En este momento hubo como una fuga y un estallido de cohete, entre estridencias y alaridos. Cinco hombres entraban precipitadamente en la casa al tiempo que otros tres salían de ella a toda prisa. Y por un instante todos se estorbaron el paso. Un sentimiento de horror pareció llenar de pronto la mitad de la calle con un aleteo de alarma, alarma todavía mayor por el hecho de que nadie sabía bien lo que había pasado. Y tras esta súbita conmoción, dos hombres permanecieron impávidos: en el balcón de arriba, el hermoso sacerdote de Apolo; abajo, el triste sacerdote de Cristo.
Por fin apareció en la puerta, dominando el tumulto, la enorme y titánica figura de Flambeau. A voz en cuello, como una sirena, gritó pidiendo que llamaran inmediatamente a un cirujano. Y como volviera a desaparecer en el interior de la casa, abriéndose paso por entre la gente, su amigo el padre Brown se escurrió tras él, aprovechándose de su insignificancia. Mientras chapuzaba y se zambullía en la muchedumbre, todavía pudo oír la salmodia magnífica y monótona del sacerdote solar, que seguía invocando al dios venturoso, amigo de las fuentes y flores.
El padre Brown se encontró a Flambeau y a otros seis individuos en torno al espacio cercado del ascensor. El ascensor no había bajado, pero en su lugar había bajado otra cosa que debió bajar en el ascensor.
Flambeau había examinado aquello; había identificado la cara sanguinolenta de la linda muchacha que negaba la existencia de todo elemento trágico en la vida. Nunca dudó de que fuera Pauline Stacey, y aunque había pedido los auxilios de un médico, tampoco tenía la menor duda de que la muchacha estaba muerta.
Flambeau no se acordaba exactamente de si la muchacha le había agradado o desagradado. ¡Abundaban razones para lo uno y lo otro! Pero, en todo caso, su existencia no le había sido indiferente, y el sentimiento indomable de la costumbre le hacía padecer ahora las mil pequeñas dolencias de una pérdida irreparable. Recordaba su linda cara y sus jactanciosos discursos con esa viveza secreta en que está toda la amargura de la muerte. En un instante, como con una flecha del cielo, como con un rayo caído quién sabe de dónde, aquel cuerpo hermoso y audaz se había derrumbado por el hueco del ascensor para encontrar abajo la muerte. ¿Sería un suicidio?
¡Imposible, dado el optimismo insolente de la muchacha! ¿Un asesinato? ¡Pero si en aquellos pisos casi no había nadie todavía! Con un chorro de palabras roncas, que él quiso formular con la mayor energía y resultaron singularmente débiles, preguntó dónde estaba Kalon. Una voz habitualmente pesada, tranquila, plena, le aseguró que durante el último cuarto de hora Kalon había estado adorando a su divinidad en el balcón. Cuando Flambeau oyó la voz y sintió la mano del padre Brown, volvió la atezada cara y dijo sin rodeos:
—Entonces, ¿quién puede haber sido?
—Deberíamos subir para averiguarlo —dijo el otro—. Antes de que la policía aparezca por ahí, podemos disponer de media hora, cuando menos.