Dos hombres que solo tienen en común la nacionalidad española y que no volverán a verse nunca, mantienen un encuentro fortuito en una sala del aeropuerto de Pittsburg. Claudio, uno de ellos, es un profesor de literatura que va a Buenos Aires a dar una conferencia. Marcelo Abengoa, el otro, extrovertido ejecutivo de empresa que espera su vuelo a Miami, cuenta una historia secreta que vivió en un hotel bonaerense.
Luego los viajeros se separan, y pronto Claudio descubrirá en el mismo hotel en que estuvo Marcelo la tenue frontera donde pueden coexistir amor y muerte.
Antonio Muñoz Molina
Carlota Fainberg
ePUB v1.0
gercachifo19.08.12
Título original:
Carlota Fainberg
Antonio Muñoz Molina, 1999.
Diseño/retoque portada: gercachifo
Editor original: gercachifo (v1.0)
ePub base v2.0
Para Bill Sherzer, en recuerdo de Buenos Aires
y de Nueva York, y de nuestras conversaciones
sobre Carlota Fainberg.
La historia de
Carlota Fainberg
la inventé en el verano de 1994, cuando Juan Cruz me sugirió que escribiese para
El País
un relato por entregas, con la única condición argumental de que tuviera algo que ver con
La isla del tesoro
, ya que ese año se celebraba el centenario de la publicación de esa hermosa novela. Los caminos de la ficción siempre son sinuosos: en el relato que escribí entonces intervenía el recuerdo de un par de visitas a Buenos Aires, de un semestre como profesor invitado en la Universidad de Virginia, de un viaje en coche a través del Estado de Pensilvania, de un soneto de Borges sobre un personaje de la novela de Stevenson, el ciego Pew que nos dio tanto miedo la primera vez que la leímos. Fainberg es el apellido de una querida amiga porteña, Mónica Fainberg, que era jefa de prensa de Seix Barral cuando yo publiqué allí mis primeras novelas, y que fue una guía tan afectuosa y experta de mis primeros pasos por ese mundo no siempre fácil de transitar para un recién llegado.
Inventar una historia es también intuir su longitud y su forma. Nada más terminar
Carlota Fainberg
me di cuenta de que los límites del relato a los que me habla ceñido eran demasiado estrechos para todo lo que hubiera querido contar, para el flujo de palabras e imágenes que los personajes y los lugares por donde transitan despertaban en mí. Pero escribir no es sólo ponerse delante de un papel o de un ordenador, es también esperar, dejar que las cosas vayan sedimentándose en la imaginación, y también en el olvido, esperar a que llegue el momento preciso para rescatarlas. Yo no suelo tardar mucho en escribir una historia, pero cada vez tardo más en ponerme a escribirla: entre el momento en que se me ocurre una idea para un relato y el de su escritura pueden pasar muchos años, y ese largo tiempo de inacción me parece tan decisivo como el del trabajo real.
Me hicieron falta cinco años para volver a la historia de
Carlota Fainberg
, que permanecía en suspenso, pero no olvidada, y sin advertirlo yo crecía con otros viajes, otras experiencias, otras conversaciones y lecturas. Empecé por fin a reescribirla en la primavera de este año, y, para mi sorpresa, muy pronto se impuso sobre mí como una invención nueva, que crecía siguiendo las líneas esbozadas en el relato primitivo. La melodía sigue siendo la misma, pero el tiempo, en el sentido musical, creo que se ha hecho más largo, con ondulaciones y resonancias nuevas. El resultado no es un cuento largo, como yo imaginaba, sino una novela corta, y uso ese término sabiendo perfectamente a qué me arriesgo. Muchas novelas que se publican ahora son, técnicamente, novelas cortas, pero sus autores y sus editores procuran no decirlo, sabiendo que aquí lo breve se califica de menor y se considera secundario. Si alguien dice abiertamente que ha escrito una novela corta enseguida se sospechará que no ha tenido capacidad o talento para escribir una novela larga. Pero la novela corta es tal vez la modalidad narrativa en la que mejor resplandece la maestría. Quien lee
Otra vuelta de tuerca
,
La invención de Morel
,
La muerte en Venecia
,
Los adioses
,
El doctor Jekyll y Mr. Hyde
, encuentra a la vez la intensidad y la unidad de tiempo de lectura del cuento y la amplitud interior de la novela. La razón principal para escribir un libro es la misma que para leerlo: que a uno le guste mucho estar haciendo lo que hace. Lector inveterado de novelas cortas, yo he disfrutado tanto inventando y escribiendo esta
Carlota Fainberg
que me ha dado algo de pena que se acabara tan pronto.
A.M.M.
—Yo ya no creo que vuelva nunca a Buenos Aires.
El hombre sentado junto a mí dijo estas palabras con menos tristeza que melodramatismo y se quedó callado unos instantes, bebiendo pensativamente de su Diet Pepsi. Se notaba que las había pensado muchas veces, que se las había dicho a si mismo en voz alta, como cuando uno ha recibido una injuria o un mal modo y luego se desvela repitiendo y perfeccionando la respuesta que no supo o no tuvo valor para decir a tiempo. Frente a nosotros, al otro lado del muro de cristal, la nieve caía tan espesa que no era posible ver nada, y la luz declinante de las dos de la tarde era tan neutra y tan ajena a la hora del día como la de los tubos fluorescentes que iluminaban las grandes bóvedas del aeropuerto de Pittsburgh.
—Se lo prometí a Mariluz, claro está, cuando los dos nos sinceramos y no tuve más remedio que contárselo todo —no me miraba ahora, tenía los ojos fijos en los torbellinos silenciosos de nieve, y quizás en ese gesto también había una parte de ligera impostura, de representación —. Pero tú me comprendes, Claudio, el verdadero motivo no es ése. Mi mujer no es tonta, ella sabe que las ocasiones no paran de presentarse, y que un hombre, por muy buena voluntad que tenga, es difícil, si es hombre, que pueda controlarse siempre. Es que no quiero estropearme el recuerdo, ¿me explico? La magia de aquellos días.
Llevaba varias horas con él y acababa de darme cuenta de que no sabía su nombre. Me lo había dicho, incluso se había apresurado a darme su tarjeta, antes de que nos sentáramos en los taburetes del falso bar inglés en la zona de tránsitos del aeropuerto de Pittsburgh, pero yo no presté atención, o me olvidé del nombre nada más oírlo, y ahora me encontraba en la circunstancia absurda de estar recibiendo las confesiones sentimentales o sexuales de un desconocido que me llamaba por mi first name y se comportaba como si fuéramos amigos de toda la vida. As a matter of fact, como dicen aquí, nos habíamos visto por primera vez hacia las once a.m., en un puesto de prensa, o más bien él había visto sobresalir del bolsillo de mi gabardina un ejemplar atrasado de
El País Internacional
, e inmediatamente se había dirigido a mí en español, con la seguridad absoluta, según dijo más tarde, de que éramos compatriotas.
—Tú haz caso de lo que me dice la experiencia, Claudio —yo no me acordaba de su nombre, pero él manejaba ya fluidamente el mío —. Un español reconoce a otro mucho antes de oírlo hablar, nada más que viéndole la pinta. Vas por Nueva York, un ejemplo, por la Quinta Avenida, a la hora de más gentío y más tráfico, ves en un semáforo a una pareja, de espaldas a ti, los dos con camisas y vaqueros, de unos treinta y tantos años, ella con un poco de culo, con zapatillas de deporte muy nuevas, con un jersey fino echado por los hombros, o atado a la cintura, y no sé por qué pero lo sabes, lo puedes jurar: «Esos dos son españoles». Qué le vas a hacer, tenemos esa pinta, ese look, como dicen ahora.
Me disgustó que una persona tan vulgar se concediera tales prerrogativas sobre lo que él llamaba mi pinta. Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española. También debo añadir que con los años me he acostumbrado a lo que al principio me atosigaba tanto, a las formalidades y reservas de la etiqueta académica norteamericana, y que ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrassed, ante cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala educación.
Hay otra consideración que no debo eludir: en los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo, y cualquier amenaza de conversación me incomoda. Pertenezco a lo que los sociólogos llaman aquí, con una metáfora no infortunada, el tipo cocoon. Aunque no esté en mi casa, bien calefactada y forrada de moquetas, por dondequiera que voy me envuelve mi capullo cálido de confortable privacy. Abro con avaricia cualquiera de los libros o los journals que he escogido para el viaje, o recurro, si tengo mucho trabajo, a algún paper urgente, a mi pequeño ordenador, mi imprescindible lap top, me pongo las gafas de cerca, las que llevan una oportuna cadenita para evitar su pérdida, guardo las otras en su funda y en el bolsillo interior de mi chaqueta, y por lo que a mí respecta, aunque me encuentre en un aeropuerto populoso, igualmente podía estar en mi despacho del departamento, en una de esas tardes de final de semestre en que ya apenas quedan estudiantes y reina en las aulas, en los patios alfombrados de césped y en los corredores, un silencio de verdad claustral.
Cuando aquel hombre me interpeló, señalando el periódico en papel biblia que sobresalía de mi bolsillo, mi primer impulso fue ocultarlo, y el segundo fingir que no comprendía su idioma, pero estaba claro que era demasiado tarde para escabullirse sin indignidad de aquella situación. Muy incómodo, aunque sonriendo, le dije que sí, que era español, y esa coincidencia le hizo calurosamente suponer que habría otras, y que yo también estaría esperando que fuera anunciado el vuelo de United Airlines hacia Miami. Contesté que no, si bien no le dije el vuelo que yo esperaba, pero dio igual, porque él, ajeno a esas barreras invisibles pero terminantes que ciertos silencios levantan en América, me preguntó cuál era el mío, y yo no tuve en aquel momento la entereza de negarle esa información con una muestra adecuada de reserva anglosaxon. El avión que yo debería haber tomado varias horas antes volaría, si alguna vez amainaba la tormenta de nieve, a Buenos Aires, y fue al pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo estuve perdido del todo. Resultó que mi compatriota conocía esa ciudad, dijo, «como la palma de su mano», palma que ahora decididamente me tendió, más bien volcada hacia abajo, en una especie de dinámica horizontal que anunciaba un apretón de vehemencia temible y del todo innecesaria, según tenían por costumbre hace años los ejecutivos y los jefes de ventas españoles.
Previendo horas de calma y de lectura, yo me había resignado sin dificultad al contratiempo del blizzard, que según los mapas de los meteorólogos y las amenazantes imágenes transmitidas vía satélite borraba bajo una lenta espiral todo el nordeste de los Estados Unidos. Ya nevaba muy fuerte cuando viajé a Pittsburgh, siendo aún noche cerrada, en un tren rápido, confortable y casi vacío desde la estación de Humbert, Pensilvania, que está muy cerca (al menos en términos norteamericanos) del Humbert College, donde yo he venido labrándome en los últimos años una posición decorosa, aunque todavía insegura, como associate professor. Podía haber pedido a un compañero del departamento o a un estudiante que me diera un ride hasta la estación: preferí llevar mi coche y dejarlo en el estacionamiento subterráneo próximo a ella, evitando así la circunstancia siempre algo unpleasant de pedir un favor. (En América hay una frontera muy precisa, pero también invisible para el no iniciado, entre los favores que pueden pedirse y los que no, y un paso inoportuno al otro lado de ella puede traer consigo desagradables consecuencias, un enturbiarse repentino de la superficie tan afable de las cosas, un matiz elusivo en las miradas y las sonrisas, hasta ese momento tan francas, que uno recibía.)