Morini empezó a ordenar unos papeles sobre su amplia mesa de chairman, se quedó como estudiando una carta o un formulario, algo de mucha importancia, parecía, lo fue dejando caer poco a poco mientras levantaba la cabeza, todavía sin mirarme, y se subía las gafas. Pensé: «Ahora viene lo peor».
—Hay otros problemas, Claudio —dijo, ya muy serio —. Soy tu amigo y no quiero ocultártelo.
Tragué saliva y con un gesto lo animé a continuar el suplicio.
—Sospechas de racismo. De cierto race bias, al menos.
—Pero eso es una calumnia —balbucí, como un acusado sin defensa, sintiéndome ya definitivamente perdido —. Tú me conoces desde hace años, Morini, sabes que yo jamás, ni de palabra ni de obra...
—Esa estudiante tuya, Ayesha algo...
—¿Una chica negra, bastante gorda? —nada más decir esas palabras me arrepentí, comprendiendo que yo mismo estaba labrándome la perdición: Morini ponía cara de estar a punto de mesarse los cabellos, o entregarme a esa Inquisición a la que me suponía tan próximo.
—«Una chica negra, bastante gorda» —Morini imitaba mi acento español, aunque bajando la voz, y mirando un instante de soslayo la puerta del despacho, que estaba cerrada —. ¿Quieres buscarme la ruina, Claudio, hablando de esa manera delante de mí? ¡Y luego te quejas de que te acusen de white supremacist! Esta chica african —american, sobre cuyo aspecto físico no hay necesidad de hacer ninguna observación ofensiva y/o discriminatoria, vino a quejárseme porque le habías marcado su último paper con una C.
—Por lo menos la aprobé, ¿no? No sabe nada de nada. No interviene en las clases, ni siquiera habla con los demás estudiantes. Se queda dormida masticando.
—La aprobaste, Claudio, qué palabra. Ustedes los españoles siempre aprobando y desaprobando a la gente, siempre con el espíritu de gran inquisidor. ¿Estás seguro de que la race y el gender de esa chica no te inclinaron, aun de manera subconsciente, a darle esa mark tan baja? Soy tu amigo, Claudio, a mí me puedes abrir el corazón.
—Por Dios, Morini, los dos mejores estudiantes que tengo son chicas, una de ellas african —american, y la otra china, perdona, chinese —american.
Casi sonreí, creyendo que me había apuntado una mínima victoria, pero Morini no parecía nada convencido, ni siquiera dio la impresión de haber escuchado mis últimas palabras. De nuevo tomó de la mesa un papel, un formulario o el cuadernillo de un journal, y sujetándolo entre las dos manos levantó despacio la cabeza y empezó a hablar antes de mirarme. Me sentía como si estuviera a punto de ser enviado a un campo de reeducación norvietnamita.
—Me ha sido muy difícil, Claudio, pero soy tu amigo y la amistad yo la pongo por encima de todo. No te oculto que tu situación en Humbert College no es envidiable. Te he defendido mucho, pero eso no basta, también tienes tú que poner de tu parte. Tendrías que dar algún signo, enrolarte en algún taller de race sensitivity, citar a otros autores, ¡y autoras!, en tus cursos. Ann Gadea, te adelanto, es una mujer magnánima. Me ha dicho que te valora mucho, que espera colaborar contigo en el día a día del departamento...
Justo entonces yo tendría que haberme levantado y haber salido del despacho de Morini dando un portazo, pero no lo hice. Salí un rato después, y entonces las secretarias, que están siempre al acecho, me sonrieron con perfecta falsedad y me desearon angelicalmente a good day, no sin la complacencia de ver humillado a alguien que ocupa una posición superior. Encerrado en mi oficina, le escribí a Morini, después de deliberaciones dolorosas y de borradores sucesivamente más audaces, una letter of resignation, en la que más o menos venía a decirle que escupía sobre la limosna académica y laboral que me había ofrecido.
Releí la carta, la doblé, la guardé en un sobre con el membrete del departamento, imaginé con anticipado orgullo una travesía del desierto académico tan ardua como la de mi amigo Mario Said. Al salir de la oficina, camino del despacho de Morini, me puse la carta en el bolsillo.
Todavía la tengo allí, dos semanas más tarde. Me digo que este retraso no es una cuestión de cobardía, sino de prudencia. ¿Voy a volver a España, a estas alturas de mi vida, voy a empezar otra vez de cero en cualquier otra parte, ahora que tengo casi pagado el mortgage de mi casita, y que según parece, Morini y Ann Gadea quieren contar conmigo y valoran mucho mi posible aportación en la nueva etapa del departamento?
A finales de mayo, cuando termine el spring semester, he decidido que viajaré a Madrid. Entre unas cosas y otras ya hace tres años que no voy a España. Tendré que mirar en mis papeles a ver si no he perdido la tarjeta de Marcelo Abengoa. Me gustaría decirle que el hotel Town Hall de Buenos Aires ya habrá sido derribado, y que sólo en nosotros dos, en nuestro recuerdo o nuestra imaginación, sigue habitando todavía Carlota Fainberg.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA, nació en Úbeda (Jaén) en 1956. Desde que publicó Beatus Ille (1986), su primera novela, su obra no ha dejado de suscitar expectación y entusiasmo. El invierno en Lisboa (1987) le proporcionó el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica, y le descubrió como un narrador de gran hondura y enorme capacidad de fabulación. Con El jinete polaco (1991) ganó el Premio Planeta y de nuevo el Premio Nacional de Literatura. También ha publicado Las otras vidas (1988), Beltenebros (1989), Nada del otro mundo (1993), El dueño del secreto (1994), y en Alfaguara: Ardor guerrero (1995), Plenilunio (1997), Premio Femina 1998 a la mejor novela extranjera, Carlota Fainberg (1999), Sefarad (2001) y En ausencia de Blanca (2001). Algunos de sus artículos y ensayos están recogidos en Las apariencias (1995), Pura alegría (1998) y La vida por delante (2002), también en Alfaguara. Ventanas de Manhattan (2004), El viento de la Luna (2006) y La noche de los tiempos (2009) son sus últimas obras. Es miembro de la Real Academia Española.