CARLOTA FAINBERG (11 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Iba a alejarme de allí, no sin desconsuelo, diciéndome a mí mismo que una de las más insalubres costumbres gastronómicas de España es la de los almuerzos abundantes, pero mis pasos no obedecieron a mi voluntad, y mientras yo me dictaba la orden de continuar el paseo y tomar un sándwich rápido en algún puesto callejero, otra parte de mí, la que había sido hechizada y drogada por el olor de la carne, entró decididamente en el restaurante, que era muy grande y estaba muy animado, se dejó guiar hacia una mesa por un obsequioso camarero de cara y ademanes italianos, que desplegó ante mí una carta forrada en piel auténtica de vaca, en piel entera, quiero decir, con un pelo rubio y suave como el de la vaca disecada del escaparate. No ignoro que la carne roja es una mina de colesterol y de otras sustancias nocivas, y hace tiempo que perdí la costumbre de tomar vino con el almuerzo, pero aquel día me atreví a tomarme uno de esos steaks maravillosos a los que llaman, algo misleadingly para un español, bifes de chorizo, así como una jarrita entera de vino italiano, áspero y delicioso, servido oportunamente, cada vez que quedaba mediada mi copa, por el atento camarero que me había guiado hasta la mesa, hacia el que acabé sintiendo una simpatía desbordada, una gratitud rayana en la emoción. No tenía esa amabilidad demasiado rápida de los waiters americanos, que lo marean a uno con su solicitud excesiva, de un dinamismo gimnástico, llenándole vasos de agua helada, sin que uno los pida, preguntándole si everything is OK y al mismo tiempo mirando a otro lado, importunándole para saber si quiere pedir otra cerveza, casi haciéndole pedir más cosas a achuchones. Este camarero porteño no me agobiaba, pero estaba siempre atento a mí, evitándome esa situación deplorable de quien come a solas en un restaurante y alza la mano para pedir algo y nadie le hace caso. Cuando vio que había terminado el inolvidable bife de chorizo me animó a probar como postre el flan con dulce de leche de la casa, que me tomé entero, a pesar de su consistencia y del peso y la hinchazón de mi estómago, tan poco acostumbrado a tales festines. Nada mejor para culminar la comida que un café y un digestivo, aconsejó: me hizo olvidar ese líquido infame al que llaman coffee en América sirviéndome un café muy negro y aromático, y el digestivo que me trajo no era, como yo había supuesto, una infusión de poleo o similar, sino una copa diminuta de grappa siciliana, destilada, según él, en el pueblecito de sus antepasados. Justo al probarla me acordé de que Abengoa había terminado con un copa de grappa su primera cena en Buenos Aires.

Casi con lágrimas en los ojos (lágrimas de agradecimiento y de digestión, como las de los cocodrilos), me despedí del camarero estrechándole la mano y prometiéndole que volvería, y que si viajaba alguna vez a Sicilia visitaría aquella aldea cuyo nombre, repetido por él y leído por mí en la botella de grappa, ya se me había olvidado. Le dejé, creo yo, una propina principesca, y crucé el gran salón del restaurante hacia la salida procurando avanzar en línea recta entre las mesas y no tambalearme.

Había pensado asistir a la sesión de la tarde de la conference, cuyo momento estelar iba a ser la keynote speech impartida nada me nos que por la célebre Ann Gadea Simpson Mariátegui, de Palo Alto, California, que exhibe los apellidos de sus exmaridos como si fueran los trofeos de un guerrero jíbaro, y a la que llaman, no sin razón, la Terminator del New Lesbian Criticism. Su último libro, que me prestó Morini, aconsejándome vivamente que lo leyera («para que veas por dónde van los tiros, como dicen ustedes en la madre patria, siempre tan belicosos»), se titulaba
«(Under) writing the female body: Sor Juana Inés de la Cruz/Frida Khalo/Madonna»
y venía gozando en los Spanish departments de un prestigio (a mi parecer, desde luego) un tanto overrated, pero inatacable. De pronto, en todos los parties, en los almuerzos del Faculty Club, ése era el libro que todo el mundo acababa de leer, y que yo trataba de disimular que aún no había leído.

Tenía tanto sueño que me desplomé en un taxi y casi me quedé dormido en el trayecto hacia el hotel. Me eché en la cama, calculando que tendría tiempo para una catnap de veinte minutos o media hora antes de irme a la lecture de Simpson Mariátegui, que se titulaba, por cierto, según leí en el programa,
From Aleph to Anus: Faces (and feces) in Borges. An attempt at Postcolonial Anallysis
. Sentí placenteramente cómo me iba deslizando hacia el sueño, bien ahíto de comida, de vino tinto, de café, de grappa, en un estado de beatitud física que me hizo acordarme de la cara colorada y la barriga prieta de mi fugaz amigo Marcelo Abengoa, acordarme o soñar con él, que me contaba algo, aunque yo no distinguía bien sus palabras, había comido y bebido demasiado...

No me desperté a tiempo de ir esa tarde a la conference, pero a la mañana siguiente, cuando acudí por fin a ella, la ilusión de haber sido invitado empezó a convertirse en un sentimiento de incomodidad, hasta de un poco de fastidio, como si yo no tuviera mucho que hacer allí ni en realidad me uniera nada con la mayor parte de las personas con las que me cruzaba, aunque exteriormente era idéntico a casi todas ellas, distinguiéndome apenas por el nombre que llevaba en el badge plastificado de la solapa. No me enteraba de una gran parte de las cosas que escuchaba, aunque entendiera perfectamente las palabras españolas o inglesas en que se decía, y estuviera ya muy habituado a casi todas ellas. Después de asistir a tantas conferences y seminars, aquélla fue la primera vez que me di cuenta de algo muy curioso: todos los scholars, aun hablando idiomas diversos y viniendo de varios continentes, repetíamos siempre el mismo gesto durante la lectura de nuestros papers, e incluso después, en las charlas de pasillo o en los comedores: cada vez que queríamos indicar que citábamos algo, que lo entrecomillábamos para ponerlo en duda, extendíamos los brazos a los costados para dibujar en el aire, con los dedos índice y corazón de cada mano, el signo de las comillas, como si las puntas de los dedos rascaran o aletearan brevemente en el vacío.

Mi paper sobre narratividad e intertextualidad en el soneto
Blind Pew
, además, no me tocó leerlo en la sesión plenaria, tal como estaba scheduled. Por culpa de una confusión, de un malentendido achacable a la falta de seriedad (tan latina) de los organizadores, fui desplazado a un aula marginal y a una hora imposible, las ocho y media de la mañana del último día. Mi nombre atrajo una exigua audience de cuatro personas, pero cuando me situé delante del lectern y me puse las gafas para empezar a leer noté que había entrado un quinto espectador. Se me atragantó el primer carraspeo de cortesía: quien había entrado era, para mi sorpresa y mi infortunio, Ann Gadea Simpson Mariátegui, a quien reconocí por sus fotos, porque nunca, hasta aquel día desdichado, la había visto in the flesh. ¿Cómo era posible que ella, la diva de la Conference, hubiera madrugado para molestarse en asistir a la lecture de un casi don nadie? Pero yo soy muy torpe o muy perezoso para sospechar, y en aquel momento no se me ocurrió hacerme con demasiado ahínco esa pregunta.

Leí, muy nervioso, con la boca seca, sin atreverme a desplazar la mano hasta el vaso de agua y a llevármelo a los labios, porque temía que se me notara mucho el temblor, que se me derramara el agua. A Simpson Mariátegui no me atrevía a mirarla: de vez en cuando buscaba la mirada de una chica joven sentada en la primera fila, bastante fea, con gafas grandes, pálida, con el pelo color de paja sin brillo, con las mejillas un poco abruptas de acné. La veía mover la cabeza aprobadoramente hacia lo que yo decía, tomar notas, empecé a sentir hacia ella una mezcla muy rara de lástima y de gratitud. Tras un tiempo eterno terminé mi exposición, sonreí, con la sonrisa tonta y rígida del miedo, me quité las gafas, agradecí una o dos palmadas anémicas, producto de la temerosa efusión de la señorita de la primera fila.

Al principio me pareció que escaparía a salvo. Pero el silencio de Simpson Mariátegui era ese instante de inmovilidad en que la fiera entona sus músculos para saltar sobre la presa inerme.

Alzó la mano, se puso en pie, mordiendo la punta de un bolígrafo, punta que luego volvió hacia mí en un gesto no muy distinto del de apuntar una pistola. Me aplastó. Me humilló. Me sumió en el ridículo. Me negó el derecho a hablar de Borges, dada mi condición de no latinoamericano. Me acusó de alimentar la leyenda de Borges, ese escritor elitista y europeo que dio la espalda a las genuinas culturas indígenas latinoamericanas. Me recordó, citándose con desenvoltura a sí misma, su celebrada ecuación Europe=Eu/rape. A esas alturas la chica de los granos, mi oyente fervorosa, bajaba la cabeza cuando yo buscaba un poco de ayuda en sus ojos, como si yo le diera tanta pena que no pudiese mirarme, o como si quisiera ocultar ante la iracunda Terminator cualquier rastro de simpatía hacia mí.

Ya en jarras, Simpson Mariátegui se preguntó hasta cuándo iba a ser tolerada la fascinación europea, heterosexual y masculina por los mitos del expolio colonial, pues no otra cosa, según ella, era
La isla del tesoro
, uno de cuyos personajes, el mendigo ciego que se llama Pew, protagoniza el poema de Borges que yo había intentado analizar, y que tantas veces me he repetido a mí mismo de memoria, sin que deje nunca de emocionarme de una manera honda y misteriosa, de hacerme una compañía siempre leal incluso en los episodios más mezquinos de la soledad o el infortunio:

Lejos del mar y de la hermosa guerra,

Que así el amor lo que ha perdido alaba,

El bucanero ciego fatigaba

Los terrosos caminos de Inglaterra...

X

Uno o dos días después, el sábado de aquella semana de raro otoño austral que pasé en Buenos Aires, en una mañana fresca, con una promesa de lluvia en el aire, me encontré paseando al azar por una plaza que resultó ser la de Mayo, y al doblar una esquina vi de pronto ante mí el letrero vertical y el tamaño ingente del hotel Town Hall. Como tantas veces, mientras andaba solo por la calle había ido murmurando versos de Borges, primero el poema a Espinoza
(Las translúcidas manos del judío/labran en la penumbra los cristales...)
, después El Golem, que me sé entero a pesar de su longitud, por fin, de nuevo, mi querido
Blind Pew
, el soneto gracias al cual, de algún modo, yo había viajado a Buenos Aires, el que había hecho caer sobre mí el furibundo anatema de Ann Gadea Simpson Mariátegui.

Sabía que en remotas playas de oro

Era suyo un recóndito tesoro

Y esto aliviaba su contraria suerte...

Si pensaba en la humillación a que me había sometido aquella mujer que no me había visto nunca y a la que yo no le había hecho nada (mi paper no lo escuchó casi nadie, pero los exabruptos de Ann Gadea contra mí fueron el gossip de todo el simposium), si me acordaba del modo en que me había mirado, golpeando el bolígrafo contra su notebook y agitando ligeramente la cadenilla de las gafas, con un sonido no muy distinto al cascabeleo de una rattlesnake, aún me picaba la cara como si fuera a ponerme colorado, la cara y el pelo, y tenía que rascarme, en medio de Buenos Aires, y me ponía a murmurar entre dientes palabras que de ser oídas acarrearían mi expulsión inmediata de Humbert College.

Había llamado a Borges dead white male trash, la tía, y a mí me había acusado más o menos de complicidad hereditaria, en mi condición imperdonable de español, con las cárceles de la Inquisición, con el genocidio de las poblaciones indígenas, con las aberraciones sexuales cometidas por Hernán Cortés con Malinche, su amante Native American. Pero si de todos modos iba a ir hablando solo por la calle, mejor me ponía a recitar versos de Borges.

A ti también, en otras playas de oro,

Te aguarda incorruptible tu tesoro...

Ya estaba delante de la puerta giratoria del Town Hall, y sin meditación ni propósito, sin incertidumbre, con una ligera sensación de ser guiado o atraído, me vi empujándola, y enseguida fui como envuelto o abducted por ella, en su lento torbellino, y me encontré, en menos de un segundo, en otro mundo que no tenía nada que ver con el que habla dejado en la acera, en la vereda, como dicen los argentinos, con una palabra tan bella: estaba en el lobby de un hotel Art Déco, una versión disminuida y decrépita del Waldorf Astoria, un lugar donde no es que el tiempo se hubiera detenido, como suelen decir en las novelas, sino donde se habían detenido las cosas, porque el tiempo sí que había pasado muy cruelmente por ellas, envejeciéndolas sin rastro de nobleza, más allá del efecto de la negligencia humana, hasta un punto espectral como de ruina geológica.

En el aeropuerto de Pittsburgh había imaginado este lugar a través de la voz de Marcelo Abengoa. Ahora lo reconocía como si ya hubiera estado en él, porque la descripción que había escuchado era de una perfecta accuracy: los empleados lentos, con uniforme gris de largas botonaduras hasta el cuello y gorrito circular, la alfombra barroca y densa, pero con calvas ignominiosas, las columnas de mármol de una altura y una solidez de templo egipcio, el salón de amplitud inmensa en medio del cual pendía una araña tan grande como la copa invertida de un árbol. (Algo más que tienen en común Buenos Aires y Nueva York es la escala ingente de algunos espacios interiores, tan ajena a las mezquinas estrechuras europeas.)

Me fijé, sin embargo, en que el recepcionista no era el hombre de pelo blanco y gafas del que me había hablado Abengoa. No era viejo, pero tampoco era joven, no tenía casi pelo, pero tampoco se hubiera podido decir que estaba calvo. Anotaba algo en un libro ciclópeo de registro cuando pasé junto a él, y no levantó los ojos. El ascensorista sí que era con toda seguridad el que Abengoa conoció: tenía el pelo brillante y planchado hacia atrás, con ese aplastamiento excesivo que tiene el pelo de ciertos borrachos que se peinan mucho, aunque no se laven la cabeza. Necesitaba con la misma urgencia un afeitado y un uniforme limpio, y no se había molestado en abrocharse los botones superiores de su chaquetilla de ascensorista de 1940.

Me extrañó que nadie me interpelara. Supongo que la inminencia de la ruina absoluta los había sumido a todos en un estupor de indiferencia y desgana. En los cuatro años transcurridos desde el viaje de Abengoa todo parecía haberse ido degradando con una persistencia monótona, al mismo tiempo que la ciudad revivía y se recobraba de los peores estragos de la crisis, y al parecer también del pánico a los militares, según me había dicho Mario Said, que tenía tantos motivos para seguir temiéndoles.

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