CARLOTA FAINBERG (13 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

—Ahora que está muerto el patrón y que el hotel lo van a derribar ya no importa que se sepa —dijo, severamente en pie, vestida de negro, como una aldeana española —. El señor Fainberg se volvió loco por ella, pero a Carlota él no le importaba nada. Yo la conocía bien: fui su asistenta en el teatro, y cuando se casó con Fainberg me trajo con ella. Al poco tiempo se aburrió y empezó a decir que por culpa de aquel hombre había tenido que renunciar a su carrera. Mentira, se lo digo yo. La carrera de Carlota estaba ya terminada, y por eso aceptó casarse con él, para asegurarse una posición. Y durante los cinco años que vivió después no paró de engañarlo. De mí no se ocultaba: cómo iba a ocultarse, si yo la había visto en sus comienzos. Pero cada vez era peor, se ofrecía a los clientes, como una puta debajo de un farol. Se iba a una habitación con cualquiera de ellos y el patrón andaba por los pasillos buscándola, y me sacudía a mí para que le dijera dónde estaba. Algunas veces la llegó a sorprender con un amante y entró en la habitación para expulsarlo a patadas, imagine la vergüenza para un hotel de esta categoría, el escándalo. Yo andaba siempre cerca, por si ella me necesitaba, pero no vaya a creerse que me trataba a mí mejor que a su marido. Tenía la cabeza llena de humo, creía que todavía era una gran actriz de Buenos Aires, y el público ya la había olvidado. Una mañana la vi salir de la habitación de un gringo con el que había pasado toda la noche, en el piso quince, dando un escándalo. Desde mi cuartillo había estado yo oyendo las risas de los dos, los golpes en la pared, el ruido de la cama, los gritos de ella, y además los del gringo, que eran como los de los vaqueros en las películas del Oeste, cuando se suben a un toro o a un caballo salvaje, los muy idiotas. Cuando Carlota salió, el ascensor estaba abierto justo en aquella planta, y no había ascensorista, mire qué casualidad, si no faltaba nunca. A ella le gustaba manejarlo sola. La vi entrar en el ascensor y un minuto después ya estaba muerta y destrozada.

La mujer dejó de hablar, pero no de mirarme. Tuve un escalofrío al descubrir que me había quedado solo con ella. Recordé con vaguedad que mientras la escuchaba sonó un timbre y el camarero se marchó, quitándose la chaquetilla roja. Yo dejé mi vaso vacío sobre la barra e intenté algún gesto que aliviara la rígida situación, encogerme de hombros o sonreír. Pero yo no había inventado a la mujer rubia, a pesar del alcohol y de la falta de luz, yo la había visto, había llegado a sentir su perfume de madreselva, casi lo percibía ahora mismo, rozándome como una insinuación, como una presencia de algo.

—Usted la ha seguido viendo todos estos años —dije, pero la mujer me miraba como si yo le hablara en un idioma desconocido —. Usted la veía en el piso quince, y la ha visto hace un rato en el comedor, ¿verdad? Siempre cerca de ella, como entonces, por si necesita algo. La ha visto haciéndome un guiño, pidiendo fuego, como lo haría con los clientes cuando estaba viva, fingiendo que se le había torcido un tacón.

—Tiene que irse de aquí —la mujer inesperadamente volvió a conectar la aspiradora, y al inclinarse para limpiar con ella en algún punto de la extensión ilimitada de la alfombra fue otra vez una criada vieja y menuda, trivial y algo patética, una emigrante sin fortuna, sin el menor misterio —. Tiene que marcharse enseguida. Usted es muy joven para pensar tanto en los muertos.

XI

Siempre llega un momento, más tarde o más temprano, en que la soledad más satisfecha y autosuficiente se convierte en un estado de quejumbrosa humillación, y en el que uno añora miserablemente los cuidados de una esposa, de una madre abnegada. El lunes yo tenía que haber volado de regreso a Pittsburgh. El domingo empecé a notar un picor muy desagradable en la garganta, y se me repitieron varias veces los accesos sucesivos de calor que habían empezado la mañana infausta de mi lecture, y que yo consideraba derivaciones psicosomáticas del berrinche provocado por la innombrable Terminator. Recordé con aprensión un paseo imprudente por la Costanera, un mediodía de sol casi de verano y rachas de viento atlántico que me enfriaban el sudor. Asomado a las aguas del río de la Plata me había acordado de Borges.

Y fue por este río de sueñera y de barro

Que vinieron las naves a fundarme la patria.

Dormí esa tarde una siesta extenuada e inquieta y cuando me desperté tenía fiebre, y cada vez que tragaba saliva parecía que se me iba a desgarrar la garganta. Siempre llevo en los viajes un frasco de Tylenol: tomé dos pastillas que me aliviaron un poco, y procuré beber mucha agua, a sorbos, por el dolor de la garganta. Apenas fue de noche me dormí con la somnolencia engañosa de la fiebre. Aún tenía esperanzas de encontrarme mejor por la mañana, o al menos de estar en condiciones de ir al aeropuerto y tomar el avión. Pedí que me despertaran a las siete. A las cuatro y media estaba despierto, con la cara ardiendo, con la lengua áspera, con la garganta hinchada, en un estado físico y moral deplorable que sólo puede comprender quien haya pasado a solas una noche de fiebre en la habitación de un hotel.

A las siete acepté el hecho de que no estaba en condiciones de emprender el viaje. Delirando de fiebre tuve que verme envuelto en tortuosas gestiones telefónicas, primero para cancelar mi billete e intentar que me hicieran una reserva en el vuelo del día siguiente sin pagar una penalización exorbitante, luego para que la dirección del hotel me permitiera quedarme una noche más, lo cual trajo consigo malentendidos y dificultades y dilaciones que se volvían más lentos y se enredaban más laberínticamente por culpa de la fiebre que seguía subiéndome, y que cuando remitía era para dejarme tirado en la cama de aquella habitación a cada momento más hostil como un despojo de mí mismo.

Llamé también a Morini, y por miedo a que creyera que mi enfermedad era un pretexto para alargar el viaje exageré innecesariamente mi estado y puse un poco más ronca la voz: que no me preocupara, me dijo, que la salud era lo primero, que él lo tenía todo bajo control, para eso estaban los amigos.

El miércoles me encontré por fin en condiciones de viajar. Recuerdo como una pesadilla los trámites del check in en Ezeiza, las colas populosas delante de los desks, el espacio exiguo del asiento en clase turista donde pasé doce horas en las que me venía en oleadas el presentimiento de la fiebre, el pánico de que me volviera a subir en aquel avión agobiante, convirtiéndome de nuevo en eso que es uno cuando está solo y se pone enfermo en un país extranjero: un paria.

En los diez días de mi ausencia la nieve había desaparecido de los paisajes boscosos de Pensilvania, y con ella cualquier rastro del invierno que dejé atrás al marcharme. En las praderas de Humbert College, en el gran espacio abierto de Humbert Commons, el césped resplandecía al sol con un verde fuerte y luminoso, y todo el aire estaba perfumado de savia, del olor a la hierba que iban cortando con su ronroneo monótono los lawn mowers. Los estadounidenses se toman tan fanáticamente en serio las promesas del buen tiempo como las del american way of life: bajo los grandes chestnuts del campus, en los que habían estallado casi al mismo tiempo los brotes de hojas nuevas y los racimos de flores rosadas, las estudiantes, apenas había empezado a apretar el sol, se tendían en la hierba ya vestidas del todo de verano, en shorts, en camiseta, descalzas, manchas de piel muy blanca sobre el verde intenso de la pradera revivida en unos días tras seis meses de invierno.

No oculto que me latía incontroladamente el corazón cuando empujé la puerta enorme y pesada que da paso al Humbert Hall, donde están las aulas y las oficinas del departamento. La noche anterior, cuando llegué a casa, desguazado por el viaje, puse el contestador automático por ver si había dejado algún mensaje Morini: esa tarde, mientras yo sobrevolaba en un 747 el golfo de México, se habría decidido mi ascenso a full professorship. Pero en la answering machine no había ningún recado, ni de Morini ni de nadie, y ese silencio ya me pareció un mal augurio. Me consolé como pude recordando algo que me había dicho Morini una vez, que no le gustaba dejar mensajes importantes en ese aparato sin alma. Tuve la tentación de llamarlo a su casa: pero jamás me habría atrevido a esa hora, las diez y media de la noche. En Pensilvania llamar por teléfono después de las diez es casi tan pecado (y casi tan delito) como ponerse a beber alcohol una mañana de domingo en el aparcamiento de una iglesia.

Dormí bien, a pesar de todo, porque había pasado en vela las tres noches anteriores, y porque me tomé dos somníferos. Nada es más beneficioso para mi equilibrio personal que una buena noche de sueño. A pesar de la inquietud conduje con buen ánimo las veinte millas de Humbert Drive que me separaban del trabajo, y al dejar estacionado mi coche saludé con un Hi lo más optimista que pude a las ancianas secretarias del Spanish Department, que habían salido del edificio para fumarse un pitillo. Suelen ser muy amables conmigo, pero esa tarde me contestaron muy distraídamente, y una de ellas, la jefa de administración, miró para otro lado, como si no me hubiera visto.

Pero habrá que ir al grano, por usar la expresión que repetía Marcelo M. Abengoa. Entré en el despacho de Morini, que estaba hablando por teléfono y me sonrió y me tendió la mano pidiéndome por gestos que me sentara, y que después de tenerme veinte minutos esperando a que terminara una conversación a todas luces banal, o cuando menos susceptible de ser abreviada, me dijo sin mayores preámbulos que sentía tener que ser él quien me diera la noticia, y que el departamento había desestimado mi ascenso, decidiéndose por otro candidato más suitable.

Hasta ese momento yo no había sabido que hubiera otro aspirante al mismo puesto que todo el mundo, durante los últimos meses, me había asegurado que sería para mí. Pude mantener la dignidad porque estaba sentado: si la noticia me pilla en pie es probable que las piernas no me hubieran sostenido. Con un hilo de voz pregunté quién era el otro candidato:

—Candidata. Creo que os conocisteis en Buenos Aires —Morini se miró las puntas de las uñas, perfectamente polished —. Ann Gadea Simpson Mariátegui.

Al decir ese nombre (esa lista amenazadora de nombres, más bien, como si en vez de una mujer mi victoriosa adversaria fuese todo un pelotón de terminators), Morini levantó los ojos para estudiar el efecto que provocaba en mí. Me imaginé impasible, digno, despectivo, orgulloso, golpeado, pero no vencido, apreté los dientes y respiré hondo y suave intentando no echarme a llorar, a llorar embarracado, como decían antes las madres españolas.

—Yo soy tu amigo, Claudio, desde el principio aposté por ti, tú eras mi candidato. Pero no te oculto que al surgir la candidatura de S.M. (ella prefiere que se la llame con esas iniciales, como sabes), tú no tenías a ghost of a chance, estabas perdido, y no sabes cómo me cuesta decirte esto, qué malas noches he pasado. No es sólo su currículum, sus publicaciones, el número de mentions que tiene en trabajos de otros, en los journals más respetados. Comprende que es una mujer, y que es lesbiana. Más del diez por ciento de este país es gay y lesbian, Claudio. ¿Y cuántos profesores de este departamento tenían hasta ahora esa sexual orientation?

Me encogí de hombros: habría debido sujetarme a los brazos del sillón, porque Morini amplió la sonrisa y dijo:

—Sólo yo.

—¿Tú? —casi me levanté de la sorpresa, de la incredulidad: ¿Morini gay? ¿Morini, que en los años anteriores a las severas prohibiciones del sexual intercourse entre profesores y estudiantes había sido un seductor implacable de las alumnas más jóvenes, fascinadas por su tez morena, su bigote y su melena negra, su leyenda romántica y muy nebulosa de ex guerrillero urbano o payador perseguido (leyenda más bien dudosa, pero muy cultivada por él mismo)?

—Bueno, no exactamente gay —por un momento pareció que tenía miedo de que yo le echase en cara todas sus aventuras con mujeres —. No seas narrowminded, Claudio. Yo me definiría como bisexual.

—Pues ni eso te lo había notado yo, qué quieres que te diga.

—¿Y crees que no me sentía intimidado ante una persona como tú, tan macho español, tan blatantly heterosexual, y te ruego que no te sientas ofendido? Ha sido muy duro, todos estos años de sufrir en silencio, de temer que alguien como tú advirtiera mi diferencia. Pero por fin me he atrevido a lanzarme out of the closet, a mostrarme como soy de verdad.

Iba a decirle que yo no le había notado ningún cambio, pero preferí encerrarme, por usar su propio vocabulario, en el closet de mi propio rencor.

—Y no pongas esa cara de self pity, Claudio, por favor, no te aproveches de nuestra amistad para hacer que me sienta culpable —puede que yo tuviera cara de self pity, pero Morini no mostraba en la suya ni un rasgo de piedad, ni de compasión —. Reconócelo, no te has renovado mucho últimamente. ¿Sobre quién das cursos, qué papers escribes? Siempre la vieja guardia, los viejos varones europeos muertos, y desde luego, eso sí, todos straight, el viejo machismo español no se rinde.

—Pero si publiqué hace nada un artículo sobre Juan Goytisolo, y acuérdate que me citó elogiosamente Paul Julian Smith.

—¡Cómo no iba a salir de nuevo Paul Julian Smith y su célebre cita! —Morini, melodramáticamente, alzaba los brazos como invocando al cielo —. No es por herir tu vanidad, Claudio, pero
en rigueur
no fue exactamente una cita, fue más bien una mención de pasada, ni siquiera una footnote.

Me espantó aquel signo de mezquindad: el tipo se había molestado en comprobar que entre los cientos de notas con letra diminuta al final del artículo de Paul Julian Smith no estaba mi nombre, detalle que por cierto yo tampoco había dejado de advertir.

—Pero tú también has escrito sobre Cervantes, Morini —acerté desmayadamente a objetar.

—Por supuesto, pero desde un approach innovador, teniendo en cuenta a Lacan y a Kristeva, y sobre todo la Queer Theory, el cutting edge de la crítica, atreviéndome, arriesgándome un poco, Claudio, off the beaten track, acuérdate de mi estudio sobre drag queen epistemology y cross dressing en la segunda parte del Quijote... Pero ustedes los españoles no pueden soportar que su gran héroe fuese en realidad completamente queer, que lo mandasen a la cárcel no por un delito fiscal, sino en un episodio típicamente español de gay bashing, de persecución al homosexual, al judío, al disidente, al maricón, como dicen ustedes, que menuda palabra, ya casi equivale a una lapidación.

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