CARLOTA FAINBERG (6 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

—Tú no me vas a comprender, Claudio, porque a ti se te ve, no te lo tomes a mal, que eres un poco triste, como todos los artistas. Pero es que a mí la tristeza no me dura, aunque algunas veces me empeñe, es como un amigo mío que se empeña en coger el hábito de fumar y no lo consigue, fíjate qué tío más raro, enciende un pitillo y al principio le gusta, me dice, pero luego se aburre enseguida, se compra un paquete y lo pone en la guantera del coche a ver si se aficiona a fumar conduciendo, pero se le olvida que lo lleva. Yo comprendo que si me durara más la tristeza tendría más vida interior, por ejemplo, aquella noche en Buenos Aires, pero fue tomarme la pizza tan rica, tan fina y tan bien tostada, y beberme el vino y luego la grappa, y me puse tan contento, y fíjate si somos tramposos los hombres que en un momento pensaba que cuando llegara Mariluz iba a llevarla a aquella trattoria y al momento siguiente ya estaba dándole vueltas a cómo podría montar guardia cerca de la habitación de la rubia sin llamar la atención...

V

No le hizo falta ninguna estrategia. De regreso al hotel, nada más abrirse la puerta del ascensor en el piso decimoquinto, vio a la mujer parada justo enfrente, como si al oír que ascendía el lento mecanismo se hubiera puesto a esperar su llegada, igual que quien espera la llegada de un tren. Abengoa tuvo la impresión de que la mujer miraba no hacia él, sino hacia la ruidosa puerta plegable, y que en su cara había una expresión de angustia, que cambió instantáneamente cuando los ojos de los dos se encontraron.

Estaba inclinada, una rodilla más alta que la otra, tratando de ajustar en el pie izquierdo un zapato negro de tacón, que Abengoa encontró sumamente sofisticado, como los que llevaban las mujeres en las películas de antes. Modelado por la media oscura y traslúcida, el pie descalzo de la mujer tenía una forma exquisita. La mucama vieja (a estas alturas del relato Abengoa había pasado a llamarla «la vieja de los cojones») limpiaba en el otro extremo del pasillo el marco dorado de un espejo, lo cual le permitía espiar sagazmente sin volver la cabeza.

—Se me torció el taco —dijo ella: tenía una voz porteña un poco ronca, pero espléndida, tan envolvente (me pregunto de dónde había sacado Abengoa ese adjetivo, que desde ese momento empezó a usar con cierta profusión), como el perfume de madreselva, que tan cerca de ella cobraba una intensidad de tentación —. Según caminaba casi me caí.

—¿Se ha hecho usted daño? —Abengoa imitaba al contarme la escena el tono inusualmente polite que había empleado con ella —. Si me lo permite, le ayudo.

—Estaba por pedírselo.

Comprendió enseguida, me dijo, no sin jactancia, que la torcedura era un pretexto: la mujer rubia se incorporó apoyando todo su peso en él, y le apretó la muñeca, casi la palma de la mano, mientras se aseguraba de que podía caminar con firmeza. Echó a un lado la gran melena para sonreírle dándole las gracias. Estaba tan cerca de él que sin la menor dificultad, con sólo aproximarse un poco, habrían podido abrazarse.

«No me vas a creer, pero en el fondo yo soy un gran tímido»: Abengoa subrayó esa declaración melancólica, aunque improbable, con un movimiento pesaroso de cabeza. La mirada de la mujer, los labios entreabiertos y rojos, la melena rubia, el olor a madreselva, le empujaban, según su expresión literal,
a tirar p’alante:
pero se acobardó, inesperadamente, se achantó, para usar de nuevo sus palabras, temía de pronto que aquella fuera demasiada mujer para él, se sentía tan amedrentado como un chico de quince años, qué vergüenza, qué golpe bajo para su self esteem, seguía lamentando cinco años después.

Se despidió de ella, le deseó buenas noches, se volvió cuando ya estaba llegando a la puerta de su habitación y enrojeció al ver que ella también se volvía con la llave en la mano, invitándolo una vez más sin palabras o burlándose de su indecisión. Volvió a decir buenas noches, inclinó tontamente la cabeza, con un envaramiento de español asustado por el extranjero, que se convirtió en mortificación cuando reparó en el sonido de la aspiradora y vio de soslayo que la criada impertinente lo miraba con sarcasmo o con lástima y le hacía una seña con la mano, como urgiéndole a que entrara en su habitación, a que no hiciera más el tonto.

Se tiró en la cama, irritado consigo mismo, cayó en la cuenta de que aún no había hablado por teléfono con su mujer, que estaría ya muy nerviosa por la proximidad del viaje, haciendo maletas, buscando el pasaporte y el billete, asegurándose de que no olvidaba el transilium imprescindible para dormir en la larguísima travesía nocturna. Después de calcular no sin dificultad la hora que sería en España, llamó a Mariluz (cuando me hablaba de ella usaba siempre su nombre de pila, como si también yo la conociera). Su voz sonaba a la vez cercana y confusa, distorsionada por el estado de desastre de las líneas telefónicas argentinas. Estaba como loca, me dijo Abengoa, y al decirlo se le puso una ancha sonrisa no sé si de ternura o de indulgencia que sólo le rondaba por la cara cuando se refería a su mujer. Estaba tan ilusionada con el viaje y con el reencuentro de los dos que a él le hizo casi sentirse un canalla, «y eso que ya sabes que yo no soy un sentimental»: cualquiera que le estuviera escuchando habría dicho que Abengoa y yo llevábamos toda la vida conociéndonos, y como el tiempo de espera en los aeropuertos se vuelve tan raro enseguida, yo ya no sabía desde cuándo estaba escuchándole, y se me confundían no sólo las horas, sino también los espacios, la terminal del aeropuerto de Pittsburgh y el hotel Town Hall de Buenos Aires, y el cansancio que me apretaba en las sienes y en la nuca por culpa de la larga espera, del rumor de la gente y de los acondicionadores de aire, me parecía el mismo que había agobiado aquella vez a Abengoa a causa del jet —lag.

Con vehemencia, con temerosa picardía, Mariluz puso un tono íntimo de voz para decirle que le echaba de menos en la cama tan grande, le preguntó cómo era la cama en la que él estaba ahora mismo acostado. A seis mil kilómetros de distancia, dijo Abengoa, la voz de su mujer le despertaba inopinadamente un discreto arousal.

Unos golpes sonaron entonces en la puerta: separados entre sí, como sigilosos, y Abengoa al mismo tiempo se sintió adúlteramente incitado y tuvo miedo de que Mariluz pudiera oírlos y descubriera lo que significaban, aunque en la misma fracción de segundo comprendió, con una anticipación de desengaño, que quien llamaba a su puerta también podría ser un camarero, o la mucama vieja. «Pero yo sabía que era ella, Claudio, lo sabía al oír esos golpes igual que si hubiera olido el perfume de madreselva, hasta me parecía que ya lo estaba oliendo a través de la puerta.»

No preguntó quién llamaba, tan sólo miró hacia la puerta apretando en la palma de su mano la parte del teléfono próxima a su boca, mientras que por el auricular seguía escuchando la voz de pronto cotidiana y un poco desacreditada de su mujer. Pero no tuvo que inventar un pretexto para colgar de inmediato. Mariluz, con su prudencia habitual, dijo que una llamada desde tan lejos costaría mucho dinero, y más desde un hotel, que muy pronto se hablarían en persona. «Dime una cosa bonita, anda», le pidió al despedirse, y él, ya incorporado, impaciente por colgar y abrir la puerta, le dijo «pues que te quiero, chata», con distracción, hasta algo irritado en su desasosiego masculino.

Pero cuando abrió ya no había nadie: había tardado mucho en responder, pensó, mezquinamente resentido contra Mariluz, queriendo imaginar ahora, para aliviar la decepción, que quien había llamado podía ser un camarero, tal vez el obsequioso ascensorista, o la vieja impertinente y sucia de la aspiradora. En el corredor, a pesar de las arañas decrépitas y de los grandes espejos, tan sólo había un poco de luz mustia, que parecía tan usada y gastada como los dibujos de la alfombra o el tejido amarillento de los cortinajes. Se dio cuenta de que oía una música al mismo tiempo que reparó en la raya de luz oblicua que procedía de una puerta entornada, la misma que había visto abrir a la mujer de la melena teñida de rubio y los labios pintados de rojo.

—Lo vi claro, Claudio —dijo, cortando el aire con la mano derecha extendida como para indicarme una inflexible línea recta —. Esta vez sí que no iba a arrugarme.

En el espejo turbio de polvo que la mucama había fingido limpiar un poco antes mientras le espiaba, Abengoa «se pasó revista», se dio un toque en la corbata, en la raya del pelo, sacó pecho y, por usar sus mismas palabras, se tiró de cabeza a la aventura. Conforme se acercaba a la puerta entornada la luz que procedía de ella se le antojaba más vívida, y la música se iba volviendo más precisa: inevitablemente, lo que Abengoa escuchaba o recordaba haber escuchado era un bolero, género musical con el que me confieso nada acquainted, pero del que no ignoro las connotaciones, las culturales y sexuales, gracias a los valiosos estudios de Iris M. Zavala.

—En todos los días de mi vida no se me olvidará aquel bolero, Claudio, se me eriza el vello al acordarme —de nuevo hizo ademán de remangarse para constatar el celebrado efecto físico de su emoción —.
Caminemos
. ¿Tú no lo conoces?

Iba a decirle que desdichadamente mis conocimientos de la música popular latinoamericana no llegan más allá de los cantos reivindicativos de Quilapayún, Inti Ilimani
et allii
, que escuchaba con frecuencia, aunque sin mucha atención, en los años ya tan lejanos de mi vida universitaria en Madrid. Pero una vez enunciado el score musical de su relato, Abengoa se adentraba en los preparativos del clímax sin detenerse a observar el efecto de sus astucias narrativas (¿es inocente o casual el hecho, ya señalado por Lacan, de que la misma palabra aluda a la culminación del juego sexual y el juego textual, a la encrucijada de texto y sexo en la que ambos se subvierten, ya convertidos en text y sex, para usar el pun revelador formulado casi en su lecho de muerte por el eximio Paul de Man?).

Empujó la puerta, la fue cerrando sin volverse, se recostó contra ella mirando a la mujer que estaba al otro lado de la cama inmensa y decrépita de aquella habitación que resultó ser la suite nupcial, también ella recostada, echada perezosamente contra el alféizar de la ventana, desde la cual Abengoa vio luego, sin prestar mucha atención, un paisaje apocalíptico de rascacielos con todas las luces apagadas, iluminados durante fracciones de segundo por los relámpagos de una tormenta que se abatió poco después sobre la ciudad con una lluvia furiosa de trópico. Al fondo de la habitación el disco de boleros giraba en uno de esos tocadiscos antiguos que estaban como empotrados en un mueble, me explicó Abengoa, siempre atento al detalle circunstancial.

«Tardabas tanto»: eso fue lo que le dijo la mujer, y por el modo en que Abengoa repitió sus palabras daba la impresión de que eran más bien el título de uno de aquellos boleros. No hablaron nada más, fueron el uno hacia el otro como deslizándose sin sonido de pasos sobre la moqueta tiñosa, y al abrazarse ella apretó contra él sus caderas hasta hincarle casi dolorosamente los huesos anchos de la pelvis, moviéndose onduladamente, rozándole sin incertidumbres de preámbulo, sin el menor residuo de pudor. Aquí debo repetir, no sin embarrassment, las palabras textuales de Abengoa: «Restregándoseme toda».

Es obvio que no me ahorró a continuación ningún detalle sobre su performance, que aun pareciéndole a él inusitados y hasta triunfales seguían muy estrechamente las secuencias narrativas de esas adult movies que ahora están empezando a estudiarse incluso en algunos circunspectos departamentos de español como muestras de la retórica del exceso que subyace al discurso pornográfico. Igual que en ellas, Abengoa se extendió imperturbablemente en pormenores sobre la insaciabilidad de la mujer y lo inagotable de su propia potencia, relatando con particular detalle, aunque sin poner énfasis en la excepcionalidad de sus atributos viriles, ciertas prácticas sexuales no vinculadas a la genitalidad reproductiva, sino a variantes de analidad y oralidad cuya significación transgresora no ofrece ninguna duda desde los estudios pioneros y esclarecedores de Michel Foucault, estudios que todos citamos tantas veces en nuestros papers, aunque yo confieso, para mi vergüenza (y si se supiera, también para mi ruina), que jamás he terminado de leer ninguno de ellos, y que cuanto más empeño pongo en descifrarlos menos los entiendo, lo cual sin duda es una prueba de mis tristes limitaciones intelectuales.

Llegando al clímax de su relato, Abengoa se olvidaba de todo, hasta de que dicho relato presuponía un destinatario, es decir, yo. Cuando me dijo que él y la mujer escucharon truenos y golpes de lluvia y vieron fogonazos de relámpagos durante toda la noche, y que se quedaron dormidos después del amanecer, Abengoa tenía en la cara una sonrisa casi obscena de satisfacción, que me hizo pensar en la discutida, aunque tentadora tesis de Andrea Billington sobre una posible textual ejaculation.

—Por la mañana nos dimos cuenta de que ni siquiera nos habíamos dicho nuestros nombres —dijo Abengoa con orgullo, con vanagloria íntima —. Se llama Carlota. Se llama Carlota Fainberg y no voy a verla nunca más en mi vida.

VI

En cualquier parte, me dijo, en cualquier ciudad, veía a mujeres que se parecían confusa o exactamente a Carlota Fainberg, que durante segundos, o décimas, eran ella, la promesa súbita de un reencuentro imposible con ella. La veía de espaldas, la melena rubia sobre los hombros, caminando con sensualidad enérgica sobre sus tacones tan altos, muy por delante de él, en el corredor de algún aeropuerto, algunas veces dirigiéndose hacia una puerta de embarque que no era la suya y hacia la que Abengoa tenía la poderosa tentación de seguirla, aun sabiendo que podía perder su avión, aun sabiendo que aquella mujer no podía ser Carlota Fainberg. Apresuraba el paso para verla más de cerca, para llegar a su altura y descubrir el enigma de la cara tapada por el pelo, con el corazón latiéndole muy fuerte en el pecho, casi oliendo en el aire aséptico y cerrado de las terminales aquel olor nunca olvidado a madreselva y aquella voz porteña, rota y carnal, que le había dicho, «Tardabas tanto».

Sabía que en realidad era imposible, que no podía darse el azar de que se cruzara con ella en el aeropuerto de Francfort o en el de Jakarta o en el lobby del hotel Hyatt de Shanghai, por mencionar tres sitios en los que había creído o deseado verla. Con un tenso rencor, con rabia abatida, incluso con cierta compasión de sí misma, ella le había dicho «Yo nunca salgo de aquí, nunca voy a ninguna parte».

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