Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Se dejaron caer a un lado, algo torpes, y Mattia quedó debajo. Tenía una pierna colgando y la otra tiesa, inmovilizada bajo el cuerpo de ella. Pensaba en el movimiento circular de su lengua, pero no tardó en perder la concentración, como si la cara de Nadia oprimiendo la suya hubiera atascado el alambicado engranaje de su pensamiento, como aquella vez con Alice.
Deslizó las manos por debajo de la camiseta de Nadia y el contacto con su piel no lo molestó. Se quitaron la ropa despacio, sin separarse y sin abrir los ojos, porque en el cuarto había mucha luz y cualquier interrupción lo habría echado todo a perder.
Y mientras bregaba con el cierre del sostén, Mattia pensó que esas cosas pasan; que al final pasan aunque no se sepa cómo.
Fabio se levantó pronto; había apagado la alarma del despertador y abandonado el cuarto evitando mirar a Alice, que dormía en su lado con un brazo fuera de la sábana y apretándola con la mano, como si estuviera soñando que se agarraba a algo.
Se había dormido de puro agotado y había tenido una serie de pesadillas a cuál más tétrica. Y ahora sentía la necesidad de hacer algo con las manos, mancharse, sudar, cansar los músculos. Consideró ir al hospital y hacer un turno extra, pero sus padres venían a comer, como todos los segundos sábados de mes. Dos veces descolgó el teléfono con la intención de llamarlos y decirles que no fueran, que Alice no se sentía bien, pero luego pensó que, aprensivos como eran, telefonearían para preguntar por ella, él volvería a discutir con su mujer y sería peor.
Se quitó la camiseta en la cocina y bebió leche de pie junto al frigorífico. Podía fingir que no pasaba nada, que esa noche era como las otras y seguir adelante como si tal cosa, como siempre había hecho; pero sentía una angustia nueva que le apretaba la garganta. Tenía el cutis tirante por las lágrimas que se le habían secado en las mejillas. Se enjuagó en el fregadero y se secó con el paño que colgaba al lado.
Miró por la ventana. Estaba nublado, pero el sol no tardaría en salir. En esa época del año siempre era así. En un día como ése habría podido salir en bici con su hijo, seguir la pista que bordeaba el canal, llegar al parque. Allí beberían agua de la fuente, se sentarían en la hierba una media hora, regresarían luego a casa, esta vez por la carretera, y de camino pararían en la repostería a comprar pasteles para después de comer.
No pedía mucho; sólo la normalidad que siempre había merecido.
Bajó al garaje en calzoncillos. De la estantería más alta cogió la caja de herramientas —su peso le produjo un instantáneo alivio—, sacó un destornillador, una llave del 9 y otra del 12 y empezó a desmontar la bicicleta, pieza a pieza, metódicamente.
Lo primero que hizo fue engrasar los engranajes, luego limpió el cuadro con un trapo empapado en alcohol. Con la uña rascó los pegotes de barro. Limpió también los entresijos de los pedales, las ranuras en que no cabían los dedos. Volvió a montar las diversas piezas, comprobó los frenos y los reguló de modo que quedaran perfectamente equilibrados. Infló las dos ruedas, tentando la presión con la palma de la mano.
Retrocedió un paso, se limpió las manos en los muslos y contempló su trabajo con una molesta sensación de desapego. De una patada volcó la bici, que se dobló sobre sí misma como un animal. Un pedal quedó girando en el aire y Fabio escuchó su rumor hipnótico hasta que de nuevo se hizo el silencio.
Salía del garaje pero dio media vuelta. Levantó la bici, la puso en su sitio y, sin poder evitarlo, comprobó que no se hubiera roto. Se preguntó por qué no era capaz de ponerlo todo patas arriba, dar rienda suelta a la rabia que sentía, maldecir, romper objetos; por qué prefería que todo pareciera en orden aunque no lo estuviera.
Apagó la luz y subió la escalera.
Alice estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo té, pensativa; delante no tenía otra cosa que el bote del edulcorante. Alzó los ojos y lo miró.
—¿Por qué no me has despertado?
Fabio se encogió de hombros. Se acercó a la pila y abrió el grifo.
—Estabas dormida.
Se echó lavavajillas en las manos y se restregó las manchas de grasa bajo el chorro.
—Hoy comeremos un poco más tarde —anunció ella.
Fabio se encogió de hombros.
—No tenemos ni por qué comer.
—¿Y eso?
Él se frotó las manos más fuerte.
—No sé, era sólo una idea.
—Una idea nueva.
—Sí, tienes razón; una idea de mierda —replicó Fabio entre dientes.
Cerró el grifo y salió de la cocina casi corriendo. Al poco, Alice oyó el chorro de la ducha. Llevó la taza al fregadero y volvió al dormitorio a vestirse.
Del lado donde dormía Fabio las sábanas estaban hechas un lío, con arrugas que el peso del cuerpo había aplanado. La almohada estaba doblada por la mitad, como si se hubiera tapado la cabeza con ella, y las mantas, retiradas con los pies, estaban amontonadas en la punta. El cuarto olía un poco a sudor, como todas las mañanas, y Alice abrió la ventana para ventilarlo.
Los muebles que por la noche se le antojaran con vida, con aliento propio, no eran ahora sino los muebles de siempre, inertes como su resignación.
Hizo la cama estirando bien las sábanas y remetiéndolas bajo el colchón, doblando el embozo hasta la mitad de la almohada, como le había enseñado Sol. Luego se vistió. Oía el zumbido de la afeitadora de Fabio procedente del baño, y que ella asociaba a las mañanas soñolientas de los fines de semana.
Se preguntó si la discusión de aquella noche traería consecuencias o si acabaría como siempre: Fabio saldría de la ducha y, antes de ponerse una camiseta, la abrazaría por detrás, apoyaría la mejilla en su pelo y así permanecería un rato, hasta que la rabia se le pasara. No había otra solución, de momento. Pero trató de imaginar qué pasaría si no, y absorta se quedó mirando las cortinas, que el aire abombaba un poco. La asaltó una viva impresión, casi un presentimiento de abandono, como el que había tenido en aquel barranco cubierto de nieve y más adelante en la habitación de Mattia, y como el que seguía sintiendo cada vez que veía la cama intacta de su madre. Se acarició con el dedo el puntiagudo hueso ilíaco, a cuyo afilado borde no estaba dispuesta a renunciar, y cuando advirtió que cesaba el zumbido de la afeitadora se espabiló y volvió a la cocina con una preocupación precisa: la inminente comida.
Picó una cebolla y cortó un trozo de mantequilla, que dejó aparte en un platito. Todo aquello se lo había enseñado Fabio. Ella estaba acostumbrada a manipular la comida con un distanciamiento aséptico, ejecutando una sucesión de acciones cuyo resultado final le era ajeno.
Quitó la goma roja del manojo de espárragos, los lavó con agua fría y los dejó en el tajador. Puso al fuego una olla con agua.
Supo que Fabio entraba en la estancia por una serie de ruiditos que se aproximaban. Poniéndose tensa, esperó que la tocara.
Pero él se sentó en el sofá del salón y empezó a hojear distraídamente una revista.
—Fabio —lo llamó sin saber muy bien qué decirle.
Él no contestó. Pasó la página con más ruido del necesario y se quedó con el borde entre los dedos, dudando si rasgarlo o no.
—Fabio —repitió ella sin levantar la voz, aunque volviéndose.
—¿Qué?
—¿Me pasas el arroz, por favor? En la estantería de arriba. Yo no llego.
Era sólo una excusa, los dos lo sabían; era un modo de decirle que se acercara.
Fabio arrojó la revista sobre la mesa —golpeó una media cáscara de coco que hacía de cenicero y lo hizo girar—, se cogió las rodillas y así se quedó unos segundos, como pensándolo. Al cabo se levantó bruscamente y, dirigiéndose al fregadero, le preguntó con rabia, sin mirarla:
—¿Dónde?
—Ahí.
Fabio arrastró con estrépito una silla hasta el frigorífico y se subió. Iba descalzo. Alice le miró los pies como si no los conociera y le resultaron atractivos, aunque de una manera vagamente espantosa.
Él cogió la caja del arroz, que estaba ya abierta, y la agitó. Y sonriendo de un modo que a Alice le pareció siniestro, inclinó el paquete y fue dejando caer el arroz poco a poco, como una lluvia blanca.
—¿Qué haces? —se alarmó ella.
Fabio rió.
—Ahí tienes el arroz.
Y empezó a sacudir la caja, esparciendo arroz por toda la cocina. Alice se acercó y le dijo que parara, pero él no hacía caso.
—Como en nuestra boda, ¿recuerdas? —exclamó—. ¡En nuestra maldita boda!
Ella lo agarró por la pierna para detenerlo, pero él le vertió arroz en la cabeza; algunos granos quedaron enredados en su pelo lacio. De nuevo le dijo que parara y alzó la cara.
Un grano de arroz le cayó en un ojo y le hizo daño. Así cegada, le propinó un golpe en la espinilla. Fabio reaccionó sacudiendo la pierna y propinándole una patada en el hombro izquierdo. Desequilibrada, Alice trató de afirmarse sobre la pierna coja, mas inclinándose primero hacia delante y luego hacia atrás, como un gozne desquiciado, cayó al suelo.
Asustado, Fabio siguió un momento de pie en la silla, con la caja vacía boca abajo, mirando a su mujer hecha un ovillo en el suelo, como un gato. Tuvo un acceso de lucidez fulminante.
Bajó de la silla.
—¿Te has hecho daño, Ali? A ver, deja…
Quiso girarle la cara, pero ella lo rechazó.
—¡Déjame!
—Cariño, perdona —se disculpó él—. No te habrás…
—¡Vete! —chilló Alice con una potencia de la que ninguno de los dos la hubiera creído capaz.
Fabio se apartó al instante. Las manos le temblaban. Dio dos pasos atrás, balbució «Vale, vale» y corrió al dormitorio. Volvió al poco con camiseta y zapatos puestos, y sin mirar a su mujer, que seguía en el suelo, salió a la calle.
Alice se retiró el pelo detrás de las orejas. La hoja del armario de cocina seguía abierta allá arriba, la silla inanimada ahí delante. No se había lastimado. No tenía ganas de llorar. No acertaba a reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir.
Empezó a recoger el arroz del suelo, al principio grano a grano, luego juntándolos con la palma.
Se levantó y echó un puñado en la olla, que ya estaba hirviendo. Se quedó mirando cómo el arroz subía y bajaba caóticamente por efecto de la convección, como lo había denominado una vez Mattia. Apagó el fuego y fue a sentarse en el sofá.
No haría nada. Dejaría todo tal cual hasta que llegaran sus suegros y les contaría cómo se había portado Fabio. Pero no vinieron. Debió de avisarles él. O quizá había ido a su casa y en ese momento estaba contándoles su versión, que el vientre de ella era árido como el lecho seco de un río y que él estaba cansado de vivir así.
Reinaba el silencio en toda la casa, la luz parecía no encontrar su sitio. Alice descolgó el teléfono y marcó el número de su padre.
—¿Sí? —contestó Soledad.
—Hola, Sol.
—Hola,
mi amorcito
. ¿Cómo está mi niña? —dijo la otra con su amabilidad de siempre.
—Así así.
—¿Y eso? ¿Qué pasó?
Alice guardó silencio unos segundos y luego preguntó:
—¿Está papá?
—Está durmiendo. ¿Lo llamo?
Alice pensó en su padre, en la gran habitación que ya sólo compartía con sus propios pensamientos, y por cuyas persianas bajadas entrarían franjas de luz que caerían sobre su cuerpo dormido. El tiempo había borrado el odio que siempre los separó, Alice ya ni lo recordaba. Lo que más la había oprimido en aquella casa, la mirada grave y penetrante de su padre, era ahora su mayor añoranza. Él no le diría nada, ya hablaba poco. Le acariciaría la cara, y le diría a Sol que pusiera sábanas limpias en su cuarto, nada más. Con la muerte de su mujer algo había cambiado en él, se había ablandado. Paradójicamente, desde que Fabio formaba parte de la vida de su hija se había vuelto más protector. Ya no hablaba todo el rato de sí mismo, dejaba que fuera ella quien le contara cosas, la escuchaba abstraído, más atento al timbre de su voz que a las palabras, y hacía comentarios con murmullos pensativos.
Aquellos momentos de ausencia habían comenzado haría un año, cuando una noche, por primera vez, confundió a Soledad con Fernanda. La atrajo para besarla, convencido de que era su mujer, y para disuadirlo Sol tuvo que darle un cachete, a lo que él respondió enfadándose y gimoteando como un niño. Al día siguiente no recordaba nada, pero tenía la vaga sensación de haber hecho algo mal, de haber roto el regular transcurso del tiempo, y le preguntó a Sol qué había ocurrido. Ella procuró no contestar, cambiar de conversación, pero él insistió hasta sonsacarle la verdad. Entonces inclinó la cabeza, sombrío, se volvió y pidió perdón en voz baja. Acto seguido se encerró en su despacho y allí permaneció hasta la hora de cenar, sentado a la mesa, con las manos apoyadas sobre el tablero de nogal, tratando inútilmente de llenar aquella laguna de su memoria.
Lapsus como ése se repetían cada vez con mayor frecuencia, y los tres, ella misma, su padre y Sol, procuraban no prestarles demasiada atención mientras fuera posible.
—Ali… ¿Lo llamo o no? —repitió Soledad.
—No, no —se apresuró a contestar—. No lo despiertes. No importa.
—¿Seguro?
—Sí. Mejor que descanse.
Colgó y se tumbó en el sofá. Se esforzó por mantener los ojos abiertos, fijos en el techo encalado. Quería experimentar bien despierta la sensación del nuevo e incontrolado cambio, ser testigo del enésimo pequeño desastre, pero poco a poco fue respirando más regularmente hasta quedarse dormida.
Mucho sorprendió a Mattia comprobar que, bajo la espesa capa de pensamientos y abstracciones en que se había envuelto, aún tenía instinto; mucho lo sorprendió la violencia y firmeza con que aquel instinto surgió y dictó sus actos.
Tanto más doloroso fue volver a la realidad. Alojado en el propio tenía el cuerpo extraño de Nadia. El contacto con el sudor de ella, con la tela arrugada del sofá y con las prendas chafadas le resultaba sofocante. Nadia respiraba despacio. Mattia pensó que si la razón entre el período de sus respectivas respiraciones daba un número irracional, sería imposible acompasarlas con regularidad.
Apartó la boca entre los cabellos de Nadia para aspirar más oxígeno, pero la atmósfera estaba saturada de un vaho espeso. Quiso taparse. Giró una pierna, porque notaba su sexo, flácido y frío, aplastado bajo la de ella, pero lo hizo torpemente y le dio con la rodilla. Nadia tuvo un sobresalto y alzó la cabeza; estaba ya dormida.