Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Intimidado, Denis se encogió de hombros y contestó:
—Pues…
—¿Pues qué? Alguna te gustará, ¿o no?
Denis pensó que no, que no le gustaba ninguna; que lo que quería era que se fueran y lo dejaran volver con Mattia; que sólo le quedaba una hora para estar con él, para ver cómo existía también de noche, a unas horas en que por lo general no podía hacer otra cosa que imaginárselo durmiendo en su cuarto, entre sábanas cuyo color no conocía. Pero pensó también que si escogía una, la que fuera, lo dejarían en paz.
—Ella.
Y señaló a Giulia Mirandi, que le parecía la más inofensiva.
Giulia se llevó una mano a la boca como si la hubieran elegido reina de algo. Viola torció el gesto. Las otras rompieron a reír escandalosamente.
—Vale —dijo Viola—. Ahora toca prenda.
—No, ahora nada —protestó Denis.
—No seas pesado. ¿Es que no te apetece jugar un poco con nosotras? Seguro que no todos los días te ves con cuatro chicas.
—Pero ahora jugad con otro.
—Ahora jugamos contigo. Toca prenda. ¿Estáis de acuerdo?
Las otras asintieron dando ansiosas cabezadas. La botella estaba de nuevo en manos de Giada, que echando atrás la cabeza bebía sin parar, como si quisiera acabársela antes de que las demás se la pidieran.
—¿Lo ves? —añadió Viola.
Denis dio un suspiro y preguntó resignado:
—¿Qué tengo que hacer?
—Pues como soy una chica buena te mandaré una misión agradable —contestó Viola con aire misterioso. Las amigas, deseosas de saber qué nueva tortura se le había ocurrido, estaban pendientes de sus labios—: darle un beso a Giulia.
Giulia se puso encarnada. Denis notó un pinchazo en las costillas.
—¡Calla, loca! —exclamó Giulia con escándalo, acaso fingido.
Viola encogió los hombros con expresión de niña caprichosa. Denis se negó dando dos o tres cabezadas.
—Tú mismo has dicho que te gusta.
—¿Y si me niego?
Viola se puso seria y le clavó los ojos:
—Si te niegas, te tocará de nuevo verdad y tendrás, por ejemplo, que hablarnos de tu amiguito…
Y en su mirada aguda y chispeante Denis vio todo lo que él había siempre creído invisible, y el cuello se le tensó.
Se volvió hacia Giulia Mirandi y con los brazos inertes adelantó la cara, cerró los ojos y le dio un beso. Cuando quiso retirarse, Giulia le echó la mano a la nuca y, sujetándole la cabeza, metió la lengua a la fuerza entre sus contraídos labios.
Denis sintió en la boca sabor de saliva ajena y le dio asco. Era su primer beso, y cuando abrió los ojos vio a Mattia y la patizamba entrando en la cocina cogidos de la mano.
Fueron los otros quienes primero supieron lo que Alice y Mattia no comprenderían hasta muchos años más tarde. Entraron en el salón cogidos de la mano, sin sonreír, sin mirarse ni mirar al mismo sitio, pero era como si sus cuerpos fluyeran uno en el otro a través del contacto de las manos.
El fuerte contraste que hacía el cabello claro de Alice, que rodeaba su cara de tez muy pálida, y el pelo moreno de Mattia, que le caía revuelto por la frente y le cubría los ojos negros, desaparecía por obra de aquella corriente sutil que los unía. Entre ellos había un espacio compartido de confines imprecisos en el que nada parecía faltar, en el que flotaba un aire puro y sereno.
Alice iba un paso por delante y tiraba débilmente de Mattia, lo que equilibraba su paso y corregía las imperfecciones de su pierna lisiada. Él se dejaba llevar; sus pies no resonaban en el suelo, sus cicatrices quedaban ocultas y seguras dentro de la mano de ella.
Se detuvieron en el umbral de la cocina, a cierta distancia del grupo que formaban las chicas y Denis; daban la impresión de no saber dónde estaban, tenían un aire ausente, como si llegaran de un lugar lejano que sólo ellos conocieran. Denis rechazó a Giulia con brusquedad y sus bocas se despegaron con un chasquido. Miró al amigo buscando en su expresión la huella de aquello que lo horrorizaba; pensó que él y Alice se habían dicho cosas que él nunca conocería y notó que la sangre le subía a la cabeza.
Salió presuroso de la cocina y adrede golpeó con el hombro al amigo para destruir aquel odioso equilibrio. Mattia le vio un instante los ojos, enrojecidos y extraviados, que por alguna razón le recordaron la mirada indefensa de Michela aquella tarde en el parque. Con los años, aquellas dos miradas habían de fundirse en su memoria como expresión de un único, indeleble miedo.
Soltó la mano de Alice. Como si sus terminaciones nerviosas se hubieran concentrado en aquel punto, cuando lo hizo tuvo la sensación de que su brazo desprendía chispas, como el cabo de un cable eléctrico. Se excusó con ella y corrió tras Denis.
Alice se acercó a Viola, que la miraba con ojos pétreos, y balbució:
—Resulta que…
—No digas nada —la interrumpió la otra. Al verla con Mattia había recordado al chico de la playa, aquel que rechazó su mano cuando lo que más deseaba ella era que los demás la vieran así. Viola era envidiosa, y su envidia era dolorosa y violenta, y en aquel momento estaba furiosa porque acababa de regalarle a otra la felicidad que ella quería; se sentía como si Alice le hubiera robado su parte.
Ésta quiso decirle algo al oído, pero ella volvió la cara y le preguntó:
—¿Qué quieres ahora?
—Nada —contestó Alice, apartándose asustada.
En ese momento Giada se dobló como si un hombre invisible le hubiera dado un puñetazo en el estómago, y con una mano se asió al borde de la encimera y se llevó la otra al vientre.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Viola.
—Voy a vomitar…
—¡Qué asco! Al baño, corre.
Pero fue demasiado tarde. Con una arcada, Giada devolvió en el suelo una masa rojiza y alcohólica que parecía batido de tarta de Soledad.
Las demás se apartaron espantadas, pero Alice la cogió por las caderas para sostenerla. Un olor rancio se difundió al instante por el ambiente.
Rechinando los dientes, Viola dijo:
—¡Tonta! Menuda fiesta de mierda.
Y con las manos en jarras, como para no emplearlas en romper algo, salió de la cocina. Alice se quedó mirándola preocupada, pero luego siguió atendiendo a Giada, que lloraba con sollozos entrecortados.
Los demás invitados estaban repartidos en grupitos por el salón. La mayoría de los chicos balanceaban rítmicamente la cabeza adelante y atrás, y las chicas dejaban vagar la mirada. Algunos tenían un vaso en la mano. Unos seis o siete bailaban al son de
A question of time
. Mattia se preguntó cómo no les daba vergüenza moverse de aquel modo delante de todos, aunque luego pensó que era lo más natural del mundo, y por eso precisamente él era incapaz de hacerlo.
Denis había desaparecido. Mattia cruzó el salón y lo buscó en la habitación de Viola, luego en la de la hermana y en la de los padres. Miró por último en los dos cuartos de baño, y en uno de ellos encontró a un chico y una chica de la escuela, sentada ella en la tapa del váter, él enfrente en el suelo, con las piernas cruzadas; los dos lo miraron con expresión triste e inquisitiva. Mattia cerró deprisa la puerta.
Volvió al salón, salió al balcón. Se veía la colina descender oscura y allá abajo la ciudad, puntitos blancos y redondos que se extendían homogéneamente hasta el horizonte. Se asomó por la baranda y escrutó entre los árboles del parque de los Bai, pero no vio a nadie. Volvió adentro. La angustia empezaba a invadirlo.
En el salón había una escalera de caracol que conducía a una buhardilla oscura. Subió los primeros escalones, se detuvo, pensó si habría podido esconderse allí.
Siguió subiendo, llegó arriba. A la claridad que se filtraba del salón pudo distinguir una figura en medio del recinto: Denis.
Lo llamó. En todo el tiempo que llevaban de amigos no había pronunciado su nombre más de tres veces. Nunca hacía falta, Denis estaba siempre a su lado, como una extensión natural de sus miembros.
—Vete —le contestó su amigo.
Mattia buscó el interruptor y encendió la luz. Era un recinto enorme. Una alta estantería recorría las paredes. Aparte de ella, no había más muebles que un gran escritorio de madera, vacío. Mattia tuvo la impresión de que hacía mucho que nadie subía allí.
—Son casi las once —dijo—. Tenemos que irnos.
Denis no contestó. Estaba vuelto de espaldas, de pie, en medio de una gran alfombra. Mattia se acercó. Cuando estuvo junto a él comprendió que había llorado; respiraba con jadeos, miraba fijamente al frente y los labios, entreabiertos, le temblaban.
Reparó entonces en la lámpara de mesa hecha pedazos que había a sus pies.
—¿Qué has hecho?
—Quería… —contestó Denis, y se calló.
—Querías qué.
Denis abrió la mano izquierda, que pareció absorber la poca luz que había, y mostró a Mattia un trozo de cristal verde de la lámpara, empañado en sudor.
—Quería saber lo que sientes —murmuró.
Mattia no comprendió. Dio un paso atrás, desconcertado. Sintió un ardor en el vientre que le irradió por brazos y piernas.
—Pero al final no me he atrevido. —Denis tenía las palmas vueltas hacia arriba, como si esperase que le dieran algo.
Mattia quiso preguntarle por qué, pero siguió callado. La música llegaba atenuada de abajo; las bajas frecuencias atravesaban el suelo, las altas quedaban ahogadas en él.
Denis se sorbió la nariz y dijo:
—Vámonos.
Mattia hizo un gesto de asentimiento, pero ninguno de los dos se movió. Al rato, Denis arrancó en dirección a la escalera. Mattia lo siguió. Cruzaron el salón y salieron al aire libre de la noche, donde pudieron respirar de nuevo.
Viola decidía quién era amiga suya y quién no. El padre de Giada Savarino telefoneó al suyo el domingo por la mañana, despertando a toda la familia Bai. La llamada fue larga. Viola, en pijama, fue hasta la habitación de sus padres y pegó el oído a la puerta, pero no captó una sola palabra de la conversación.
Cuando oyó chirriar la cama, volvió corriendo a su cuarto, se metió en la cama y se hizo la dormida. Su padre la despertó y le dijo:
—Ya me explicarás. De momento, que sepas que se acabaron las fiestas en esta casa, y donde sea.
Durante la comida, su madre le pidió explicaciones por la lámpara rota de la buhardilla, y su hermana no salió en su defensa, pues sabía que Viola había metido mano en sus efectos personales
Se quedó encerrada en su cuarto todo el día, humillada y con la prohibición terminante de telefonear. No se quitaba de la cabeza a Alice y Mattia cogidos de la mano. Y más tarde, cuando con las uñas ya se quitaba los últimos restos de esmalte, decidió que Alice había dejado de ser su amiga.
El lunes por la mañana, Alice se encerró con llave en el cuarto de baño y se quitó definitivamente la gasa del tatuaje, la hizo una pelota y la tiró al váter junto con las galletas desmigajadas que no se había comido en el desayuno.
Se miró la violeta en el espejo y pensó, con un agradable estremecimiento de emoción y pesar a un tiempo, que por segunda vez había cambiado su cuerpo para siempre; que su cuerpo era sólo suyo y podía destruirlo si quería, o cubrirlo de marcas indelebles, o dejar que se ajara como una flor que una niña arrancase por capricho y arrojara luego al suelo.
Decidió que aquella mañana les enseñaría el tatuaje a Viola y las otras en el baño de chicas, y les contaría cómo ella y Mattia se habían besado largo rato. No había por qué inventar nada más. Si luego le pedían detalles, ya sabría ella seguirles la corriente.
Al llegar a clase dejó la mochila en su sitio y se dirigió a la mesa de Viola, donde ya se habían reunido las otras. De camino oyó a Giulia Mirandi decir: «Que viene.» Las saludó con efusión, pero ninguna le contestó. Se inclinó sobre Viola para darle un par de besos, como ella misma le había enseñado a hacer, pero la otra no se movió.
De nuevo erguida, miró a las cuatro una tras otra: todas estaban serias.
—¡Ayer casi nos morimos! —dijo Viola.
—¿Y eso? —repuso Alice con sincera preocupación—. ¿Qué os pasó?
—Nos entró un dolor de tripa horrible —explicó Giada con acritud.
Alice la recordó vomitando y a punto estuvo de decirles: «Ya imagino, con lo que bebisteis.»
—Pues a mí no me pasó nada.
—Ya —dijo Viola con ironía, mirando a las otras—, claro.
Giada y Federica rieron, Giulia bajó los ojos.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Alice sin comprender.
—De sobra sabes por qué lo digo —contestó Viola, en otro tono y clavando en ella sus penetrantes ojazos.
—No, no lo sé —se defendió Alice.
—Nos envenenaste —la acusó Giada.
—¿Qué? ¿Que os envenené?
—Va, chicas —intervino Giulia con timidez—, no es verdad.
—Sí lo es —le replicó Giada—, a saber qué porquerías metió en esa tarta. —Y dirigiéndose a Alice, añadió—: Querías jodernos, ¿eh? Pues lo conseguiste.
Alice oyó aquella sucesión de palabras y tardó unos segundos en comprender su significado. Miró entonces a Giulia, que con sus ojazos azules estaba diciéndole que la perdonara, que nada podía hacer, y buscó luego amparo en los de Viola, que le devolvieron una mirada vacía.
Giada tenía una mano en el estómago, como si aún sintiera arcadas.
—Pero si la tarta la preparamos Soledad y yo, y lo compramos todo en el supermercado.
No le contestaron. Cada una miraba en una dirección, como esperando a que la asesina se marchara.
—No fue la tarta de Sol. Yo también comí —mintió— y no me pasó nada.
—Mentirosa —le espetó Federica Mazzoldi, que hasta ese momento había permanecido callada—. Tú ni la probaste, todo el mundo sabe que… —Se interrumpió.
—Vamos, dejadla —rogó Giulia, que parecía a punto de llorar.
Alice se llevó la mano al liso vientre y sintió palpitar el corazón bajo la piel. Con voz tranquila preguntó:
—¿Qué sabe todo el mundo?
Y miró a Viola Bai —que empezó a mover lentamente la cabeza— esperando palabras que no llegaron, que flotaron en el aire como lenguas de humo transparente. Sonó el timbre y ella siguió quieta donde estaba. Tubaldo, la profesora de Ciencias, tuvo que llamarla dos veces para que fuera a sentarse a su sitio.
Denis no asistió a clase. El sábado, cuando lo llevaron a su casa, no cruzó con Mattia la mirada ni una sola vez, contestó con monosílabos a las preguntas del padre de su amigo y no se despidió al bajar del coche.