La Soledad de los números primos (8 page)

Mattia se apeó. Denis lo hizo también, de mal grado: temía que en la fiesta Mattia hiciera nuevos amigos, chicos enrollados que se lo quitarían para siempre; temía no volver a montar en aquel coche.

Se despidió educadamente del padre de Mattia, tendiéndole la mano como hacen los adultos, y Pietro Balossino, por no desabrocharse el cinturón de seguridad, tuvo que ejecutar una ridícula contorsión para estrechársela.

Los dos amigos se quedaron parados ante la verja y esperaron a que el coche se alejara para tocar el timbre.

Alice estaba sentada en un extremo del blanco sofá. En la mano tenía un vaso de Sprite y de reojo miraba los voluminosos muslos de Sara Turletti, embutidos en medias oscuras. Aplastados contra el sofá aún parecían más gordos, casi el doble. Alice comparó el espacio que ella ocupaba con el que ocupaba su compañera. Pensar que podía ser tan delgada que resultase invisible le produjo un agradable cosquilleo en el estómago.

Cuando vio aparecer a Mattia y Denis se irguió de golpe y buscó desesperadamente a Viola con la mirada. Advirtió que Mattia no llevaba ya la mano vendada y quiso ver si le había quedado cicatriz. Por instinto se palpó la suya propia con el dedo. Sabía encontrársela debajo de la ropa, era como tener una lombriz en la piel.

Los recién llegados miraron a un sitio y otro como animales acorralados, aunque ninguno de los aproximadamente treinta chicos que había en la sala reparó en ellos. Alice sí.

Denis hacía cuanto hacía Mattia, iba a donde él iba y miraba a donde él miraba. Mattia se acercó a Viola, que estaba contándoles sus apócrifas aventuras a un corro de chicas, y sin preguntarse siquiera si conocía a éstas del colegio, se colocó detrás de ella sosteniendo el regalo con rigidez a la altura del pecho. Cuando Viola vio que sus amigas apartaban los ojos de su irresistible boca y miraban más allá de su persona, se volvió y murmuró:

—Ah, sois vosotros.

—Toma —repuso Mattia. Depositó el regalo en los brazos de la anfitriona y mascullando le felicitó el cumpleaños.

Y ya daba media vuelta cuando oyó que Viola gritaba con voz excitada:

—¡Ali, Ali, ven, que ha llegado tu amigo!

Denis tragó saliva, que se le antojó llena de pinchos. Una de las amigas de Viola susurró a otra algo al oído y se rió. Alice se levantó del sofá y dio los cuatro pasos que la separaban del grupo disimulando su cojera, aunque estaba segura de que todos la miraban.

Saludó a Denis con una sonrisa y luego a Mattia inclinando la cabeza y diciendo hola con un hilo de voz. Mattia le contestó lo mismo y enarcó las cejas con sobresalto, lo que lo hizo parecer aún más raro a ojos de Viola.

Hubo un largo silencio que sólo Viola fue capaz de romper, diciendo con aire radiante:

—He descubierto dónde guarda mi hermana las pastillas.

Las otras dijeron «¡Uau!», todas excitadas.

—¿Qué, queréis unas cuantas?

Dirigió la pregunta a Mattia, segura de que no sabría a qué se refería. Y no se equivocaba, en efecto.

—Chicas, vamos —dijo luego—. Y ven tú también, Ali.

Cogió a Alice de un brazo y las cinco, casi empujándose unas a otras, desaparecieron por el pasillo.

Denis se halló de nuevo solo con Mattia y su corazón volvió a latir normalmente. Se acercaron a la mesa de las bebidas.

—Hay whisky —observó Denis, entre impresionado y alarmado—. Y vodka.

Mattia no contestó. Tomó un vaso de plástico de una pila de vasos, lo llenó de Coca-Cola hasta el borde, procurando no pasar del límite en que la tensión superficial del líquido impedía que se desbordara, y lo posó en la mesa. Denis se sirvió whisky, mirando a todos lados con disimulo y confiando secretamente en impresionar a su amigo, que ni siquiera se percató.

Dos paredes más allá, en el dormitorio de la hermana de Viola, las chicas habían sentado a Alice en la cama y la instruían sobre lo que debía hacer.

—No se la chupes aunque te lo pida, ¿de acuerdo? —la instó Giada Savarino—. La primera vez como mucho hazle una paja.

Alice se echó a reír azorada, sin saber si Giada hablaba en serio.

—Tú ahora vas y te pones a hablar con él —le ordenó Viola, que ya tenía un plan clarísimo—. Luego te inventas una excusa y te lo llevas a mi cuarto.

—¿Y qué excusa invento?

—La que sea, tú verás. Que te molesta la música y quieres un poco de silencio.

—¿Y su amigo, que va siempre pegado a él?

—Ya nos encargamos nosotras —contestó Viola con su sonrisa cruel. Se subió con zapatos y todo a la cama de su hermana, cubierta con una colcha verde claro.

Alice pensó que a ella su padre le tenía prohibido pisar calzada las alfombras, y se preguntó qué diría si la viera allí, aunque pronto desechó aquel pensamiento.

Viola abrió un cajoncito del mueble que colgaba sobre la cama, buscó dentro a tientas, pues no alcanzaba a ver, y sacó al fin una cajita forrada de tela roja con ideogramas dorados. Tendió a Alice la mano abierta y le dijo:

—Toma. —En la palma se veía una pastillita azul claro y brillante, cuadrada y de ángulos redondeados, en cuyo centro había grabada en forma esquemática una mariposa. Alice se acordó del caramelo sucio que aquella misma mano la había obligado a tragar y sintió que se atragantaba.

—¿Qué es?

—Tú tómatela, verás lo bien que te lo pasas.

Y le guiñó el ojo. Alice lo pensó un momento. Todas la miraban. Supuso que era otra prueba. Cogió la pastilla y se la puso en la lengua.

—Lista. Vamos —dijo Viola.

Y en fila india fueron saliendo de la habitación, todas con los ojos bajos y una sonrisa maliciosa. Federica suplicó a Viola que le diera otra a ella y Viola le contestó groseramente que lo haría cuando le tocara.

Alice se esperó a salir la última, y cuando vio que todas le daban la espalda escupió la pastilla en la mano, se la guardó y apagó la luz.

13

Cual aves rapaces, Viola, Giada, Federica y Giulia cercaron a Denis, y Viola le preguntó:

—¿Te vienes allí con nosotras?

—¿A qué?

—Luego te lo explicamos —contestó riendo Viola.

Denis se puso tenso y buscó amparo en Mattia, pero vio que su amigo seguía observando absorto cómo temblaba la Coca-Cola en el borde del vaso. La música atronaba y con cada golpe de bombo la superficie del líquido se agitaba. Mattia aguardaba con extraña expectación el instante en que se desbordara. Denis contestó:

—Prefiero quedarme aquí.

Viola se impacientó:

—¡Qué coñazo eres, madre mía! Vente y calla.

Y le tiró del brazo. Denis intentó resistirse, pero Giada empezó a tirar también y el chico se rindió. Dejándose arrastrar hacia la cocina, miró por última vez a su amigo: no se había movido.

Mattia advirtió la presencia de Alice cuando ella puso la mano en la mesa y rompió el equilibrio del vaso, cuyo colmo rebosó y formó en torno al fondo un cerco oscuro. Instintivamente alzó los ojos y sus miradas se cruzaron.

—¿Qué tal? —le preguntó ella.

Mattia inclinó la cabeza y respondió:

—Bien.

—¿Te gusta la fiesta?

—Mm-mm.

—A mí la música tan alta me marea.

Alice esperó a que él dijera algo; lo miraba y le parecía que no respirase. La expresión de sus ojos era de mansedumbre y sufrimiento. Como la primera vez, tuvo el impulso de pedirle que la mirara, cogerle la cabeza entre las manos y decirle que todo iría bien. Al fin se atrevió a preguntarle:

—¿Me acompañas al otro cuarto?

Mattia inclinó la cabeza, como si hubiera esperado la pregunta, y contestó:

—Bueno.

Alice echó a andar hacia el pasillo y él la siguió a dos pasos de distancia, mirando, como siempre, al suelo. Notó que, mientras que la pierna derecha de Alice, como todas las piernas del mundo, se doblaba con garbo por la rodilla y el pie se apoyaba en el suelo sin hacer ruido, la izquierda, rígida, describía a cada paso un giro hacia fuera, con lo que por un momento la cadera quedaba desequilibrada y daba la impresión de que Alice fuera a caer de lado, y cuando por fin tocaba tierra, lo hacía pesadamente, como si fuera una muleta.

Se concentró en aquel ritmo giroscópico y, sin darse cuenta, acompasó su paso al de ella.

Cuando llegaron a la habitación de Viola, Alice, con una audacia que a ella misma sorprendió, deslizándose a su lado cerró la puerta. Y allí quedaron ambos de pie, él sobre la alfombra, ella justo fuera.

¿Por qué no dice nada?, se preguntó Alice. A punto estuvo de desistir, abrir la puerta y escapar. Pero entonces ¿qué le digo a Viola?

—¿A que se está mejor aquí?

—Sí —contestó Mattia. Tenía los brazos colgando, como un muñeco de ventrílocuo, y con el índice derecho se levantaba un padrastro que tenía en el pulgar; la sensación era muy parecida a la de un pinchazo y le permitió sustraerse un momento a la tensión reinante.

Alice se sentó en la cama, muy en el borde —el colchón no se hundió bajo su peso—, miró a los lados como buscando algo, y al final preguntó:

—¿No te sientas?

Él lo hizo; con cautela, a tres palmos de ella. La música retumbaba como si las paredes respiraran con sofoco. Alice observó las manos de Mattia, que él tenía cerradas.

—¿Se te ha curado la mano?

—Casi.

—¿Cómo te lo hiciste?

—Me corté en el laboratorio de biología, sin querer.

—¿Puedo ver la herida?

Mattia apretó los puños con fuerza, pero luego, lentamente, abrió la mano izquierda. Una cicatriz morada y perfectamente recta la surcaba en diagonal, en medio de otras más cortas y claras, casi blancas, entrecruzadas a lo largo y ancho de toda la palma, como las ramas peladas de un árbol vistas a contraluz.

—Yo también tengo una —dijo Alice.

Mattia cerró la mano y se la metió entre las piernas, como escondiéndola. Ella se puso en pie, se alzó un poco el suéter y se desabotonó los vaqueros. Él fue presa del pavor. Bajó la vista todo lo que pudo, mas no evitó ver cómo las manos de Alice doblaban un poco los pantalones y dejaban al descubierto una gasa prendida con esparadrapo y, bajo ella, el ribete de unas bragas gris claro.

Y al ver que también bajaba este ribete unos centímetros, contuvo el aliento.

—Mira —dijo Alice.

Paralela al hueso ilíaco se veía una cicatriz larga, de bastante relieve y más ancha que la de Mattia; las señales de los puntos de sutura, que la cruzaban perpendicularmente a intervalos regulares, la asemejaban a las que se pintan los niños en la cara cuando se disfrazan de piratas.

A él no se le ocurrió nada que decir. Ella se abotonó los vaqueros, se remetió la camiseta y volvió a sentarse, esta vez algo más cerca del muchacho.

A continuación hubo un silencio casi insoportable. La distancia que mediaba entre sus caras palpitaba de expectación y azoramiento. Al cabo, por decir algo, Alice preguntó:

—¿Te gusta la nueva escuela?

—Sí.

—Dicen que eres un genio.

Mattia se mordió las mejillas hasta sentir el sabor metálico de la sangre.

—¿Y de veras te gusta estudiar?

Él asintió.

—¿Por qué?

—Es lo único que sé hacer —contestó con voz queda.

Deseó decirle que también le gustaba porque era algo que podía hacer solo, porque lo que uno estudia son cosas sabidas, muertas, frías; porque las páginas de los libros de clase tienen todas la misma temperatura, lo dejan elegir a uno, nunca hacen daño ni uno puede hacerles daño a ellas… Pero se abstuvo.

—¿Y yo? ¿Te gusto? —se aventuró a preguntar Alice; la voz le salió un tanto chillona y se sonrojó.

—No lo sé —contestó Mattia mirando al suelo.

—¿No lo sabes?

—No, no lo he pensado.

—Esas cosas no se piensan.

—Yo si no pienso no comprendo.

—Tú a mí sí me gustas —dijo ella—, un poco, creo.

Él inclinó la cabeza. Jugó a enfocar y desenfocar los arabescos geométricos de la alfombra contrayendo y relajando el cristalino.

—¿No quieres besarme? —le preguntó Alice; no sintió vergüenza, pero sí un vuelco en el corazón por miedo a que le dijera que no.

Mattia permaneció quieto unos segundos, hasta que negó lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar la alfombra.

Alice, en un arranque nervioso, se llevó las manos a la cintura y se la abarcó. Con otra voz dijo atropelladamente:

—Da igual… pero por favor, no se lo digas a nadie. —Y pensó: ¡Qué boba soy! Peor que un crío de párvulos.

Se levantó. Aquella habitación le pareció de pronto un lugar extraño, hostil. Las paredes llenas de mil colores, el escritorio cubierto de cosméticos, las zapatillas de baile colgando de una hoja del armario como los pies de un ahorcado, la foto de gran formato de una guapísima Viola tumbada en la playa, los casetes amontonados en desorden junto al equipo de música, la ropa tirada en la butaca, todo eso empezó a marearla.

—Volvamos al salón —pidió.

Mattia se puso en pie y se quedó mirándola. Ella tuvo la impresión de que le pedía perdón. Abrió la puerta —la música irrumpió potente en el cuarto—, recorrió un trecho de pasillo, pensó en la cara que pondría Viola, dio media vuelta, lo cogió sin más de la rígida mano y así cogidos regresaron al ruidoso salón de los Bai.

14

Jugando, las chicas habían arrinconado a Denis contra el frigorífico, y formaban ante él, una junto a otra, una muralla de ojos excitados y cabellos sueltos, a través de la cual Denis no atinaba a ver a Mattia en el otro cuarto.

—¿Verdad o prenda? —le preguntó Viola.

Denis sacudió la cabeza tímidamente, dando a entender que no le apetecía jugar. Viola hizo un gesto de impaciencia y abrió el frigorífico, lo que obligó a Denis a ladear el tronco para dejar espacio a la puerta, sacó una botella de vodka de melocotón y bebió un trago a morro. Luego se la ofreció a Denis con una sonrisa cómplice.

Él estaba ya mareado y sentía cierta náusea, y el whisky le había dejado un regusto amargo en la nariz y la boca; pero había algo en la actitud de Viola que le impedía negarse. Tomó la botella, dio un trago y se la pasó a Giada Savarino, que la cogió con avidez y empezó a beber como si fuera naranjada.

—Bueno, ¿qué, verdad o prenda? —repitió Viola—. O elegimos nosotras.

—Este juego no me gusta —replicó Denis sin convicción.

—¡Qué pelmas sois tú y tu amigo! Yo elijo. Verdad. Veamos… —Se llevó el dedo a la barbilla y, aparentando reflexionar, paseó en círculo la mirada por el techo—. ¡Ya lo tengo! Has de decirnos cuál te gusta más de las cuatro.

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