La Soledad de los números primos (3 page)

Seguro que tira las patatas fritas, iba pensando Mattia. Y que coge la pelota y no se la pasa a nadie.

—¿Quieres darte prisa? —le dijo volviéndose; su hermana se había agachado en medio de la acera y hostigaba con el dedo a un gusano larguísimo.

Michela se quedó mirando a Mattia como si hiciera mucho que no lo veía. Luego sonrió y corrió hacia él con el gusano entre el pulgar y el índice.

—¡Qué asco, tira eso! —le ordenó el gemelo, apartándose.

Ella miró de nuevo al bicho como si se preguntara qué hacía entre sus dedos. Al cabo lo soltó y emprendió una torpe carrera para alcanzar a su hermano, que ya se había adelantado unos pasos.

Se quedará con la pelota y no querrá dársela a nadie, igual que en la escuela, pensaba Mattia.

Miró a su hermana gemela, que tenía sus mismos ojos, su misma nariz y su mismo color de pelo, y menos cerebro que un mosquito, y por primera vez sintió odio puro. La tomó de la mano para cruzar la calle, pues allí el tráfico era intenso, y mientras cruzaban tuvo una idea.

Soltó la mano de la hermana, enfundada en su guantecito de lana, pero pensó que aquello no estaría bien.

Luego, bordeando el parque, nuevamente cambió de idea y se convenció de que nunca lo descubrirían.

No serán sino unas horas, pensó; sólo esta vez.

Y agarrando a Michela del brazo y dando un brusco giro, entró en el parque; la hierba estaba todavía húmeda de la helada nocturna. Michela trotaba tras él manchándose de barro las botitas de gamuza blanca recién estrenadas.

En el parque no había un alma. Con aquel frío a nadie le apetecía pasear. Llegaron a una arboleda en la que había tres mesas de madera con bancos y una barbacoa. Allí precisamente, cuando iban a primero, se habían parado a comer una mañana que las maestras los llevaron a recoger hojas secas, con las que luego confeccionaron feos centros de mesa que regalaron a sus abuelos por Navidad.

—Michi, escúchame bien —le dijo Mattia—. ¿Me escuchas?

Siempre había que asegurarse de que el estrecho canal comunicativo de Michela estuviera abierto. Esperó la cabezada de la gemela.

—Bien. Yo ahora tengo que irme —le explicó—, pero será sólo un momento, media hora como mucho.

Tampoco había por qué decirle la verdad, al fin y al cabo para Michela lo mismo era media hora que un día. Al decir de la doctora, el desarrollo de su percepción espacio-temporal no había pasado del estadio preconsciente, y Mattia comprendió bien lo que eso significaba.

—Tú siéntate aquí y espérame.

Michela lo miraba con expresión seria y no contestó, porque nada podía contestar. Tampoco dio muestras de haber comprendido, pero sus ojos se avivaron un instante, y durante el resto de su vida Mattia pensaría que aquéllos eran los ojos del miedo.

Caminando hacia atrás para poder verla y cerciorarse de que no lo seguía, empezó a alejarse. Así andan sólo los cangrejos, lo había regañado una vez su madre, y siempre acaban chocando contra algo.

Cuando estuvo a unos quince metros, Michela dejó de mirarlo y se puso a arrancar un botón de su abrigo de lana. Mattia dio entonces media vuelta y echó a correr, sujetando bien la bolsa del regalo. Más de doscientas piezas de plástico entrechocaban dentro de la caja como queriendo decirle algo.

***

Le abrió la madre de Riccardo Pelotti.

—Hola, Mattia. ¿Y tu hermanita?

—Es que… tenía un poco de fiebre —mintió el chico.

—¡Ah, qué lástima! —contestó la señora, aunque no pareció sentirlo en absoluto. Se hizo a un lado para dejarlo pasar y gritó hacia el pasillo—: ¡Ricky, es tu amigo Mattia, ven a recibirlo!

Apareció Riccardo Pelotti dando un resbalón y con su cara antipática. Miró un instante a Mattia y buscó luego a la retrasada. Al fin dijo hola, aliviado.

Mattia mostró la bolsa del regalo a la señora.

—¿Dónde lo dejo?

—¿Eso qué es? —preguntó, receloso, Riccardo.

—Un juguete de Lego.

—Ah.

Y cogió la bolsa y desapareció por el pasillo.

—Ve con él —instó la señora, empujando a Mattia—. La fiesta es allí.

El salón de la casa Pelotti estaba decorado con guirnaldas de globos. Sobre una mesa cubierta con un mantel de papel rojo había cuencos de palomitas y patatas fritas, una pizza seca cortada en cuadraditos y una fila de botellas de gaseosa de varios colores, aún cerradas. Ya habían llegado algunos compañeros que estaban de pie en medio de la estancia, como custodiando la mesa.

Mattia dio unos pasos hacia ellos y se detuvo a un par de metros, como un satélite que no quiere ocupar demasiado espacio en el cielo. Nadie le hizo caso.

Cuando el salón estuvo lleno de críos, un joven de unos veinte años, con una nariz de plástico roja y un bombín, los hizo jugar a la gallinita ciega y al rabo de burro, juego en el que, con los ojos vendados, había que pegar el rabo a un burro dibujado en un papel. Mattia ganó el primer premio, consistente en un puñado de caramelos, aunque sólo porque veía por debajo de la venda; todos lo abuchearon diciendo que había hecho trampa, mientras él, muerto de vergüenza, se guardaba los confites.

Cuando se hizo de noche el joven disfrazado de payaso apagó la luz, les mandó que se sentaran en corro y empezó a contarles una historia de miedo sosteniendo una linterna encendida debajo de la barbilla.

Mattia pensó que la historia no daba miedo pero la cara iluminada de aquel modo sí; la luz proyectada desde abajo la teñía de rojo y creaba sombras espantosas. Para no mirarla, desvió la vista a la ventana y se acordó de Michela. En realidad no la había olvidado, pero sólo entonces se la imaginó esperándolo allí sola, en medio de los árboles, frotándose la cara con los guantes blancos para calentarse.

Se levantó. En ese momento entraba en el salón a oscuras la madre de Riccardo con una tarta llena de velitas encendidas, y todo el mundo prorrumpió en aplausos, en parte por la historia y en parte por la tarta.

—Tengo que irme —dijo Mattia, sin esperar siquiera a que la anfitriona depositara el bizcocho en la mesa.

—¿Ahora que toca la tarta?

—Sí, ahora. Tengo que irme.

La madre de Riccardo lo miraba por encima de las velas. También su cara, así iluminada, se veía cubierta de sombras amenazantes. Los demás callaron.

—Bueno —repuso en tono vacilante—. Ricky, acompaña a tu amigo.

—¡Pero si tengo que apagar las velas! —protestó el hijo.

—Haz lo que te digo —ordenó la madre, que seguía mirando a Mattia.

—¡Pelma que eres, Mattia!

Alguien se echó a reír. Mattia siguió a Riccardo al recibidor, cogió su chaqueta de debajo de un montón de chaquetas y le dijo gracias y adiós. El otro no contestó; cerró la puerta y volvió corriendo a su tarta.

En el patio del bloque, Mattia miró un momento las ventanas iluminadas de la casa de Riccardo. Las voces de sus compañeros se filtraban por ellas y llegaban a sus oídos atenuadas, como el zumbido tranquilizador de la tele del salón cuando por la noche su madre los mandaba a acostar a él y a Michela. El portal se cerró a sus espaldas con un chasquido metálico. Mattia echó a correr.

Llegó al parque y a los diez pasos dejó de distinguir el paseo de grava a la luz de las farolas de la calle. Las desnudas ramas de los árboles entre los que había dejado a Michela no eran sino rayas algo más negras contra el cielo oscuro. Ya al verlas a lo lejos tuvo la certeza, clara e inexplicable, de que su hermana no estaba allí.

Se detuvo a unos metros del banco en que unas horas antes había dejado a Michela destrozándose el abrigo. Permaneció inmóvil y a la escucha hasta que se le pasó el sofoco, como esperando a que su hermana asomara de pronto tras un árbol y, haciéndole cucú, corriera hacia él con sus andares patosos.

—¡Michi! —exclamó, y su propia voz lo asustó; lo repitió más flojo.

Se acercó al banco, palpó el sitio donde Michela se había sentado; estaba frío, como todo lo demás.

Se habrá cansado y habrá vuelto a casa, pensó. Aunque no conoce el camino, y tampoco puede cruzar sola la avenida.

El parque se extendía ante él hasta perderse en la oscuridad; Mattia no sabía ni dónde acababa. No quería seguir avanzando, pero no tenía elección.

Iba de puntillas para no hacer crujir las hojas pisadas de lleno y oteaba a los lados con la esperanza de ver a Michela acurrucada al pie de un árbol, jugueteando con un escarabajo o con lo que fuera.

Entró en la zona de juegos. Se esforzó por recordar los colores que tenía el tobogán a la luz vespertina del domingo, cuando su madre, cediendo a los chillidos de Michela, la tiraba por él un par de veces, aunque ya era mayorcita para eso.

Bordeando el seto llegó a los servicios públicos, pero no tuvo valor para entrar. Regresó al paseo, que en aquella parte del parque era una simple senda hecha por el ir y venir de los paseantes, y lo siguió durante diez minutos largos, hasta que no supo dónde estaba. Entonces rompió a llorar y toser a la vez.

—¡Qué estúpida eres, Michi! —dijo a media voz—. Una estúpida retrasada. ¿Cuántas veces te ha explicado mamá que cuando te pierdas te quedes donde estás? Pero tú nunca entiendes nada… Nada de nada.

Subió una ligera pendiente y se halló ante el río que discurría por medio del parque. Mil veces le había dicho su padre el nombre, pero él nunca lo recordaba. Una luz de origen indeterminado se reflejaba en las aguas y titilaba en sus ojos húmedos.

Se acercó a la orilla y pensó que Michela debía de estar cerca. A su hermana le gustaba el agua. Mamá solía contar que cuando de pequeños los bañaba juntos, Michi berreaba como una loca porque no quería que la sacaran del agua, ni siquiera cuando ésta se había enfriado. Mattia recordó el domingo en que su padre los llevó al río, quizá a aquel mismo punto de la orilla, y le enseñó a lanzar chinas haciéndolas rebotar en la superficie. Mientras le explicaba que todo dependía del movimiento de la muñeca, que era lo que imprimía la rotación, Michela se había deslizado al agua y cuando su padre la agarró del brazo ya le llegaba a la cintura. Él le propinó una bofetada, ella rompió a llorar y los tres se volvieron a casa en silencio y con la cara larga.

La imagen de Michela jugando a desbaratar con una ramita su reflejo en el agua y hundiéndose luego en la corriente cual saco de patatas le cruzó la mente con la violencia de una descarga eléctrica.

Se sentó a medio metro del agua, cansado. Volvió la vista atrás y no vio sino oscuridad, una oscuridad que aún duraría muchas horas.

Se quedó luego mirando fijamente la superficie negra y brillante del río. Probó de nuevo a recordar el nombre de éste, pero tampoco esta vez lo consiguió. Hincó las manos en la tierra fría, que la humedad de la orilla mullía. Topó con un cristal de botella, cortante residuo de alguna fiesta nocturna. Se lo clavó en la mano pero no sintió dolor, quizá ni se dio cuenta. Luego empezó a girarlo y hundirlo más en la carne, sin apartar la mirada del agua; esperaba que Michela emergiera de pronto a la superficie y al mismo tiempo se preguntaba por qué unas cosas flotan y otras no.

En la piel y más hondo
(1991)
3

El horrible jarrón de cerámica blanco con arabescos florales dorados que ocupaba desde siempre un rincón del baño pertenecía a la familia Della Rocca hacía cinco generaciones, pero en realidad no gustaba a nadie. Alice había tenido muchas veces el impulso de estamparlo contra el suelo y tirar luego sus inestimables añicos al contenedor de enfrente, adonde iban a parar también las cajas de puré vacías, las compresas usadas —no suyas, por cierto— y los blísteres de los ansiolíticos que tomaba su padre.

Alice pasó un dedo por el jarrón y comprobó lo frío, liso y limpio que estaba. Pensó en Soledad, la sirvienta ecuatoriana, que se volvía más y más meticulosa con el paso de los años, porque en la casa Della Rocca se cuidaban los detalles. Recordó el día que se presentó la criada; ella apenas tenía seis años y se quedó mirándola al amparo de la falda de su madre. Soledad se inclinó y le dijo con expresión maravillada: «¡Qué pelo más bonito tienes! ¿Puedo tocarlo?» Ella quiso contestar que no, pero se mordió la lengua. Soledad tomó un mechón de su pelo castaño y lo palpó como si fuera un trozo de seda; le parecía mentira que existiera cabello tan fino.

Alice se quitó la camiseta de tirantes con la respiración contenida y cerrando los ojos.

Cuando los abrió y se vio reflejada en el gran espejo del lavabo, se llevó una grata sorpresa. Enrolló el elástico de la braguita un par de veces, de modo que quedara sólo un poco por encima de la cicatriz y lo bastante tirante para formar un puente entre los dos huesos de la pelvis. Por el hueco así creado entre la braga y el vientre aún no pasaba el dedo índice, pero el meñique sí, lo que la alegraba horrores.

Sí, debo hacérmelo aquí, se dijo.

Una rosa azul, como la de Viola.

Se puso de perfil, mirándose el derecho, que era, como solía decirse a sí misma, el bueno, y se echó todo el pelo hacia delante; resultó que parecía una loca. Se lo recogió entonces en una coleta, y luego en otra más alta, como lo llevaba Viola, que gustaba a todos.

Pero tampoco así le quedaba bien.

Dejó, pues, que le cayera por los hombros y con acostumbrado ademán se lo retiró tras las orejas. Apoyándose en el lavabo adelantó la cara hasta tenerla a unos centímetros del espejo, tan rápidamente que tuvo la impresión de que los ojos se solapaban formando un único y terrible ojo ciclópeo. Con el aliento caliente formó un halo en el cristal que le tapó parte de la cara.

No se explicaba de dónde sacaban Viola y sus amigas aquellas miradas que hacían estragos en los chicos; miradas implacables y seductoras, que con un imperceptible arqueo de cejas lo mismo fulminaban que perdonaban la vida.

Alice intentó mostrarse provocativa ante el espejo, pero no consiguió sino verse torpe, menear los hombros sin gracia y moverse como bajo los efectos de un anestésico.

Estaba convencida de que su problema eran sus siempre colorados mofletes; sepultaban sus miradas, cuando lo que ella quería era que salieran disparadas de las órbitas y se clavaran como espinas afiladas en el corazón de los chicos con que se cruzaba; quería que su mirada no fuera indiferente a nadie, que en todos dejara una huella imborrable.

Pero nada; por mucho que perdía barriga, culo y tetas, los carrillos seguían igual de inflados.

Llamaron a la puerta.

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