Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Viola dio un suspiro y dijo:
—¡Va! Trae tu hoja de ausencias. —Estudió la firma de su padre y añadió—: Chupado; yo te firmo.
Le mostró su propia hoja y fue indicándole todas las firmas que había falsificado los días en que hacía novillos.
—Además —concluyó—, mañana a primera hora toca doña Follini, y no ve.
Y comenzó a hablarle de las clases, de que las matemáticas no le interesaban porque pensaba estudiar derecho. A Alice le costaba atender. Pensaba en lo que le había hecho el día anterior en el vestuario y no se explicaba aquella repentina confianza.
Se apearon en la plaza y echaron a caminar por los pórticos. De pronto Viola entró en una tienda de ropa con escaparates fluorescentes en la que Alice nunca había estado. Se comportaba como si fueran amigas de toda la vida. Quiso que se probaran prendas y todas las elegía ella. Cuando Viola le preguntó la talla, ella contestó avergonzada la treinta y ocho. Las dependientas las miraban recelosas, pero Viola no hacía caso. Se cambiaban en el mismo probador y Alice pudo comparar ambos cuerpos. Al final no compraron nada.
Luego fueron a un bar y Viola pidió dos cafés, sin preguntarle qué quería tomar. Alice estaba aturdida y no entendía nada, pero una dicha nueva e inesperada empezaba a abrirse paso en su alma. Acabó olvidándose de su padre y de las clases. Estaba sentada en un bar con Viola Bai y aquel momento les pertenecía sólo a ellas.
Viola fumó tres cigarrillos y quiso que ella también fumara. Cada vez que su nueva amiga rompía a toser, Viola reía mostrando unos dientes perfectos. La sometió a un breve interrogatorio acerca de los novios que no había tenido y los besos que no había dado. Alice contestaba humillando la mirada. «¡No me digas que nunca has tenido novio! ¿De veras?» Alice asentía moviendo la cabeza. «¡Increíble! ¡Qué desgracia! —exclamaba Viola—. Hay que hacer algo, no querrás morir virgen, ¿verdad?»
Así que al día siguiente, en el recreo de las diez, se dieron una vuelta por el colegio en busca de un novio para Alice. Viola se deshizo de Giada y las otras diciéndoles que tenían cosas que hacer, y las dos salieron del aula cogidas de la mano.
Ya lo había planeado todo. Sería en su fiesta de cumpleaños, al sábado siguiente. Sólo faltaba encontrar al tío adecuado. Mientras cruzaban el pasillo le iba señalando chicos y decía «Mira qué culo», «No está mal», «Ése sabe hacerlo».
Alice sonreía nerviosa y no se decidía por ninguno. En su imaginación se representaba con gran inquietud el momento en que un chico le metiera las manos por la camiseta y descubriera que, bajo aquella ropa que tan bien le sentaba, no había más que molla y carne fofa.
Estaban acodadas en la barandilla de la escalera de emergencia, en el segundo piso, viendo a los chicos jugar al fútbol en el patio con un balón amarillo medio desinflado.
—¿Y Trivero? —le preguntó Viola.
—No sé quién es.
—¿No sabes quién es? Va a quinto. Iba a remo con mi hermana. Se dicen cosas interesantes de él.
—¿Qué cosas?
Viola hizo un ademán ambiguo y se echó a reír sonoramente, complacida del efecto desconcertante de sus alusiones. Alice se ruborizó abruptamente y al mismo tiempo tuvo la maravillosa certeza de que su soledad había por fin concluido.
Fueron a la planta baja y pasaron por el sitio de las máquinas expendedoras de bebidas y tentempiés. Los estudiantes formaban colas caóticas y hacían tintinear monedas en los bolsillos de los vaqueros.
—Va, tienes que decidirte —dijo Viola.
Apurada, Alice miró alrededor girando sobre sí misma, y al final, señalando a dos chicos que había aparte, cerca de la ventana, juntos pero sin hablarse ni mirarse, dijo:
—Aquél no me parece mal.
—¿Cuál? ¿El de la venda o el otro?
—El de la venda.
Viola se quedó mirándola con unos ojos abiertos que parecían océanos.
—No seas loca, ¿tú sabes lo que ha hecho ése?
Alice negó con la cabeza.
—Se clavó un cuchillo en la mano, adrede, aquí en el colegio.
Alice se encogió de hombros.
—Pues a mí me parece interesante.
—¿Interesante? Es un psicópata. Ése es capaz de descuartizarte y meterte en el congelador.
Alice sonrió, pero sin dejar de mirar al chico del corte en la mano: tenía la cabeza gacha en una actitud que le daban ganas de acercarse, levantarle la cara y decirle: «Mírame, que estoy aquí.»
—¿De verdad te gusta? —insistió Viola.
—Sí —confirmó Alice.
La otra se encogió de hombros.
—Pues a por él.
Y tomando a Alice de la mano la llevó hasta los dos chicos.
Mattia miraba hacia fuera por los cristales opacos de la ventana. Era un día luminoso, un anticipo de primavera a principios de marzo. El fuerte viento, que por la noche había limpiado la atmósfera, parecía llevarse también el tiempo, haciendo que pasara más rápido. Contando los tejados que desde allí lograba ver, Mattia trataba de calcular a qué distancia se hallaba el horizonte.
A su lado, Denis lo observaba de soslayo intentando adivinar sus pensamientos. No habían comentado lo ocurrido en el laboratorio de biología. Hablaban poco, pero pasaban mucho tiempo juntos, sumido cada cual en su propio abismo, aunque sintiéndose sostenidos y salvados por el otro, sin necesidad de muchas palabras.
—Hola —oyó Mattia a sus espaldas. En el cristal vio reflejadas a dos chicas cogidas de la mano. Se giró.
Denis lo miró con aire inquisitivo. Las chicas parecían esperar algo.
—Hola —contestó Mattia en voz baja, y agachó la cabeza para evitar la mirada penetrante de una de ellas.
—Yo soy Viola, y ella Alice —dijo la que así lo miraba—. Vamos a segundo B.
Mattia asintió. Denis estaba boquiabierto. Ninguno de los dos dijo nada.
—Qué —prosiguió Viola—, ¿no os presentáis?
Mattia pronunció su nombre en voz baja, como si más bien se lo recordara a sí mismo, y tendió blandamente la mano sin vendar a Viola, que la estrechó con fuerza; la amiga lo hizo rozándola apenas, y sonrió mirando a otra parte.
Denis se presentó también y no menos torpemente.
—Queríamos invitaros a mi fiesta de cumpleaños, que es el sábado —dijo Viola.
Denis buscó de nuevo los ojos del amigo, en vano. Mattia miraba a Alice, que seguía esbozando una media sonrisa tímida, y pensó que aquella boca, de labios pálidos y finos, parecía obra de un afilado bisturí.
—¿Y por qué? —preguntó.
Viola lo miró con gesto torvo y se volvió hacia Alice con una expresión que significaba ya te decía que estaba loco.
—¿Cómo que por qué? Pues porque nos da la gana.
—Gracias, pero no puedo —contestó Mattia.
Aliviado, Denis se apresuró a decir que él tampoco.
Viola no le hizo caso. A ella le interesaba el de la mano vendada.
—Ah, ¿no? —repuso provocadora—. Será que tienes muchos compromisos para el sábado noche. ¿Has quedado con tu amiguito para jugar a los videojuegos? ¿O piensas cortarte otra vez las venas?
Al decir esto, Viola sintió un escalofrío a la vez de terror y excitación. Alice le dio un apretón en la mano indicándole que se callara.
Mattia no pensó sino que había olvidado el número de tejados y no tendría tiempo de contarlos de nuevo antes de que sonara el timbre.
—No me gustan las fiestas —adujo.
Viola se esforzó por reír y emitió una serie de jijíes agudos.
—Qué raro, si a todos les gustan las fiestas. —Y se dio con el dedo dos golpecitos en la sien derecha.
Alice le había soltado la mano y tenía la suya, sin darse cuenta, en el vientre.
—Pues a mí no —replicó Mattia en tono severo.
Viola lo miró con desafío y él le sostuvo la mirada con semblante inexpresivo. Alice había dado un paso atrás. Viola abrió la boca para replicar algo, pero en ese momento sonó el timbre. Mattia echó a caminar resuelto hacia la escalera, dando por terminada la conversación. Denis lo siguió como arrastrado por su estela.
Desde que entró al servicio de los Della Rocca, Soledad Galienas sólo había tenido un desliz. Había ocurrido cuatro años atrás, una noche lluviosa en que los amos habían ido a cenar a casa de unos amigos.
En el armario, Soledad sólo tenía ropa negra, incluyendo la íntima. De esa manera se le hacía tan presente la muerte de su marido en accidente laboral que a veces acababa hasta por creerla. Se lo imaginaba de pie en un andamio, a veinte metros del suelo, con el cigarrillo entre los dientes, nivelando una capa de cemento para poner encima otra hilera de ladrillos. Lo veía tropezar en una herramienta, o en una soga enrollada, la soga con que tendría que haberse sujetado y que rechazó por considerarlo cosa de novatos; lo veía tambalearse sobre los tablones y precipitarse al vacío dando un grito. El plano se ampliaba entonces para representar al marido cayendo como un puntito oscuro que agitaba los brazos en el vacío. Aquel recuerdo artificial concluía con una vista desde arriba: el cuerpo aplastado contra el suelo polvoriento del edificio en obras; exánime y bidimensional, con los ojos aún abiertos, boca arriba en medio de una mancha de sangre que se expandía poco a poco.
Figurarse esto le producía un grato temblor de angustia entre nariz y garganta y, si lo pensaba un rato, hasta se le saltaban algunas lágrimas sólo de autocompasión.
Porque lo cierto era que su marido la había abandonado, que un buen día se había ido, probablemente para rehacer su vida con otra, y desde entonces nada sabía de él. Cuando emigró a Italia se hizo pasar por viuda con un pasado digno de contar, ya que del verdadero nada había que decir. Vestir de negro y pensar que los demás podían ver en su mirada la huella de un drama, de un dolor inconsolable, le proporcionaba seguridad. Llevaba el luto con dignidad y hasta aquella noche nunca había traicionado la memoria del difunto.
El sábado iba a la misa de las seis para estar de vuelta a la hora de la cena. Ernesto llevaba semanas pretendiéndola. Al acabar el oficio la esperaba fuera y, siempre con gran ceremonia, se ofrecía a acompañarla a casa. Soledad se recataba en su vestido negro pero al final consentía. Él le hablaba de cuando trabajaba en correos y de lo larga que se le hacía la tarde solo en casa, con tantos años a cuestas y tantos fantasmas con los que lidiar. Era mayor que ella y su mujer había muerto de cáncer de páncreas.
Caminaban cogidos del brazo y muy formales. Aquella tarde Ernesto la acogió bajo su paraguas y, por guarecerla mejor, él se mojó la cabeza y el abrigo. La felicitó por su italiano, que mejoraba de semana en semana, y ella soltó una risita afectando embarazo.
Por un gesto torpe, por una falta de sincronía, al llegar a casa de los Della Rocca, en vez de despedirse como amigos, con dos castos besos en las mejillas, se rozaron los labios. Ernesto se excusó, pero acto seguido se inclinó de nuevo y la besó en la boca; Soledad sintió que el polvo que en todos aquellos años se le había depositado en el corazón se levantaba en torbellino y se le metía en los ojos.
Fue ella quien lo invitó a entrar. Tenía que permanecer escondido en su habitación un par de horas, mientras ella daba de cenar a Alice y la acostaba. Los amos no tardarían en salir y volverían tarde.
Ernesto dio gracias a Dios de que ciertas cosas aún pudieran ocurrir a su edad. Entraron sigilosamente. Soledad llevó al amante a su habitación cogido de la mano, como a un adolescente, intimándolo al silencio con un dedo en los labios. Luego, a toda prisa, le preparó la cena a Alice, se quedó mirándola mientras se la comía lentamente, y al fin le dijo que parecía cansada y mejor sería que se acostase. Alice contestó que quería ver la tele, y Soledad, con tal de librarse de ella, se lo permitió a condición de que la viera en la buhardilla. Alice se fue al piso de arriba, y aprovechó que su padre no estaba para andar arrastrando los pies.
Soledad se reunió con su amante. Estuvieron largo rato besándose, sentados uno junto al otro, sin saber qué hacer con las manos, azorados, faltos de práctica. Al final Ernesto se atrevió a abrazarla.
Mientras él bregaba con el endiablado cierre del sujetador y susurraba excusas por su poca maña, ella se sintió joven, bella y desenvuelta. Cerró los ojos y cuando los abrió vio a Alice en el umbral.
—Coño —se le escapó—, ¿qué haces aquí?
Se apartó de Ernesto y se cubrió los pechos con el brazo. Alice los observaba con la cabeza ladeada, sin sorpresa, como a animales en el zoo.
—No puedo dormir —dijo.
Por una misteriosa coincidencia, Soledad se acordó de aquello cuando, al girarse en un momento dado, vio a Alice en la puerta del despacho. Estaba quitando el polvo de la librería. Sacaba de tres en tres los pesados volúmenes de una de las enciclopedias del abogado, encuadernada en verde oscuro con lomo dorado, y los sostenía con el brazo izquierdo, que ya empezaba a cansársele, mientras con la mano derecha pasaba el trapo por los anaqueles de caoba, hasta los rincones más recónditos, pues una vez el amo se había quejado de que sólo limpiaba lo que se veía.
Hacía años que Alice no entraba en el despacho de su padre. Un invisible muro de hostilidad le impedía franquear el umbral. Estaba segura de que apenas pisara el parquet, de hipnótico dibujo geométrico, la madera cedería bajo su peso y ella se precipitaría en un oscuro abismo.
Todo el recinto estaba impregnado del intenso olor de su padre, los folios ordenadamente apilados en la mesa, los cortinones color crema. De pequeña, cuando iba a llamarlo para la cena, Alice entraba de puntillas y siempre dudaba antes de hablar, por el respeto que le imponía la figura de su padre inclinado sobre la mesa, estudiando sus complicados papeles con gafas de montura de plata. Cuando advertía la presencia de su hija, el abogado alzaba despacio la cabeza y fruncía el ceño como preguntándose qué hacía allí. Por fin asentía, esbozaba un amago de sonrisa y decía: «Voy.»
Alice tenía la impresión de seguir oyendo resonar aquella única palabra en el despacho, como si hubiera quedado atrapada entre aquellas cuatro paredes empapeladas y dentro de su cabeza.
—
Hola, mi amorcito
—le dijo Soledad. Seguía llamándola así pese a que la joven que tenía delante hecha un palillo se parecía poco a la adormilada criatura que en otro tiempo vestía y llevaba al colegio todas las mañanas.
—Hola —contestó Alice.
Soledad la miró unos segundos esperando que dijera algo, pero Alice, nerviosa, desvió la mirada. La criada siguió con lo suyo.