La Soledad de los números primos (11 page)

—No te quedes ahí como un pasmarote. Hazme una foto.

Mattia cogió la Polaroid y la miró y remiró para ver dónde debía apretar. Alice se contoneaba en el dintel como mecida por una brisa imaginaria. Cuando él se llevó el aparato a la cara, ella adoptó una postura seria y casi provocativa.

—Hecho —dijo Mattia.

—Ahora una juntos.

Él negó con la cabeza.

—Va, no seas aguafiestas. Pero por una vez te quiero vestido como Dios manda, no con ese jersey viejo que llevas hace un mes.

Mattia se lo miró: los puños se veían desgastados, como roídos por la polilla. Había cogido la costumbre de rascárselos con la uña del dedo gordo, porque así tenía ocupados los dedos y dejaba de arañarse la concavidad entre el índice y el medio.

—No querrás arruinarme la boda —añadió Alice frunciendo el ceño.

Era sólo un juego, bien lo sabía; un simple pasatiempo, una broma tonta como tantas otras. Pero cuando, al abrir la puerta del armario, se vio en el espejo con aquel vestido de novia blanco y junto a Mattia, le dio un vuelco el corazón y dijo:

—Aquí no hay nada. Ven.

Mattia la siguió resignado. Cuando Alice se ponía así, notaba como un cosquilleo en las piernas y le daban ganas de largarse. Había algo en su actitud, en el ansia con que se entregaba a aquellos juegos infantiles, que a él le resultaba insoportable. Se sentía como si lo atara a una silla para exhibirlo ante la gente como una especie de mascota. Él prefería no decir nada, manifestar por gestos su descontento, hasta que Alice se cansaba de su pasividad y desistía, refunfuñando que la hacía parecer una estúpida.

Detrás de la cola, Mattia siguió a su amiga a la habitación de los padres. Allí nunca había entrado. Las persianas estaban bajadas casi del todo y la luz se proyectaba sobre el parquet con rayas paralelas tan nítidas que parecían dibujadas. El aire se percibía más enrarecido que en el resto de la casa. Contra una pared había una cama de matrimonio mucho más alta que la de los padres de Mattia, y dos mesillas idénticas.

Alice abrió el armario y con el dedo pasó revista a los trajes de su padre, colgados en orden y protegidos todos por una funda de plástico. Tomó uno negro, lo dejó en la cama y ordenó a Mattia:

—Ponte éste.

—Tú estás loca. Como se entere tu padre…

—Mi padre no se entera de nada. —De pronto se quedó callada, como reflexionando en lo que acababa de decir, u observando algo más allá de aquel muro de trajes oscuros, y al cabo agregó—: Voy a buscarte una camisa y una corbata.

Mattia se quedó sin saber qué hacer; ella notó su indecisión.

—¿Qué, no te cambias? No te dará vergüenza delante de mí, ¿verdad? —Y al decirlo notó que se le revolvía el vacío estómago. Por un instante se sintió indecente. Aquellas palabras eran un sutil chantaje.

Mattia soltó un resoplido, se sentó en la cama y empezó a descalzarse.

Alice le daba la espalda fingiendo elegir una camisa que ya tenía elegida. Cuando oyó tintinear el cinturón contó hasta tres y se volvió. Mattia estaba quitándose los vaqueros; llevaba unos calzoncillos grises holgados, no de los que se ciñen como ella había supuesto.

Lo había visto muchas veces con pantalones cortos y pensó que verlo en calzoncillos era más o menos lo mismo; sin embargo, temblaba levemente bajo las cuatro capas blancas del vestido de novia. Él tiró del jersey para cubrirse y comenzó a ponerse deprisa los pantalones del traje; el tejido era suave y ligero, y al pasar por los pelos de las piernas los electrizaba, erizándolos como pelaje de gato.

Alice se acercó y le tendió la camisa. Él la cogió sin levantar la vista. Ya empezaba a cansarse de aquella farsa estúpida. Le daba vergüenza enseñar sus brazos delgados, los cuatro pelos que tenía en el pecho y en torno al ombligo. Ella pensó que, como siempre, él hacía lo posible para que se sintieran violentos. Aunque luego se dijo que él creería que la culpa era suya y se le hizo un nudo en la garganta; y aunque de mala gana, prefirió volverse cuando Mattia se quitó el jersey.

—¿Y ahora? —preguntó él.

Ella se giró y se quedó sin habla, tanta impresión le produjo verlo vestido con el traje de su padre. Cierto que la chaqueta le iba un poco ancha —sobrada de hombros—, pero estaba guapísimo. Al cabo dijo:

—Falta la corbata.

Y le dio una color burdeos. Mattia la tomó e instintivamente pasó la yema del pulgar por el brillante tejido: un estremecimiento le recorrió el brazo y le bajó por la espalda. Notó seca como arena la palma de la mano y, para humedecerla, se la llevó a la boca y le echó el aliento. No resistió la tentación de morderse una falange, y así lo hizo procurando que no lo viera Alice, que desde luego lo vio.

—No sé hacer el nudo —dijo con voz cansina.

—Trae acá, torpe.

Alice ya sabía que él no podría hacérselo, y estaba deseando mostrarle que ella sí. Su padre le había enseñado cuando era niña. Por las mañanas, él le llevaba la corbata a la cama y antes de irse pasaba por su habitación para ver si estaba lista. Ella salía corriendo a su encuentro con el nudo ya hecho. Entonces su padre se inclinaba con las manos a la espalda, como si hiciera una reverencia ante una reina, ella le introducía la corbata por la cabeza, él se la ajustaba al cuello y se la arreglaba, y decía: «
Parfait
.» Hasta que una mañana, después del accidente, halló la corbata en la cama tal como la había dejado. Desde entonces tuvo que hacerse el nudo él mismo, y así aquel pequeño rito se extinguió, como tantas otras cosas.

Moviendo sus esqueléticos dedos más de lo necesario, Alice hizo el nudo. A Mattia le pareció complicado, y dejó que se la pusiera también.

—Uau, casi pareces un señor respetable. ¿Quieres verte?

—No —contestó Mattia; lo que quería era irse, y vestido con su propia ropa.

—Foto —anunció Alice dando una palmada.

Él la siguió de nuevo a su habitación. Ella cogió la cámara y dijo:

—No tiene disparador automático. La haré estirando el brazo.

Tomó a Mattia por la cintura, lo atrajo hacia sí —él se puso tenso— y disparó; la fotografía empezó a salir con un zumbido.

Alice se arrojó sobre la cama, igual que una novia cansada de tanta fiesta, y empezó a abanicarse con la foto.

Él se quedó donde estaba, experimentando la grata sensación de desaparecer dentro de aquellas ropas ajenas. De pronto cambió la luz del cuarto: dejó de ser amarillenta y se hizo uniformemente azulada; la última uña de sol se había ocultado tras el edificio de enfrente.

—¿Puedo ya cambiarme?

Lo preguntó con intención, para que ella entendiera que estaba harto del jueguecito. Pero Alice, que parecía profundamente absorta, enarcó un poco las cejas y dijo:

—Una última cosa. —Y se levantó—. El novio cruza el umbral con la novia en brazos.

—Menuda tontería.

—Tienes que cogerme en brazos y llevarme ahí. —Señaló el pasillo—. Y quedas libre.

Mattia sacudió la cabeza, resignado. Ella se acercó extendiendo los brazos como una niña, y le dijo burlona:

—Ánimo, mi héroe.

Él hundió los hombros en señal de derrota y se inclinó desmañado para tomarla en brazos; nunca había llevado así a nadie. Le pasó un brazo por las corvas y el otro por la espalda. Cuando la levantó en vilo, lo sorprendió cuán ligera era.

Trompicando, se dirigió al pasillo. A través de la finísima tela de la camisa notaba cerca, muy cerca, la respiración de Alice, y oía el frufrú de la cola arrastrando por el suelo. Cuando franqueaban el umbral, el sonido de un desgarrón seco y prolongado lo detuvo bruscamente.

—¡Hostias!

Dejó a Alice en el suelo. La falda se había enganchado en la puerta: el roto medía un palmo y parecía una grotesca boca abierta. Los dos se quedaron mirando como alelados.

Mattia supuso que Alice diría algo, se tiraría de los pelos, se enfadaría con él. Pensó que debía excusarse, aunque la culpa era de ella, ella se lo había buscado.

Pero Alice miraba el desgarrón sin inmutarse y al final dijo:

—Bah, para lo que servía ya a nadie.

Dentro y fuera del agua
(1998)
21

Los números primos sólo son exactamente divisibles por 1 y por sí mismos. Ocupan su sitio en la infinita serie de los números naturales y están, como todos los demás, emparedados entre otros dos números, aunque ellos más separados entre sí. Son números solitarios, sospechosos, y por eso encantaban a Mattia, que unas veces pensaba que en esa serie figuraban por error, como perlas ensartadas en un collar, y otras veces que también ellos querrían ser como los demás, números normales y corrientes, y que por alguna razón no podían. Esto último lo pensaba sobre todo por la noche, en ese estado previo al sueño en que la mente produce mil imágenes caóticas y es demasiado débil para engañarse a sí misma.

En primer curso de la universidad había estudiado ciertos números primos más especiales que el resto, y a los que los matemáticos llaman primos gemelos: son parejas de primos sucesivos, o mejor, casi sucesivos, ya que entre ellos siempre hay un número par que les impide ir realmente unidos, como el 11 y el 13, el 17 y el 19, el 41 y el 43. Si se tiene paciencia y se sigue contando, se descubre que dichas parejas aparecen cada vez con menos frecuencia. Lo que encontramos son números primos aislados, como perdidos en ese espacio silencioso y rítmico hecho de cifras, y uno tiene la angustiosa sensación de que las parejas halladas anteriormente no son sino hechos fortuitos, y que el verdadero destino de los números primos es quedarse solos. Pero cuando, ya cansados de contar, nos disponemos a dejarlo, topamos de pronto con otros dos gemelos estrechamente unidos. Es convencimiento general entre los matemáticos que, por muy atrás que quede la última pareja, siempre acabará apareciendo otra, aunque hasta ese momento nadie pueda predecir dónde.

Mattia pensaba que él y Alice eran eso, dos primos gemelos solos y perdidos, próximos pero nunca juntos. A ella no se lo había dicho. Cuando se imaginaba confiándole cosas así, la fina capa de sudor que cubría sus manos se evaporaba y durante los siguientes diez minutos era incapaz de tocar nada.

Cierto día de invierno hizo una cosa. Había pasado la tarde en casa de Alice, que estuvo todo el tiempo zapeando ante la tele. Mattia no atendió ni a las palabras ni a las imágenes del aparato. El pie derecho de ella, que tenía apoyado en la mesa, invadía por la izquierda, como la cabeza de una serpiente, su campo visual. Alice movía y doblaba los dedos con una regularidad hipnótica. Aquel repetido movimiento había hecho nacer en él algo sólido e inquietante, y se esforzó por mantener la mirada fija el mayor tiempo posible, a fin de que nada cambiara en aquella imagen.

Al llegar a su casa cogió un mazo de folios del cuaderno de anillas, lo bastante grueso para que el bolígrafo corriera fluidamente, sin rascar la rígida superficie de la mesa. Igualó los bordes, primero los de arriba y abajo y luego los lados. Escogió el bolígrafo con más tinta de los que tenía en el escritorio, le quitó la capucha, que insertó en la punta opuesta para que no se extraviara, y en el centro exacto del folio, que calculó sin tener que contar los recuadros, comenzó a escribir.

2760889966649. Puso de nuevo la capucha al bolígrafo, lo dejó junto a los folios y leyó en voz alta: Dos­billones­setecientos­sesenta­mil­millones­ochocientos­ochenta­y­nueve­millones­novecientos­sesenta­y­seis­mil­seiscientos­cuarenta­y­nueve. Lo leyó de nuevo, esta vez en voz queda, como para aprenderse el trabalenguas. Y decidió que aquel número era el suyo. Estaba seguro de que ninguna otra persona en el mundo, ninguna otra persona en toda la historia del mundo, había pensado nunca en aquel número. Hasta ese momento, probablemente tampoco nadie lo había escrito y menos aún pronunciado en voz alta.

Tras un momento de vacilación, dos renglones más abajo escribió: 2760889966651. Y éste es el suyo, pensó. En su imaginación, aquellas cifras se habían teñido del color morado del pie de Alice recortado contra el resplandor azulado del televisor.

Bien podrían ser dos primos gemelos, pensó Mattia. Y si lo fueran…

Consideró con detenimiento la posibilidad y buscó divisores de aquellos dos números; con el 3 era fácil: bastaba con sumar las cifras y ver si el resultado era un múltiplo de 3. El 5 quedaba descartado de antemano. Quizá había una regla también para el 7, pero como no la recordaba hizo la división en columna. Siguió con el 11, el 13, etc., en cálculos cada vez más complicados. Cuando estaba con el 37 el sueño se apoderó momentáneamente de él y el bolígrafo le resbaló por la página. Al llegar al 47 abandonó. Aquello sólido que había sentido nacerle dentro estando con Alice se había disipado como el olor en el aire y ya no lo notaba. Se hallaba solo en su cuarto, en medio de un montón de folios cuajados de inútiles divisiones. El reloj marcaba las tres y cuarto de la mañana.

Cogió entonces el primer folio, aquel en cuyo centro había escrito los dos números, y se sintió imbécil. Lo rasgó por la mitad, una y otra vez, hasta que los bordes superpuestos resultaron tan duros que pudo pasarlos como una cuchilla bajo la uña del anular izquierdo.

***

En los cuatro años de universidad, las matemáticas lo llevaron a los rincones más apartados y fascinantes de la razón humana. Copiaba con un afán meticuloso cuantas demostraciones de teoremas hallaba. Incluso en las tardes de verano bajaba las persianas y trabajaba con luz artificial. Retiraba del escritorio todo cuanto pudiera distraer su mirada, para sentirse realmente a solas con el folio. Y escribía de corrido. Si una ecuación se le resistía o se equivocaba al alinear una expresión tras el signo de igual, arrojaba el folio al suelo y volvía a empezar. Cuando había llenado por completo una página de símbolos, letras y números, escribía al final Q.E.D. y por un instante tenía la impresión de haber puesto un poco de orden en el mundo. Entonces se reclinaba en la silla y podía entrelazar las manos sin frotárselas.

Pero pronto empezaba a distanciarse de la página; los símbolos que hasta un instante antes fluían como al conjuro de su muñeca se le antojaban ajenos, como perdidos en un lugar cuyo acceso le estaba vedado. En la oscuridad del cuarto, su mente volvía a poblarse de pensamientos sombríos y casi siempre acababa cogiendo un libro, lo abría al azar y seguía estudiando.

El análisis complejo, la geometría proyectiva y el cálculo diferencial no lo alejaron de su pasión primera, los números. A Mattia le gustaba contar, arrancar del 1 y seguir contando según progresiones complejas que a menudo inventaba sobre la marcha. Se dejaba arrastrar por los números con la impresión de conocerlos uno por uno. Por eso acudió al profesor Niccoli, catedrático de Cálculo Discreto, aunque no había hecho un solo examen con él ni lo conocía más que de nombre, para que le dirigiera la tesis doctoral.

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