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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (26 page)

—¿Cómo se despiertan las «partes buenas»?

—No lo sé, hombre. ¿Crees que lo sé? Es que… conoces a Ender lo suficiente, y él hace que te sientas orgulloso de ti mismo. Eso hace que parezca… hace que parezca que soy un bebé, ¿no?

Bean sacudió la cabeza. Le parecía más bien devoción. Bean no lo había comprendido. Los amigos eran los amigos, pensaba. Como Sargento y Poke lo eran, antes de Aquiles. Pero no se trataba de amor. Cuando vino Aquiles, quizá más bien lo adoraron, como si fuera… un dios, les daba pan, y ellos se lo devolvían. Como… bueno, como lo que se llamaba él a sí mismo: papá. ¿Era lo mismo? ¿Era Ender otro Aquiles?

—Eres listo, chico —manifestó Shen—. Yo estuve allí, ¿no? Pero ni una sola vez pensé ¿cómo lo hizo Ender?, ¿cómo puedo hacer lo mismo, ser como él? Allí estaba Ender, es magnífico, pero no es nada que yo pueda hacer. Tal vez debería de haberlo intentado. Sólo quería…

—Porque tú también eres bueno —dijo Bean.

Shen puso los ojos en blanco.

—Supongo que eso es lo que dije, ¿no? Lo di a entender, al menos. Supongo que eso me convierte en un chulito, ¿no?

—Un chulazo —dijo Bean, sonriendo.

—Es que… él te hace querer… moriría por él. Qué heroico, ¿no? Pero es verdad. Moriría por él. Mataría por él.

—Lucharías por él.

Shen lo comprendió de inmediato.

—Eso es. Es un comandante nato.

—¿Alai lucharía por él también?

—Muchos de nosotros lo haríamos.

—Pero algunos no.

—Como dije, los malos lo odian, los vuelve locos.

—Entonces el mundo se divide entre la buena gente que ama a Wiggin y la gente mala que lo odia.

El rostro de Shen volvió a mostrar recelo.

—No sé por qué te cuento toda esta mierda. Eres demasiado listo para creerte nada.

—Creo todo lo que me dices—aseguró Bean—. No te cabrees conmigo.

Había aprendido eso hacía mucho tiempo. Un niño pequeño dice: «No te cabrees conmigo», parecen un poco tontos.

—No estoy cabreado —dijo Shen—. Es que pensaba que te estabas burlando de mí.

—Quería saber cómo hace amigos Wiggin.

—Si lo supiera, si realmente lo comprendiera, tendría más amigos de los que tengo, chico. Pero conseguí a Ender por amigo, y todos sus amigos son mis amigos también, y soy su amigo, así que… es como una familia.

Una familia. Papá. Aquiles otra vez.

El viejo temor regresó. Aquella noche en que murió Poke. Ver su cadáver en el agua. Luego a Aquiles por la mañana. Cómo actuaba. ¿Era así Wiggin? ¿Papá hasta que tuviera su oportunidad?

Aquiles era malo, y Ender era bueno. Sin embargo, los dos crearon una familia. Ambos tenían gente que los amaba, que moriría por ellos. Protector, papá, proveedor, mamá. El único padre de un grupo de hermanos. También en la Escuela de Batalla todos somos niños de la calle. Tal vez no pasemos hambre, pero seguimos deseando tener una familia.

Excepto yo. Es lo último que necesito. Un papá sonriéndome, esperando con un cuchillo.

Es mejor ser el papá que tener uno.

¿Cómo puedo hacer eso, lograr que alguien me ame como Shen ama a Wiggin?

Ni hablar. Soy demasiado pequeño. Demasiado dulce. No tengo nada que ellos quieran. Lo único que puedo hacer es protegerme, comprender el sistema. Ender tiene mucho que enseñar a aquellos que tienen alguna esperanza de hacer lo que él ha hecho. Pero yo, tengo que aprender por mi cuenta.

Sin embargo, mientras tomaba su decisión, sabía que no había acabado con Wiggin. Fuera lo que fuese lo que Wiggin tenía, lo que Wiggin sabía, Bean lo aprendería.

Y así pasaron las semanas, los meses. Bean cumplió con todo su trabajo de clase. Asistió a las clases rutinarias de la sala de batalla con Dimak, que les enseñó cómo debían moverse y disparar, las habilidades básicas. Por su cuenta completó todos los cursos de perfeccionamiento que era posible realizar desde la consola, y destacó en todo. Estudió historia militar, filosofía, estrategia. Leyó sobre ética, religión, biología. Siguió los avances de todos los estudiantes de la escuela, desde los novatos recién llegados hasta los que estaban a punto de graduarse. Cuando los veía por los pasillos, sabía más de ellos de lo que ellos sabían de sí mismos. Sabía su nación de origen. Sabía cuánto echaban de menos a sus familias y lo importante que era para ellos su país nativo, su etnia o su grupo religioso. Sabía lo valiosos que serían en un movimiento de resistencia nacionalista o idealista.

Siguió leyendo todo lo que Wiggin leía, observando todo lo que Wiggin observaba. Oyó hablar de Wiggin a los otros niños. Observo los progresos que hizo Wiggin en las tablas. Conoció a más amigos de Wiggin, los oyó hablar de él. Bean escuchó todas las cosas que decían que Wiggin había dicho y trató de unirlas en una filosofía coherente, una visión del mundo, una actitud, un plan.

Entonces descubrió algo interesante. A pesar del altruismo de Wiggin, a pesar de su disposición al sacrificio, ninguno de sus amigos dijo nunca que Wiggin viniera y les hablara de sus problemas. Todos acudían a él, pero ¿a quién acudía Wiggin? No tenía más amigos de verdad que los que tenía Bean. Wiggin seguía su propio consejo, como Bean.

Pronto Bean ascendió de categoría, pues ya había superado el trabajo sus clases, y lo pusieron a trabajar con grupos cada vez mayores, primero lo miraban con recelo, pero luego, a medida que los adelantaba y pasaba a un nivel superior, se iban mostrando cada vez más asombrados. ¿Había pasado Wiggin de clase en clase a ese ritmo acelerado, sí pero no tan rápido. ¿Era porque Bean era mejor? ¿O porque se le acababa el tiempo?

De hecho, porque la sensación de urgencia de las evaluaciones de los profesores se hacía mayor. Los estudiantes corrientes (si es que en la escuela había algún niño que fuera corriente) recibían cada vez anotaciones más y más breves. No se los dejaba de lado, exactamente, pero a los mejores, en cambio, se los identificaba y promocionaba.

Los que
parecían
mejores. Pues Bean empezó a darse cuenta de que en las evaluaciones de los profesores a menudo influía la opinión que tuvieran de los estudiantes. Los profesores pretendían ser desapasionados y mostrarse imparciales, pero de hecho se dejaban convencer por los niños más carismáticos, igual que los otros estudiantes. Si un niño era agradable, le concedían mejores comentarios sobre su capacidad de liderazgo, aunque fuera sólo charlatán y atlético y necesitara rodearse de un equipo. Con la misma frecuencia, felicitaban a los estudiantes que serían los comandantes menos eficaces, mientras que no hacían caso a aquellos que, como Bean, mostraban verdaderas promesas. Era frustrante verlos cometer errores tan obvios. Tenían a Wiggin delante de sus propios ojos (Wiggin, que era auténtico) y todavía seguían malinterpretando a todos los demás. Se entusiasmaban con alguno de aquellos niños enérgicos, creídos, ambiciosos aunque su rendimiento no fuera impecable.

Pero ¿la escuela no tenía por misión encontrar y entrenar a los mejores comandantes posibles? La parte terrestre la hacían muy bien: no había ningún zopenco entre los estudiantes. Pero el sistema había pasado por alto un factor crucial: ¿cómo eran elegidos los profesores?

Todos ellos pertenecían al estamento militar. Oficiales con verdaderas aptitudes. Pero en el ejército no te daban puestos de confianza solamente por tus aptitudes. Tenías también que atraer la atención de tus superiores. Tenías que agradar. Tenías que encajar en el sistema. Tenías que parecer lo que los oficiales por encima de ti pensaban que deberías ser. Tenías que pensar de manera que se sintieran cómodos.

El resultado era que acababas con una estructura de mando que rebosaba de tipos que parecían buenos vestidos de uniforme, que hablaban bien y que se comportaban con suficiente adecuación para no quedar en ridículo. Por el contrario, los que realmente eran buenos hacían todo el trabajo serio y dejaban en evidencia a sus superiores, se llevaban la culpa de todos los errores que ellos habían advertido que iban a cometerse.

Eso era el ejército. Estos profesores eran la clase de gente que vivía en ese entorno. Y seleccionaban a sus estudiantes favoritos siguiendo, precisamente, ese retorcido sentido de las prioridades.

No era extraño que un niño como Dink Meeker se diera cuenta y se negara a seguir la corriente. Era uno de los pocos chicos que poseía talento y, a la vez, era agradable. Su simpatía hizo que intentaran convertirlo en comandante de su propia escuadra; su talento le permitió a Dink comprender lo que estaban haciendo y rechazarlos porque no podía creer en un sistema tan estúpido. Y otros niños, como Petra Arkanian, que tenían una personalidad algo irritante pero podían dirigir estrategias y tácticas mientras dormían, que se mostraban lo suficientemente seguros para liderar a los demás en la guerra, que confiaban en sus propias decisiones y actuaban conforme a ellas… a ésos no les importaba ser uno del montón, así que los vigilaban de cerca, y cada fallo era exagerado, cada acierto infravalorado.

Así que Bean empezó a construir su propio antiejército. A reclutar niños que no eran elegidos por los profesores, pero que eran los auténticos talentos, los que estaban dotados de corazón y mente, no sólo de fachada y cháchara. Empezó a imaginar quiénes de entre ellos serían oficiales, y liderarían sus batallones bajo el mando de…

De Ender Wiggin, naturalmente. Bean no podía imaginar a nadie más en ese puesto. Wiggin sabría cómo utilizarlos.

Y Bean sabía dónde debería estar él. Cerca de Wiggin. Un jefe de batallón, pero el más fiable de todos. La mano derecha de Wiggin. De forma que cuando Wiggin fuera a cometer un error, Bean pudiera advertirlo a tiempo. Y así Bean podría estar lo bastante cerca para comprender tal vez por qué Wiggin era humano y él no.

Sor Carlotta utilizó su nuevo permiso de seguridad como un escalpelo la mayor parte de las veces, abriéndose paso entre el estamento de información, escogiendo respuestas aquí y nuevas preguntas allá, hablando con gente que nunca imaginaba cuál era su proyecto, confesándoles por qué sabía tanto sobre el trabajo secreto que desempeñaban y almacenándolo todo en silencio en su propia mente, y en memorándums para el coronel Graff.

Pero a veces empuñaba su permiso de seguridad como si fuera un hacha de carnicero, usándolo para abrirse paso entre carceleros y oficiales, quienes veían su insaciable necesidad de saber. Entonces, cuando comprobaban que sus documentos no eran una estudiada falsificación, tenían que oír los gritos de los oficiales de alto rango que hacían que trataran a sor Carlotta como si fuera Dios.

Fue así como, por fin, se encontró cara a cara con el padre de Bean. O al menos lo más parecido a un padre que había tenido jamás.

—Quiero hablar sobre sus instalaciones en Rotterdam.

Él la miró con acritud.

—Ya he informado de todo. Por eso no estoy muerto, aunque me pregunto si tomé la decisión acertada.

—Me dijeron que fue usted bastante llorica — soltó sor Carlotta, sin compasión alguna — No esperaba que saliera a la superficie con tanta rapidez.

—Váyase al infierno— le espetó y le dio la espalda. Como si eso significara algo.

—Doctor Volescu, los archivos muestran que había veintitrés bebés en su granja de órganos de Rotterdam,

Él no dijo nada.

—Pero naturalmente eso es mentira. Silencio.

—Y, extrañamente, sé que la mentira no fue idea suya. Porque sé que su instalación no era una granja de órganos, y el motivo por el que no está muerto es porque accedió a declararse culpable de dirigir una granja de órganos a cambio de no discutir jamás qué estaba haciendo allí realmente.

Él se dio la vuelta lentamente. Ya era suficiente con poder alzar la mirada y verla de reojo.

—Déjeme ver ese permiso que trató de enseñarme antes.

Ella se lo volvió a mostrar. Él lo estudió.

—¿Qué sabe usted? — preguntó.

—Sé que su verdadero delito fue continuar un proyecto de investigación después de que fuera clausurado. Porque tenía aquellos óvulos fertilizados que habían sido meticulosamente alterados. Había girado la llave de Antón. Quería que nacieran. Quería ver en qué se convertirían.

—Si sabe todo eso, ¿por qué ha venido a verme? Todo lo que sé está en los documentos que debe de haber leído.

—No todo — replicó sor Carlotta —. No me importan las confesiones. No me importa la logística. Deseo información sobre los bebés.

—Están todos muertos. Los matamos cuando supimos que estábamos a punto de ser descubiertos —confesó, mirándola con amargo desafío—. Sí, infanticidio. Veintitrés asesinatos. Pero como el gobierno no quiso admitir que esos niños habían existido siquiera, nunca fui acusado de ese delito. Pero Dios me juzgará. Dios presentará los cargos. ¿Por eso está usted aquí? ¿Por eso tiene ese permiso?

¿Se podía bromear sobre aquel asunto?

—Lo único que quiero saber es lo que descubrió usted sobre ellos.

—No descubrí nada, no hubo tiempo, no eran más que bebés.

—Los tuvo durante casi un año. Se desarrollaron. Todo el trabajo que realizó desde que Antón encontró su clave fue teórico. Usted vio crecer a los bebés.

Una sonrisa asomó poco a poco al rostro del hombre.

—Esto es como esos delitos médicos de los nazis. Usted deplora lo que hice, pero sigue queriendo conocer los resultados de mi investigación.

—Usted controló su crecimiento. Su salud. Su desarrollo intelectual.

—Estábamos a punto de empezar a seguir el desarrollo intelectual. El proyecto no estaba subvencionado, naturalmente, así que no pudimos proporcionarles más que una habitación cálida y limpia, y satisfacer sus necesidades corporales básicas.

—Sus cuerpos, entonces. Sus habilidades motoras.

—Pequeños —dijo él—. Nacen pequeños, crecen despacio. Con poca altura y peso, todos ellos.

—Pero ¿muy inteligentes?

—Gateaban desde muy jóvenes. Balbuceaban mucho antes de lo normal. Es todo lo que supimos. No los vi muy a menudo. No podía correr el riesgo de que me descubrieran.

—Entonces, ¿cuál fue su diagnóstico?

—¿Diagnóstico?

—¿Cómo veía su futuro?

—Muertos. Ése es el futuro de todo el mundo. ¿De qué está hablando?

—Si no hubieran sido asesinados, doctor Volescu, ¿qué habría sucedido?

—Habrían seguido creciendo, por supuesto.

—¿Y luego?

—No hay ningún luego. Habrían seguido creciendo.

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