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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (11 page)

Ese era el juego de ella. Jugaba a él todo el tiempo. Imaginemos que Bean es un niñito bueno. Imaginemos que Bean es el hijo que esta monja nunca podrá tener de verdad. Imaginemos que cuando Bean se marche, llorará…, que no llora ahora porque tiene miedo de su nueva escuela, de su viaje al espacio, de mostrar sus sentimientos. Imaginemos que Bean me ama.

Y cuando él comprendió esto, tomó una decisión: no me hará ningún daño si ella lo cree. Y quiere creerlo con todas sus ganas. Entonces, ¿por qué no ofrecérselo? Después de todo, Poke dejó que me quedara en la banda aunque no me necesitaba, porque no le haría ningún daño. Es el tipo de cosas que haría Poke.

Así que Bean se levantó de su silla, dio la vuelta a la mesa hasta sor Carlotta y la rodeó con sus brazos, todo lo más que pudo abarcar. Ella lo acurrucó en su regazo y lo apretó con fuerza, humedeciéndole el pelo con sus lágrimas. Bean deseó que no estuviera moqueando. Pero se agarró a ella mientras lo abrazaba, y la soltó solamente cuando ella lo soltó. Era lo que quería de él, la única paga que le había pedido jamás. Para compensarla por todas las comidas, las lecciones, los libros, el lenguaje, por su futuro, sólo debía participar en su juego de «Imaginemos».

Al cabo de un momento, ya se había terminado. Se separó de su regazo. Ella se secó los ojos. Entonces se levantó, lo tomó de la mano, y lo condujo hasta los soldados que esperaban, al coche.

Mientras se acercaba al coche, los hombres uniformados se alzaron sobre él. No era el uniforme gris de la policía internacional, los que llevaban los palos, sino el celeste de la Flota Internacional, que tenía un aspecto más limpio, y la gente que se congregaba alrededor para curiosear no mostraba ningún temor, sino más bien admiración. Éste era el uniforme del poder lejano, de la salvación de la humanidad, el uniforme del que dependía toda esperanza. Este era el servicio al que iba a unirse.

Pero era demasiado pequeño, y cuando lo miraron tuvo miedo después de todo, y se agarró con más fuerza a la mano de sor Carlotta. ¿Iba a convertirse en uno de ellos? ¿Iba a ser un hombre de uniforme? ¿Iba a sentir esa admiración? Entonces, ¿por qué tenía miedo?

Tengo miedo, pensó Bean, porque no veo cómo puedo llegar a ser tan alto.

Uno de los soldados se agachó, para subirlo al coche. Bean lo miró, desafiándolo a atreverse a levantarlo.

—Puedo hacerlo —resolvió.

El soldado hizo un leve gesto de aprobación con la cabeza, y se enderezó de nuevo. Bean enganchó la pierna en el estribo del coche y se aupó. Estaba muy alto, y el asiento al que se aferró era resbaladizo y apenas podía agarrarlo. Pero lo consiguió, y se colocó en medio del asiento trasero, la única posición que le permitía ver los asientos delanteros y formarse una ligera idea de adonde iría el coche.

Uno de los soldados se puso al volante. Bean esperaba que el otro se sentara detrás con él, y pensó que iniciarían una discusión sobre dónde debería sentarse Bean, en el centro o no. Pero el soldado se sentó delante también. Bean se quedó solo atrás.

Miró por la ventanilla a sor Carlotta. Todavía se estaba secando los ojos con un pañuelo. Le dirigió un pequeño saludo con la mano. Él le respondió. Ella sollozó un poco. El coche se deslizó sobre la pista magnética de la carretera. Pronto estuvieron fuera de la ciudad, deslizándose por el campo a ciento cincuenta kilómetros por hora. Por delante se hallaba el aeropuerto de Amsterdam, uno de los tres aeropuertos de Europa que podían disparar las lanzaderas que llegaban a la órbita. Bean se despidió de Rotterdam. Por el momento, al menos, se despidió de la Tierra.

Como nunca había volado en avión, Bean no comprendía lo diferente que era la lanzadera, aunque al principio pareció que los otros chicos sólo sabían hablar de eso. Pensé que sería más grande. ¿No despega recto? Ésa era la lanzadera antigua, estúpido. ¡No hay bandejas! Eso es porque en gravedad cero no puedes sujetar nada, cabeza de chorlito.

Para Bean, el cielo era el cielo, y lo único que le importaba era si llovería o nevaría, o haría viento o calor. Subir al espacio no le parecía más extraño que subir a las nubes.

Lo que le fascinaba eran los otros niños. Niños varones, en su mayor parte, y todos mayores que él. En definitiva, todos más grandes. Algunos de ellos lo miraron con curiosidad, y oyó un susurro tras él:

—¿Es un niño o un muñequito?

Aún así, las observaciones despectivas sobre su tamaño y su edad no eran ninguna novedad. De hecho, lo que le sorprendía era que sólo oyera un comentario, y que fuera en susurros.

Se sintió cautivado, por aquellos niños. Eran todos tan gordos, tan blandos… Sus cuerpos eran como almohadas, sus mejillas llenas, su pelo tupido, sus ropas bien ajustadas.

Bean sabía, por supuesto, nunca había tenido tanta grasa encima, desde que escapó del sitio limpio; sin embargo, no se veía a sí mismo, sólo los veía a ellos, y no podía dejar de compararlos con los niños de la calle. Sargento podría hacerlos pedazos. Aquiles podría… Bueno, no tenía sentido pensar en Aquiles.

Bean trató de imaginárselos puestos en fila ante un comedor de caridad, o escarbando en las basuras envoltorios de caramelos que chupar. Qué ridículos. Nunca se habían saltado una comida en toda la vida. Bean quiso golpearlos con fuerza en el estómago para que vomitaran todo lo que habían comido ese día. Que sintieran un poco de dolor en las tripas, los mordiscos del hambre. Y también que lo sintieran de nuevo al día siguiente, y a la hora siguiente, de día y de noche, dormidos y despiertos, la debilidad constante aleteando dentro de la garganta, el cansancio tras los ojos, el dolor de cabeza, el mareo, la hinchazón de las articulaciones, la distensión del vientre, la reducción de los músculos hasta que apenas podías sostenerte. Estos niños nunca habían mirado a la muerte a la cara y luego habían decidido vivir de todas formas. Eran confiados. Eran inconscientes.

Estos niños no son rivales para mí.

Y, con la misma certeza, afirmaba que nunca los alcanzaría. Siempre serían más grandes, más fuertes, más rápidos, más sanos. Más felices. Hablaban unos con otros alardeando, añorando el hogar, burlándose de los niños que no habían conseguido calificarse para venir con ellos, fingiendo tener conocimientos sobre cómo funcionaba en realidad la Escuela de Batalla. Bean no abrió la boca. Sólo escuchó, los vio maniobrar, algunos de ellos decididos a asegurar su sitio en la jerarquía, otros más callados porque sabían que quedarían relegados a un puesto inferior; unos cuantos se mostraban relajados, despreocupados, porque nunca habían tenido que tomarse la molestia de guardar una orden, pues siempre habían estado en lo más alto. Una parte de Bean quería enzarzarse en la competición y ganarla, para abrirse paso con las uñas hasta la cúspide. Otra parte de él despreciaba a todo el grupo. ¿Qué significaría, realmente, ser el perro líder de una camada penosa?

Entonces se miró las manos, tan pequeñas, y las manos del niño que estaba sentado a su lado.

Es verdad. Parezco un muñeco comparado con los demás, se dijo.

Algunos de los niños se quejaban de que tenían hambre. Había una regla estricta que prohibía ingerir cualquier tipo de alimento las veinticuatro horas antes del embarque, y la mayoría de estos niños nunca había pasado tanto tiempo sin comer. Para Bean, veinticuatro horas sin comida apenas era un suspiro. En su banda, no te preocupabas por el hambre hasta la segunda semana.

La lanzadera despegó, igual que un avión normal y corriente, aunque necesitaba una pista interminable para ganar velocidad por lo pesada que era. A Bean le sorprendió el movimiento del avión, la forma en que se abalanzaba hacia delante aunque parecía inmóvil, la manera en que se mecía un poquito y a veces se sacudía, como si rodara sobre irregularidades en una carretera invisible.

Cuando cobraron altitud, se encontraron con dos aviones de avituallamiento, que debían suministrar al cohete el combustible necesario para conseguir velocidad de escape. El avión nunca podría haber despegado del suelo con tanto combustible a bordo.

Durante la operación de llenado, un hombre salió de la cabina de control y se plantó ante las filas de asientos. Su uniforme celeste era nítido y perfecto, y su sonrisa parecía tan almidonada y planchada como sus ropas.

—Mis queridos niños —dijo—. Al parecer, algunos de vosotros todavía no sabéis leer. Los arneses de vuestros asientos tienen que permanecer en su sitio durante todo el vuelo. ¿Por qué hay tantos desabrochados? ¿Vais a alguna parte?

Un montón de chasquidos metálicos respondieron como si fueran aplausos dispersos.

—Y dejadme advertiros que no importa lo molestos o pesados que puedan ser los otros niños, mantened las manitas quietas. Tenéis que tener en cuenta que los niños que os rodean consiguieron en el test unas puntuaciones tan altas como vosotros, y algunos incluso superiores.

Eso es imposible, pensó Bean. Alguien tuvo que sacar la máxima puntuación.

Al parecer, un niño al otro lado del pasillo tuvo la misma idea.

—Claro —dijo con sarcasmo.

—Tan sólo pretendía hacer una observación, pero quizás no os ha resultado interesante —comentó el hombre—. Por favor, comparte con nosotros ese pensamiento tan apasionante que no has podido guardártelo para ti.

El niño supo que había cometido un error, pero decidió continuar adelante.

—Alguien tuvo que sacar la máxima puntuación.

El hombre siguió mirándolo, como invitándolo a seguir.

—Quiero decir, que usted ha asegurado que todo el mundo ha sacado una puntuación tan alta como todos los demás, y algunos incluso más alta, y eso obviamente no es verdad.

El hombre seguía a la expectativa.

—Es todo lo que tenía que decir.

—¿Te sientes mejor? — preguntó el hombre.

El niño permaneció en silencio.

Sin perturbar su perfecta sonrisa, el hombre cambió su tono de voz. Ahora, en vez de brillante sarcasmo, en él se adivinaba una aguda nota de amenaza.

—Te he hecho una pregunta, niño.

—No, no me siento mejor.

—¿Cómo te llamas?

—Nerón.

Un par de niños que sabían algo de historia se rieron del nombre.

Bean conocía al emperador Nerón. Pero no se rió. Sabía que un niño llamado Habichuela no debería reírse de los nombres de los otros niños. Además, un nombre como ése podía ser una auténtica carga. Decía algo sobre la fuerza del niño, o era un indicativo al menos de su firme oposición a que lo apodaran.

O tal vez Nerón era su apodo.

—¿Sólo… Nerón? — preguntó el hombre.

—Nerón Boulanger.

—¿Francés? ¿O sólo hambriento?

Bean no pilló el chiste. ¿Era Boulanger un nombre que tuviera algo que ver con la comida?

—Argelino.

—Nerón, eres un ejemplo para todos los niños de esta lanzadera. Porque la mayoría son tan tontos que piensan que es mejor guardar sus pensamientos más estúpidos para sí. Tú, sin embargo, comprendes la profunda verdad de que debes revelar tu estupidez abiertamente. Conservar tu estupidez en tu interior es abrazarla, aferrarse a ella, protegerla. Pero cuando expones tu estupidez, te arriesgas a que se apoderen de ella, la corrijan y la sustituyan por sabiduría. Sed valientes, todos vosotros, como Nerón Boulanger, y cuando tengáis un pensamiento de una ignorancia tan supina que consideréis que es inteligente, aseguraos de hacer un poco de ruido, dejad que vuestras limitaciones mentales chirríen soltando un pedo como idea, para que así tengáis la posibilidad de aprender.

Nerón refunfuñó.

—Escuchad… otra flatulencia, pero esta vez aún menos articulada que antes. Cuéntanos, Nerón. Habla. Nos estás enseñando a todos con el ejemplo de tu valor, por tonto que pueda ser. Un par de estudiantes se rieron.

—Y escuchad… tu pedo ha atraído a otros pedos, de gente igualmente estúpida, pues piensan que son superiores a ti, y que no podrían haber sido elegidos como ejemplos de intelecto superior.

No hubo más risas.

Bean sintió una especie de temor, pues sabía que de algún modo este entrenamiento verbal, o más bien este ataque verbal en una dirección única; esta tortura, esta vergüenza pública, iba a encontrar algún tortuoso camino que llevara hasta él. No sabía cómo había surgido ese sentimiento, porque el hombre de uniforme ni siquiera lo había mirado, y Bean no había emitido ningún sonido, no había hecho nada para llamar la atención. Sin embargo sabía que él, no Nerón, acabaría recibiendo la incisión más cruel de la daga de este hombre.

Entonces advirtió por qué estaba seguro de que se volvería contra él. Esto se había convertido en una desagradable discusión sobre si alguien había obtenido una puntuación más alta en las pruebas que los demás presentes en la lanzadera. Y Bean había asumido, sin ningún motivo concreto, que ese niño era él.

Ahora que había dilucidado su propia creencia, se percató de que era absurda. Estos niños eran todos mayores y habían crecido en un medio con más facilidades. Él sólo había tenido a sor Carlotta como profesora… sor Carlotta y, por supuesto, la calle, aunque poco de lo que había aprendido allí se le había preguntado en los exámenes. Era imposible que Bean hubiera sacado la puntuación más alta.

Pese a ello, sabía, con absoluta certeza, que esta discusión suponía un grave peligro para él.

—Te dije que hablaras, Nerón. Estoy esperando. —Todavía no sé por qué lo que dije fue una estupidez —dijo Nerón.

—Primero, porque yo tengo toda la autoridad aquí, y tú no tienes ninguna, así que yo tengo el poder para convertir tu vida en un infierno, y tú no tienes ningún poder para protegerte. ¿Cuánta inteligencia hace falta para que tengas la boca cerrada y evites llamar la atención? ¿Qué decisión más obvia podría haber cuando te enfrentas a una distribución de poder tan desigual?

Nerón se rebulló en su asiento.

—Segundo, parecías estar escuchándome, no para descubrir información útil, sino para tratar de pillarme en una falacia lógica. Esto nos indica a todos que estás acostumbrado a ser más listo que tus profesores, y que los escuchas para pillarlos en un error y demostrar a los otros estudiantes lo ingenioso que eres. Es una forma tan insensata y estúpida de escuchar a los profesores que está claro que pasarán unos meses antes de que comprendas que la única transacción que importa es una transferencia de información útil por parte de adultos que poseen lo que no poseen los niños, y que detectar errores es un empleo equivocado y delictivo del tiempo.

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