La Sombra Viviente (13 page)

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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

»Se apoderó de las joyas que había en la caja.

»Primero revolvió los papeles y los desparramó por el suelo.

»Solo se echaron de menos las piedras preciosas.

»Mató a Laidlow.

»Hirió a Burgess y al huir tiró el revolver en el jardín.

»Fue visto por Bingham.

»Escapó cruzando el jardín, pero sin dejar ningún rastro.»

Las páginas que seguían contenían unas explicaciones muy breves de los movimientos y referencias de las personas que llegaron al lugar del crimen después de Bingham.

El señor Arma dirigió una rápida ojeada a sus papeles. Todo aquello demostraba que el señor Arma era un hombre muy inteligente y que hubiera desempeñado mejor que muchos el cargo de inspector de policía.

La historia del agente de seguros y su unión con La Sombra era muy particular. Algunos meses antes encontrábase en una situación monetaria sumamente crítica. Explicó sus preocupaciones a varios amigos y trató en vano de obtener el dinero que necesitaba.

De pronto un día recibió una carta en la cual se le ofrecía la oportunidad de obtener el dinero que necesitaba, a cambio de unos determinados servicios. El agente de seguros aceptó la proposición y para hacérselo saber a su misterioso corresponsal, se paseó por Broadway, desde la calle Cuarenta y Dos hasta la Veintitrés, llevando el bastón en la mano izquierda.

Al día siguiente recibió la contestación de La Sombra escrita con una tinta que desapareció a los pocos minutos de haber sido sacada del sobre. Junto con la carta recibió una clave para otras futuras combinaciones. Se la aprendió de memoria y, siguiendo las instrucciones de la carta, la destruyó después.

Desde aquel día el señor Arma fue un fiel servidor de La Sombra. Su trabajo fue de índole pasiva, realizada enteramente desde su oficina. Su despierta inteligencia y su espíritu deductivo le permitieron en más de una ocasión prestar valiosísimos servicios a su jefe.

El asunto del asesinato de Laidlow fue uno de los más importantes y era la primera vez que entraba en contacto con otro de los hombres de La Sombra.

Los informes que había redactado y que se disponía a ampliar en varias hojas de papel de cartas era muy probable que fueran conocidos ya por La Sombra pero a pesar de ello, siempre podía resultar algún dato interesante para su jefe.

El agente de seguros estaba muy contento con su trabajo y le satisfacía que sus servicios fueran necesarios. El negocio de seguros marchaba bien pero, además, tenía asegurada una regular cantidad mensual por su desconocido amigo, cantidad que recibía cada primero de mes por conducto de un mensajero.

Además, el agente sabía muy bien que en caso de necesitar dinero para algo, no tenía más que dejar una nota en el buzón de la casa de Jonás y al día siguiente recibiría la cantidad requerida.

Nunca se le ocurrió interrogar al mensajero que le traía el dinero, que casi nunca era el mismo. Suponía, acertadamente, que La Sombra no se habría dado a conocer a aquellos intermediarios que pertenecían todos a alguna agencia de envíos a domicilio.

Además, dado el secreto en que se realizaban todas las comunicaciones, Arma no veía que le amenazase ningún peligro. De todos modos fuese lo que fuese La Sombra, él estaba completamente seguro.

El señor Arma volvió a la máquina de escribir y estuvo más de una hora tecleando rápidamente hasta llenar las hojas de papel que cogió de un cajón de la mesa. Cuando hubo terminado, repasó lo escrito, lo metió en un sobre y lo dirigió a la oficina del señor Jonás.

Después, se puso el sombrero y el abrigo, cogió el bastón, y, metiéndose el sobre en uno de los bolsillos interiores de la americana, salió a la calle en dirección a la misteriosa oficina.

CAPÍTULO XIX
LA COMUNICACIÓN DEL SEÑOR ARMA

Un círculo de luz se proyectaba sobre una mesa. Era muy pequeño, tan pequeño, que sólo abarcaba parte de la carta que descansaba sobre el escritorio. Unas manos casi invisibles se apoyaban, junto al papel. La débil luz mostraba también un reloj de bolsillo que señalaba las seis y cuatro minutos. El resto del cuerpo del dueño de las manos era invisible.

En las tinieblas de la habitación, aquellas manos parecían la parcial materialización de un espíritu.

La carta que leían los invisibles ojos era la escrita por el señor Arma y decía:

«Geoffrey Laidlow era un millonario que no tenía enemigos. Vivía en una casa de su propiedad, en Holmwood. La noche en que fue asesinado regresó a su casa acompañado del secretario.

»En el vestíbulo se separaron y el millonario dirigióse a la biblioteca a terminar un trabajo. Al cabo de un rato le pareció oír un ruido en su despacho y se dirigió hacia allí, encontrándose ante un hombre que acababa de abrir la caja de caudales.

»Aquel hombre era Howard Burgess, su secretario, el único que conocía la combinación de la caja. El secretario llevaba guantes para no dejar huellas dactilares. Al ver a su jefe, Burgess disparó sobre él, matándolo. Enseguida corrió a la ventana y allí se disparó un tiro en el brazo, tirando enseguida el revólver al jardín.

»Burgess abrió la caja de caudales, pero en su interior no estaban las joyas, cosa que él sabía ya, pues lo único que buscaba era determinado sobre que contenía una carta escrita en clave.

»Ezekiel Bingham, el abogado que vive cerca de Laidlow, no pasaba por casualidad frente a la casa de éste, sino obedeciendo a un proyecto preconcebido. Al oír los disparos penetró corriendo en la casa y se reunió con Burgess, quien le entregó el sobre que acababa de robar.

»El abogado telefoneó a la Policía y contó la historia de que había visto huir al asesino, avalorando así la declaración del secretario.

»La carta robada indica, sin duda, el lugar donde se hallan ocultas las piedras preciosas de Laidlow.»

A continuación venían las notas escritas a máquina referentes a los personajes que estaban ligados, de una manera u otra, con el asesinato de Laidlow.

Una hoja de papel en blanco sustituyó en el círculo de luz las comunicaciones del señor Arma. La mano derecha del invisible personaje apareció provista de un lápiz. El blanco papel empezó a cubrirse de una rápida y elegante escritura:

«Howard Burgess tiene un pasado completamente limpio, pero sabía mucho más que ningún hombre acerca de los asuntos de su jefe. Es posible que tentado por las enormes sumas que pasaban por sus manos, Burgess cometiese algunos desfalcos que al irse acumulando le colocaran en una violenta situación.

»Tal vez se puso en contacto con Ezekiel Bingham para ver la manera de salir de su aprieto. El abogado, hombre inteligente y acostumbrado a tratar con ladrones y asesinos, y que se reconoce a sí mismo peor que muchos ladrones, debió de dominar a Burgess.

»Probablemente fue él quien descubrió el robo, aunque sin prever el asesinato que el secretario se vio forzado a cometer al verse sorprendido por su jefe.

»Estas suposiciones están robustecidas por los siguientes detalles:

»Primero: Burgess debía de conocer la combinación de la caja de caudales. En ella se guardaban infinidad de documentos sin importancia, por lo tanto, no hay motivo para suponer que sea cierta la explicación que ha dado de que él no conocía la combinación.

»Segundo: Burgess llevaba guantes para asegurarse de que no dejaba huellas dactilares.

»Tercero: El empleo del revólver que estaba dentro de la caja. Un ladrón vulgar hubiese ido armado y no habría utilizado un revólver que no conocía, sobre todo teniendo en cuenta que no tuvo tiempo de examinar el arma y comprobar si estaba cargada.

»Cuarto: La caja de caudales de Laidlow es de un modelo anticuado y nada segura. Todos los documentos importantes del millonario se encontraron guardados en las cajas de seguridad de los Bancos donde tenía sus cuentas corrientes. Por lo tanto, era imposible que Laidlow guardara en su casa las joyas. Sin embargo, tanto Burgess como Bingham aseguran que el imaginario ladrón llevaba una caja bajo el brazo. Insistieron tanto en el hecho que al fin lograron convencer a todos de que las joyas estaban guardadas en la asaltada caja.

»Conclusión: Burgess sabía que la carta cifrada estaba en la caja. El proyecto de robo consistía en apoderarse de dicha carta y quizás de algún otro documento, o bien se trataba únicamente de copiar la carta. Burgess no esperaba la aparición del millonario, el cual tenía por costumbre leer durante varias horas antes de acostarse.

»Laidlow, seguro de que el documento era indescifrable y convencido además de la honradez de su secretario, no le ocultó a éste la existencia de semejante carta, pero en cambio no dijo a nadie el lugar donde guardaba las joyas, demostrando que en eso no sólo no le fiaba de Burgess sino tampoco de los Bancos, pues en ninguno de ellos se ha encontrado la menor indicación del paradero de las alhajas.

»Si Joyce logra descifrar el documento que le fue entregado por Bingham se cometerá otro robo en casa de los Laidlow. Un robo que nunca se descubriría, pero no se cometerá hasta que el secreto del millonario sea descubierto.»

El papel permaneció unos instantes sobre la mesa, bajo el rayo de luz. El invisible ser que escribiera las anteriores palabras, lo leía con toda atención.

De nuevo reaparecieron las manos; doblaron repetidas veces la hoja manuscrita y al filial, en una de las caras del papel, anotaron:

«Sería de gran ayuda e interés para el detective José Cardona y también para el inspector John Malone.»

Volvieron a desaparecer las manos. Cuando reaparecieron ya no sostenían el lápiz y el papel. Cogieron la comunicación de Arma y la rasgaron en menudos pedazos, los cuales quedaron formando un montoncito en el centro de la mesa.

Luego, el hombre invisible los recogió con la mano izquierda hasta que no quedó ni un solo fragmento, mientras con la derecha recogía el reloj, que marcaba las seis y media. Seguidamente se dirigió al interruptor de la luz.

Sonó un leve chasquido y la habitación sumióse en profundas tinieblas.

Durante unos segundos todo permaneció en silencio. De pronto oyóse una suave y burlona carcajada no más fuerte que un susurro y que, sin embargo, resonó en toda la habitación.

CAPÍTULO XX
UNA CARTA PARA HARRY

—¿Es el señor Vincent? —dijo una voz por teléfono.

—Sí, diga.

—Aquí es la gerencia. Acaba de llegar una carta para usted. ¿Desea que se la enviemos a su habitación?

—Sí, haga el favor.

Harry Vincent abrió la puerta de su cuarto y aguardó la llegada del botones.

Aquella tarde, poco antes de las cinco, fue a visitar al señor Arma, quien le indicó que regresara a su habitación del hotel Metrolite y esperase instrucciones. Cuando le hablaron de la gerencia acababan de sonar las siete y media.

La carta iba dentro de un sobre alargado en el que no se veía el nombre y dirección del remitente. Harry lo abrió a toda prisa y vio que la carta estaba redactada en la sencilla clave que ya conocía. Al final de ella se veía el número “1”.

No le costó ningún trabajo leerla, pues sólo algunas letras habían sido sustituidas por otras. A pesar de ello, nadie que desconociese la clave hubiera podido enterarse de su contenido, que era el siguiente:

«Diríjase al Garaje Excélsior. En él encontrará un taxi a su nombre. Póngase el uniforme que hallará dentro del auto. En uno de los bolsillos de ese uniforme hallará otra nota. No pierda un momento.»

Harry leyó por segunda vez el mensaje. De pronto parpadeó asombradísimo al darse cuenta de que el contenido de la carta se iba esfumando.

¡Diez segundos más tarde había desaparecido!

Profundamente desconcertado, Vincent acercó el papel a la luz. No se veía la menor huella de tinta en él.

El joven tiró el pliego al cesto de los papeles, Por fin comprendía lo ocurrido con la carta que el señor Arma leyó ante él. También se dio cuenta entonces de por qué el agente de seguros le dijo que no era necesario que destruyese las misivas que recibiera.

A pesar de que no había cenado aún, Vincent no se detuvo a hacerlo. Buscó en el listín de teléfonos la dirección del Garaje Excélsior y vio que estaba en la Décima Avenida.

Bajó corriendo a la calle, subió a un taxi y ordenó al chófer que le condujese al sitio en cuestión, apeándose a cierta distancia del garaje previsoramente, pues era indudable que iba a pasar como taxista, y no sabía si los conductores de taxi suben alguna vez a los vehículos de sus competidores. Probablemente sí lo hacían, pero no perdía nada llegando a pie.

Al entrar en el garaje se dirigió al que parecía el dueño y dijo su nombre.

—De manera que es usted el dueño del taxi, ¿eh? —dijo el propietario—. Hace dos días que lo tiene aquí. Está todo dispuesto Y puede ponerse en marcha cuando quiera.

—¿Dónde está?

—Allá al final, en el rincón.

Al llegar donde estaba el auto, Vincent dirigió una mirada al interior. Sobre los asientos destinados a los pasajeros vio un uniforme. Se apresuró a registrar los bolsillos y en uno de ellos encontró la prometida nota. Estaba escrita en clave, como la carta, y decía:

«Diríjase a la tienda Wang Foo antes de las diez. Pase ante ella sin detenerse. Dé la vuelta a la manzana y vuelva a pasar frente al almacén. Entonces deténgase al llegar a la esquina, deje el auto de manera que no puedan verlo desde la casa de Wang Foo y usted póngase a vigilar la calle.

»Cuando vea salir de la tienda a un chino, regrese inmediatamente al auto y prepárese para recogerle. Si pasado un minuto ve usted que no se acerca al auto, entre en la calle y espere que otro pasajero suba en su coche. Llévele donde le indique, pero recuerde la dirección. Cobre el importe de la carrera que marque el taxímetro.»

Seguía una nota con la dirección de Wang Foo. Esto era muy importante.

Harry estuvo una vez en casa del chino, lo recordaba demasiado bien, pero no tenía la menor idea del lugar exacto donde se encontraba la tienda de té.

Tenía que estar en el sitio antes de las diez. Esto le permitiría cenar.

Metióse en el auto y se puso el uniforme, que le sentaba bastante bien. Miró la fotografía que estaba en el interior y advirtió cierto parecido con él: debajo leyó el nombre de Harry Patman. Era difícil de recordar.

Sin duda, la persona a quien debía recoger era ajena a la organización y para que no sospechase nada era preciso que la tarjeta estuviese en su sitio.

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