La taberna (24 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Gervasia permanecía conciliadora, y discutía apaciblemente esos falsos argumentos. Trataba de enternecer a los Lorilleux, pero el marido acabó por no contestarle. La mujer estaba delante de la fragua limpiando un trozo de cadena en la cacerolita de cobre llena de agua. Afectaba volver la espalda, como si se hallase a cien leguas de allí. Gervasia seguía hablando, mirándoles obstinarse en el trabajo en medio del polvo negro del taller, con el cuerpo encorvado, remendada y grasienta la ropa, embrutecidos como viejas herramientas en su mecánica tarea. Bruscamente le subió la cólera a la garganta y exclamó:

—¡Mejor, lo prefiero, guardaos vuestro dinero!… Me quedo con mamá Coupeau. ¿Lo oís bien? La otra noche recogí un gato, bien puedo recoger a vuestra madre. ¡No le faltará de nada: y tendrá su café y su copa!… ¡Dios mío! ¡Qué familia más indecente!

La señora Lorilleux se volvió repentinamente, enarbolando la cacerola como si fuese a echar el agua en la cara a su cuñada. Tartamudeaba:

—¡Largo de aquí o no respondo de mí!… Y no cuentes con los cinco francos, porque lo que es yo no pienso dar ni un rábano, ¡ni un rábano!… ¡Cinco francos! Sí, sí: para que la mamá os sirviera de criada y vosotros os aprovecharais de mis cinco francos. Si ella va a vuestra casa, decídselo, ya puede reventar, que yo no le enviaré ni un vaso de agua… ¡Vamos, largo de aquí!

—¡Qué monstruo de mujer! —dijo Gervasia cerrando la puerta con violencia.

Al día siguiente se llevó a mamá Coupeau a su casa; puso su cama en el gabinete donde dormía Nana, que recibía la luz por una claraboya que había junto al techo. El traslado no dio mucho que hacer, pues mamá Coupeau, por todo mobiliario, tenía la cama, un viejo armario de nogal que colocaron en el cuarto de la ropa sucia, una mesa y dos sillas; vendieron la mesa y pusieron asientos a las sillas. La anciana, desde la noche misma de su instalación, daba algún escobazo, fregaba los platos y se hacía lo más útil posible, contentísima de salir con bien de su apuro. Los Lorilleux reventaban de rabia, tanto más, cuanto que la señora Lerat acababa de reconciliarse con los Coupeau. Un buen día las dos hermanas, la florista y la cadenista, anduvieron a los golpes con motivo de Gervasia; la primera se había arriesgado a aprobar la conducta de aquélla respecto de su madre. A continuación, con mala intención, porque veía a la otra exasperada, había llegado a encontrar los ojos de la planchadora magníficos. Ojos en los cuales se habría podido encender fuego; después de haberse zurrado juraron no volverse a hablar más. Ahora la señora Lerat pasaba las veladas en la tienda, donde se divertía de lo lindo con las indecencias de Clemencia.

Transcurrieron tres años. Se enfadaron e hicieron migas de nuevo varias veces más. Gervasia se burlaba de los Lorilleux, de los Boche y de todos los que no pensaban como ella. Si no estaban contentos que se fueran con la música a otra parte. Ella ganaba lo que quería, que era lo principal. En el barrio acabaron por tenerle gran consideración, porque en realidad no se encontraban parroquianas tan buenas que pagasen puntualmente sin regatear. Compraba el pan en casa de la señora Coudeloup, calle de Poissonniers; la carne en casa del gordo Carlos, un carnicero de la calle Polonceau, y los comestibles en casa Lehongre, calle de la Goutte-d'Or, casi enfrente de su tienda. Francisco, el tabernero de la esquina, le llevaba el vino por damajuanas de cincuenta litros. El vecino Vigouroux, cuya mujer debía tener las caderas azules —de tanto pellizco que los hombres le daban—, le vendía el cok al precio de la compañía de gas. Podía decirse que los proveedores la servían a conciencia, pues sabían que, mostrándose amables, saldrían ganando con ella. Así, cuando ésta salía por el barrio en zapatillas y sin sombrero, todo el mundo la saludaba; estaba como en su casa, las calles vecinas las consideraba como dependencias naturales de su alojamiento, abierto al ras de la calle. Cuando tenía que hacer algún encargo, se sentía feliz de encontrarse en medio de sus amistades. Los días en que le faltaba tiempo para poner alguna cosa al fuego, se iba a comprar raciones, y charlaba en casa del fondista, que ocupaba la tienda del otro lado de la casa: un vasto salón, con grandes vidrieras polvorientas, a través de cuya suciedad se distinguía la opaca claridad del patio en el fondo. O bien se detenía y charlaba con las manos cargadas de platos y vasos ante la ventana de los bajos, donde vivía el zapatero remendón, por la que se veía la cama deshecha, el suelo lleno de guiñapos, dos cunas cojas y un tarro lleno de agua negra. Pero el vecino que más respetaba era el relojero de enfrente, el señor de la levita, de aspecto decente, que examinaba continuamente relojes con sus diminutas herramientas; y de vez en cuando atravesaba la calle para saludarlo, y reía de muy buena gana, viendo en la estrecha tienda, como un armario, la alegría de los cuclillos, cuyos péndulos se balanceaban dando las horas todos a la vez.

Capítulo VI

Una tarde de otoño, Gervasia, que venía de llevar ropa a casa de un parroquiano, calle de Portes-Blanches, se encontró al atardecer en la parte baja de la calle de Poissonniers. Había llovido por la mañana, la temperatura era muy agradable, y un olor de humedad subía del pavimento; la planchadora, cargada con su gran cesto, respiraba con dificultad, andando despacio, con el cuerpo desmadejado, subía la calle con la vaga preocupación de un deseo sensual aumentado por su cansancio. De buena gana se hubiera comido alguna golosina. Pensando esto, levantó los ojos y distinguió el rótulo de la calle Marcadet, y le asaltó la idea de ir a ver a Goujet a la herrería. Veinte veces le había dicho éste que fuera por allí a ver trabajar el hierro, que era cosa muy curiosa. Delante de los obreros preguntaría por Esteban, para que no pareciera que la movía otro objeto que el de ver a su hijo.

La fábrica de pasadores y clavos remachados debía encontrarse por allí cerca, hacia el extremo de la calle Marcadet, pero no lo sabía exactamente; la cosa se volvía más difícil, debido a que los números faltaban a cada paso a lo largo de las construcciones separadas por solares. Era una calle en la que no habría vivido por todo el oro del mundo, una calle ancha, sucia, negra por el polvo del carbón de las fábricas vecinas, con el empedrado hundido y con baches de agua corrompida. A cada lado había una fila de cobertizos, grandes talleres con cristales, construcciones grises, sin terminar, exhibiendo sus ladrillos y sus armaduras y una barahúnda de mampostería oscilante cortada por huecos que miraban al campo, flanqueados de obscuras casuchas y de figones tétricos. Sólo se acordaba de que la fábrica estaba cerca de un almacén de trapos y de hierros viejos, una especie de cloaca abierta a ras de tierra, donde dormían centenares de miles de francos en mercancías, según decía Goujet. Procuraba orientarse en medio del ruido de las fábricas; delgados tubos en los tejados soltaban violentamente ráfagas de vapor; un aserradero mecánico dejaba oír chirridos regulares, semejantes al brusco desgarrar de una pieza de tela; manufacturas de botones sacudían el suelo con el rodar y el tic tac de sus máquinas. Como ella mirara hacia Montmartre, indecisa, no sabiendo si debía avanzar o no, una ráfaga echó hacia abajo el humo de una chimenea apestando la calle; cerraba los ojos, sofocada, cuando llegó a sus oídos un ruido cadencioso de martillos: sin darse cuenta había llegado enfrente mismo de la fábrica, reconociéndola por la tienda de trapos viejos que tenía al lado. .

No sabiendo por dónde entrar, dudaba aún enfrente de una empalizada, abierta a un pasaje que parecía hundirse en medio de los cascotes de un taller de construcciones. En mitad de la calle había una gran balsa de agua cenagosa sobre la que habían echado dos tablas para poder pasar de un lado a otro. Acabó por arriesgarse a pasar sobre ellas, volvió hacia la izquierda y se encontró perdida en un extraño bosque de viejas carretas, apoyadas en el suelo con las varas al aire y casuchas en ruina, cuyos esqueletos de madera estaban en pie milagrosamente. En el fondo, agujereando la noche como un resto del día, una luz roja brillaba. El ruido de los martillos había cesado. Gervasia avanzaba prudentemente, en dirección a la luz, cuando un obrero pasó por su lado, la cara tiznada de carbón, con enmarañadas barbas de chivo y con unos ojos apagados de oblicuo mirar.

—Señor —preguntó ella—, ¿trabaja aquí un niño que se llama Esteban?… Es mi hijo…

—Esteban, Esteban… —repetía el obrero, balanceándose con la voz ronca—; no, no le conozco…

Con la boca abierta, exhalaba ese olor de alcohol de los viejos toneles de aguardiente, a los que se ha quitado el tapón. Como el encuentro con una mujer en este rincón sombrío comenzaba a hacerle soez, Gervasia se echó para atrás murmurando:

—Y el señor Goujet, ¿trabaja aquí?

—¡Ah, Goujet sí! —dijo el obrero—. Goujet es conocido… Si es Goujet por quien usted viene…, vaya hasta el fondo.

Volviéndose, gritó con su voz de cobre cascado:

—¡Eh! Gueule-d'Or, aquí tienes una señora que viene a verte.

Pero un estruendo de hierro ahogó aquel grito. Gervasia se dirigió al fondo; llegó a una puerta y alargó el cuello. Vio una vasta sala donde en un principio no distinguió nada. La fragua, como muerta, dejaba ver en un rincón una débil claridad de estrella, que hacía más intensa la obscuridad de las tinieblas. Grandes sombras flotaban en el espacio, veíanse a intervalos masas negras pasando delante del fuego, tapando la luz, hombres desmesuradamente agrandados, cuyos gigantescos miembros se adivinaban. Gervasia, sin atreverse a entrar, llamaba desde la puerta a media voz:

—Señor Goujet, señor Goujet…

Bruscamente todo quedó iluminado. Al ronquido del fuelle, un chorro de llama blanca había surgido. Distinguióse el cobertizo, cerrado por tabiques de plancha, con agujeros cerrados groseramente, con rincones reforzados por medio de paredes de ladrillo. El polvo que despedía el carbón lo pintarrajeaba todo de un gris ceniciento. Telas de araña colgaban de las vigas como harapos puestos a secar, sobrecargados por la suciedad de muchos años… Alrededor de las paredes, sobre estantes sostenidos por clavos y arrojados en los obscuros rincones, veíanse mezclados hierros viejos, utensilios semirrotos, enormes herramientas, presentando sus siluetas quebradas, suaves y duras a la vez… La blanca llama subía siempre, deslumbrante, iluminando como un rayo de sol el desigual pavimento donde el acero pulimentado de cuatro yunques, empotrados en sus pies, tomaba un reflejo de plata salpicada de oro.

Entonces Gervasia reconoció a Goujet ante la fragua, con su hermosa barba rubia. Esteban manejaba el fuelle. Había dos obreros más, pero ella no vio más que a Goujet; avanzó y se puso delante de él.

—¡Anda! ¡La señora Gervasia! —exclamó con gran alegría—. ¡Qué agradable sorpresa!

Pero como los compañeros pusieran cara de broma, prosiguió, empujando a Esteban hacia su madre:

—Viene usted a ver al pequeño… Es muy aplicado, empieza a tener muñeca.

—Muy bien —dijo ella—. Es difícil llegar hasta aquí… Pensé que me encontraba en el fin del mundo.

Y le refirió su viaje. En seguida preguntó por qué no se conocía el nombre de Esteban en el taller. Goujet se echó a reír y le dijo que todo el mundo le llamaba Zouzou, porque llevaba el pelo al rape, como un zuavo. Mientras estaban charlando, Esteban no tiraba del fuelle, por lo que la llama de la fragua disminuía, produciendo una claridad roja moribunda en medio del cobertizo envuelto de nuevo en las tinieblas. El herrero, conmovido, miraba a la joven, que sonreía presentando aspecto de frescura en esta luz. Mas como nada se decían en aquella tibia obscuridad, Goujet pareció hacer memoria y rompió el silencio:

—Con su permiso, señora Gervasia, tengo que terminar mi trabajo. Quédese, aquí, que no molesta a nadie.

Gervasia se quedó. Esteban se agarró de nuevo al fuelle y la llama subió otra vez, haciendo saltar miles de chispas; mucho más, porque el pequeño, para mostrar su muñeca a su madre, desencadenaba un enorme huracán. Goujet, en pie, vigilando una barra de hierro que se calentaba, esperaba, con las pinzas en la mano. La viva claridad le iluminaba violentamente, sin una sombra. Su camisa, con las mangas remangadas, abierta por delante, descubría sus brazos desnudos, su pecho, un cutis rosado de doncella, donde se le ensortijaba el rubio vello; la cabeza inclinada entre sus anchas espaldas, fija la atención de sus claros ojos sobre la llama, sin pestañear, parecía un coloso en descanso, tranquilo en su fuerza. Así que la barra estuvo blanca, la cogió con las tenazas y la cortó con el martillo, sobre un yunque, en pedazos regulares, como si hubiera partido trozos de cristal con golpe suave. Volvió a poner los trozos al fuego de donde los sacó uno a uno para darles forma. Forjaba pasadores de seis lados; ponía los extremos en un yunque pequeño, machacaba el hierro que formaba la cabeza, aplanaba seis caras y arrojaba los clavos terminados, rojos todavía, cuyo color vivo se extinguía en el negro suelo; y todo esto con un martilleo continuo, balanceando en su mano derecha un martillo de cinco libras, acabando un detalle a cada golpe, dando vueltas y trabajando el hierro con destreza que podía charlar y mirar a cualquiera al mismo tiempo. El yunque producía un sonido argentino, y Goujet, sin una gota de sudor, muy a gusto, golpeaba tranquilamente, sin que aparentase esforzarse más que cuando por las noches cortaba grabados en su casa.

—Son pequeños pasadores de veinte milímetros —decía contestando a las preguntas de Gervasia—. Puede uno hacer hasta trescientos por día… Pero es preciso estar acostumbrado, porque el brazo se entorpece pronto…

Como ella le preguntase si la muñeca no se le adormecía al final de la jornada, él se echó a reír de buena gana. ¿Es que le creía una señorita? Su muñeca había hecho lo suyo durante quince años; de tanto tratar con las herramientas se le había hecho de hierro. Por lo demás, ella tenía razón: un caballero que en su vida hubiese forjado un pasador ni un clavo, y que hubiera querido jugar con su martillo de cinco libras, saldría todo dolorido al cabo de dos horas. A simple vista no parecía nada, pero a menudo acababa con sólidos mozos en muy poco tiempo. Entretanto, los otros obreros golpeaban todos a la vez. Sus grandes siluetas danzaban a la luz, los relámpagos rojos de hierro saliendo de la fragua atravesaban el fondo negro; salpicaduras de estrellitas saltaban bajo los martillos, brillando como multitud de soles al nivel de los yunques. Gervasia se encendía, atraída por la fragua, satisfecha y sin decidirse a marchar. Daba un largo rodeo para aproximarse a Esteban, procurando no quemarse las manos, cuando vio entrar al obrero sucio y barbudo a quien se había dirigido en el patio.

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