La taberna (44 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—He venido por los dos trimestres atrasados. ¿Los pueden pagar?

—No, señor, de ninguna manera —dijo Gervasia muy contrariada al oír hablar de aquello delante de los Lorilleux—. Comprenda usted, con la desgracia que se nos viene encima…

—No lo dudo, pero todos tenemos nuestras penas —repuso el propietario, extendiendo sus anchos dedos de antiguo obrero—. Estoy muy molesto, ya no puedo esperar más… Si no me pagan mañana por la mañana me veré obligado a desalojarlos.

Gervasia cruzó las manos llorando a lágrima viva, muda y suplicante. Con un enérgico movimiento de la gruesa y huesuda cabeza, el propietario hízole comprender que las súplicas eran inútiles. Pero como el respeto a los muertos prohibía toda discusión, se retiró discretamente andando para atrás.

—Mil perdones por haberles molestado. Pasado mañana, no lo olviden.

Como al irse pasó de nuevo por delante de la pieza, saludó por última vez el cuerpo con una genuflexión devota, a través de la puerta, completamente abierta.

Comieron de prisa para que no pareciese que lo hacían por placer; y cuando llegaron a los postres se retardaron, dominados por una necesidad de bienestar. A cada momento, con la boca llena, Gervasia o cualquiera de las dos hermanas, se levantaban para ir a echar una ojeada a la pieza, sin soltar siquiera la servilleta, y cuando se volvían a sentar, terminando su bocado, las otras la miraban un segundo para cerciorarse de que todo marchaba bien en el cuarto de al lado. Poco a poco las visitas ralearon más, hasta que la relegaron al olvido. Habían hecho un cubo de café, y del más fuerte, a fin de estar despabilados toda la noche. Los Poisson llegaron después de las ocho y se les invitó a beber un vaso de vino. Entonces Lantier, que observaba la cara de Gervasia, pareció encontrar la ocasión esperada por él, desde por la mañana. Aludiendo a la indecencia de los propietarios que entraban a pedir el dinero en la casa donde había un muerto, dijo bruscamente:

—¡Es un jesuíta, ese puerco, con su cara de sacristán!… Pero yo, en el lugar de ustedes, le dejaría su tienda.

Gervasia, medio muerta de fatiga, enervada y molida, respondió dejándose llevar:

—Desde luego no esperaré a la justicia… No puedo más, no puedo más.

Los Lorilleux, gozosos porque la Banban abandonase la tienda, le mostraron su aprobación. Nadie sabía lo que costaba tener una tienda. Si en otro sitio no ganaba más que tres francos, por lo menos no tenía gastos y no estaba en peligro de arriesgar grandes cantidades. Hicieron repetir este argumento a Coupeau, pinchándole; bebía mucho y se mantenía en un enternecimiento continuo, llorando solo sobre su plato. Como la planchadora parecía dejarse convencer, Lantier guiñó los ojos mirando a los Poisson, y la buena moza de Virginia intervino mostrándose muy complaciente:

—Ya ves; podríamos entendernos. Yo la arrendaría y arreglaría tu asunto con el propietario. En fin, estaríais siempre más tranquilos.

—¡No, gracias! —exclamó Gervasia sacudiéndose, como atacada por un escalofrío—. Yo sé dónde encontrar el dinero, si quiero. Trabajaré; tengo mis dos brazos, gracias a Dios, para salir del atolladero.

—De eso se hablará más tarde —se apresuró a decir el sombrerero—. No es conveniente esta noche… Más tarde, mañana, por ejemplo.

En aquel momento la señora Lerat, que entraba al gabinete, lanzó un pequeño grito. Había tenido miedo, porque encontró la candela apagada, quemada hasta el final. Todo el mundo se preocupó de encender otra; y moviendo la cabeza repetían que no era buena señal que la luz se apagara cerca de un muerto.

La velada dio principio. Coupeau se había tendido, no por dormir, decía él, sino para reflexionar; pero estaba roncando cinco minutos después. Cuando enviaron a Nana a acostarse a casa de los Boche, lloró; pues se regodeaba desde por la mañana en la esperanza de tener un sitio bien caliente en la cama de su buen amigo Lantier. Los Poisson se quedaron hasta media noche; habían terminado por preparar vino a la francesa, en una ensaladera, porque el café ponía demasiado nerviosas a las señoras. La conversación derivó hacia las tiernas efusiones. Virginia hablaba del campo: le hubiera gustado ser enterrada en el extremo de un bosque, con flores silvestres sobre su tumba; la señora Lerat guardaba en su armario la sábana que había de envolverle, y la perfumaba todos los días con un ramito de espliego; le gustaría oler bien cuando se comiera las florecillas por la raíz. Luego, sin transición, el guardia municipal contó que había echado el guante por la mañana a una buena moza que acababa de robar en la tienda de un salchichero; al desnudarla en la Comisaría se le habían encontrado diez salchichones colgados alrededor del cuerpo, por delante y por detrás. Y como la señora Lorilleux dijera, con cara de asco que ella no probaría esos salchichones, la reunión se echó a reír despacito.

La velada se regocijaba de lo lindo, guardando las conveniencias.

Pero cuando se daba fin al vino a la francesa, un ruido singular, un chorrear continuo, salió de la pieza. Todos levantaron la cabeza y se miraron.

—No es nada —dijo tranquilamente Lantier, bajando la voz—. Se está vaciando.

La explicación tranquilizó a todos, y dejaron los vasos sobre la mesa.

Por último se retiraron los Poisson, y Lantier marchó con ellos; dijo que iba a casa de un amigo para dejar su cama a las señoras, y que de ese modo pudieran descansar cada cual una hora, por turnos. Lorilleux subió a acostarse solo, repitiendo que eso no le había vuelto a pasar desde su casamiento. Gervasia y las dos hermanas se quedaron con Coupeau, que estaba medio dormido, y se situaron alrededor de la estufa, donde pusieron café caliente. Estaban allí apelotonadas, dobladas en dos, con las manos bajo sus delantales, la nariz encima del fuego, charlando muy bajo, por el gran silencio del barrio. La señora Lorilleux gimoteaba; no tenía vestido negro ni mucho deseo de comprarlo, pues andaban muy mal, muy mal, y preguntaba a Gervasia si mamá Coupeau no había dejado una falda negra, aquella que le regalaron para su santo. La planchadora tuvo que ir a buscar la falda. Con un pliegue en el talle podría servir. Pero la señora Lorilleux quería también ropa blanca vieja, hablaba de la cama, del armario, de dos sillas, buscaba con los ojos las chucherías que había para repartir. Poco faltó para que riñeran. La señora Lerat tuvo que poner paz; ella era más justa; los Coupeau habían soportado la carga de la madre, y por lo tanto bien habían ganado sus cuatro trastos. Y las tres se acurrucaron de nuevo en la estufa, entre gruñidos monótonos. La noche les parecía terriblemente larga. A cada momento se sacudían, bebían café, echaban un vistazo al cuarto, donde la vela, que no se debía despabilar, ardía con una dama roja y triste, agrandada por las partículas carbonizadas de la mecha. Hacia la mañana estaban tiritando, a pesar del fuerte calor de la estufa. Una angustia, un decaimiento por haber hablado más de lo conveniente las sofocaba, les secaba la lengua y les irritaba los ojos. La señora Lerat se echó sobre la cama de Lantier y se puso a roncar como un hombre, mientras que las otras dos, con la cabeza caída tocándose las rodillas, dormían ante el fuego. De madrugada las despertó un escalofrío. La vela de mamá Coupeau acababa de apagarse. Y como en la obscuridad volvía a sentirse el sordo chorrear, la señora Lorilleux dio la explicación en alta voz, para tranquilizarse a sí misma.

—Se está vaciando —repitió, encendiendo otra vela.

El entierro estaba señalado para las diez y media. Una buena mañana que añadir a la noche y al día anterior. Es decir que Gervasia, sin tener un céntimo, habría dado cien francos al que hubiera venido tres horas antes a llevarse a mamá Coupeau. Por mucho que se quiera a las personas, son demasiado pesadas una vez muertas, y cuanto más se las quiere más de prisa querría uno desembarazarse de ellas.

Por fortuna, una mañana de entierro está llena de distracciones. Hay que hacer toda clase de preparativos. Desayunaron primero. Después, el mismo tío Bazougue, el empleado de la funeraria del sexto, fue quien trajo el ataúd y con él el saco de salvado. No estaba sereno nunca aquel buen hombre. A las ocho de la mañana decía aún tonterías a causa de la merluza atrapada la víspera.

—¿Es por aquí, verdad? —preguntó.

Y puso en el suelo el ataúd, que resonó como caja nuevecita.

Pero al colocar el saco de salvado al lado de la caja, se quedó con las cejas enarcadas y la boca abierta, al ver a Gervasia delante de él.

—Perdón, excúseme, me he equivocado —balbuceó—. Me habían dicho que era para su casa.

Había vuelto a coger el saco, y la planchadora tuvo que llamarle a voces:

—Deje eso; si es para aquí.

—¡Rayos! Hay que explicarse —repuso golpeándose en el muslo—. Ya comprendo, es la vieja…

Gervasia se quedó pálida. El tío Bazouge había llevado el ataúd para ella.

El empleado de la funeraria continuaba mostrándose galante y buscando excusas:

—Decían ayer que en los bajos había una de viaje; yo me había figurado… Ya comprende usted, en nuestro oficio esas cosas entran por un oído y salen por otro. Le pido mil perdones. Eso hay que hacerlo lo más tarde posible, aunque la vida no tiene nada de divertida, no por cierto, ¿no le parece?

Mientras le escuchaba retrocedía, con el miedo de que no la atrapara con sus manazas sucias para meterla en la caja. Ya una vez, la noche de su boda, le había dicho que había mujeres que le daban las gracias si subía a llevárselas. Pero ella no se hallaba en aquel caso; aquello le producía un estremecimiento en la espina dorsal. Su existencia se había frustrado, pero no sentía ganas de irse tan pronto; prefería morirse de hambre durante años enteros que vérselas de frente con la muerte, aunque no fuera más que un segundo.

—Está ebrio —murmuró con un gesto de disgusto mezclado de espanto—. La administración, al menos, no debía enviar borrachos. Bastante caro lo cobran.

Entonces el sepulturero se mostró audaz e insolente.

—Escuche, madrecita, otra vez será. A su disposición ¿entiende usted? No tiene más que hacerme una seña. Soy el consolador de las damas… Y no escupa al tío Bazouge que ha tenido en sus brazos a otras más elegantes que usted, que se han dejado arreglar sin quejarse, y muy contentas de poder continuar su sueño en la sombra.

—¡Cállese, tío Bazouge! —dijo severamente Lorilleux, que había acudido al ruido de las voces—. No son bromas a propósito. Si nos quejáramos, le despedirían… Vamos, largo de aquí, ya que no respeta los principios.

El sepulturero se alejó, pero se le oyó durante largo rato refunfuñar sobre la acera:

—¡Qué principios!… No hay principios…, no hay principios…; no hay más que la honradez.

Por fin dieron las diez. El coche se retrasaba. Ya había empezado a llegar la gente a la tienda, amigos y vecinos, el señor Madinier, Mes-Bottes, la señora Gaudron, la señorita Remanjou; y a cada momento, por entre las puertas de madera, asomaba una cabeza de hombre o mujer para ver si aquel retrasado coche fúnebre acababa de llegar. La familia, reunida en la habitación del fondo, repartía apretones de mano. De cuando en cuando se hacía el silencio, cortado por cuchicheos rápidos, por una espera molesta y febril, con bruscos movimientos de faldas, ya porque la señora Lorilleux hubiera olvidado su pañuelo, ya porque la señora Lerat buscase un libro de misa que pudieran prestarle. Todos, a medida que llegaban, veían en medio de la pieza el ataúd abierto; y, a pesar suyo, cada uno calculaba que la gruesa mamá Coupeau no cabría allí dentro. Todo el mundo se miraba con este pensamiento en los ojos, sin comunicárselo. Se notó movimiento en la puerta, y el señor Madinier vino a anunciar con voz grave y contenta, arqueando los brazos:

—¡Ya están aquí!

No era todavía el coche. Eran cuatro empleados de la funeraria, que entraron en fila, con paso apresurado, con sus rostros rojos, sus gruesas manos de mozos de mudanza y sus uniformes de color ala de mosca, desgastados y blanquecinos por el roce de los ataúdes. El tío Bazouge marchaba el primero, muy borracho, pero muy tieso; en cuanto estaba en su tarea recobraba su aplomo. No pronunciaron una palabra, con la cabeza un poco agachada, pesando con la vista a mamá Coupeau. Todo se desenvolvió sin dificultad, y la pobre vieja fue encerrada en menos tiempo que se necesita para estornudar. El más pequeño, un joven que bizqueaba, había metido el saco de salvado en el féretro y lo extendía, amasándolo como si quisiese hacer pan. Otro muy delgado, con aspecto bromista, acababa de extender la sábana por encima. Y diciendo: «¡A la una, a las dos y…!», entre los cuatro levantaron el cuerpo, dos por la cabeza y dos por los pies. No se da vuelta más rápidamente a un buñuelo. Los que alargaban el cuello para ver, casi creyeron que mamá Coupeau había saltado por sí misma dentro como perico por su casa, justo, justo, de manera que hasta se oyó el roce de la ropa con el ataúd. Parecía un cuadro con su marco. Pero, en fin, allí cabía, cosa que asombró a todos los asistentes, seguros de que había disminuido desde la víspera. Entretanto, los sepultureros se habían levantado y esperaban; el bizco tomó la tapa e invitó a la familia a que se despidiera; mientras que Bazouge se ponía los clavos en la boca y preparaba el martillo. Entonces Gervasia, Coupeau, sus dos hermanas y algunos más se pusieron de rodillas para besar a mamá, que se iba llorando a todo trapo lágrimas cálidas, que caían y rodaban sobre aquel rostro rígido y frío como un mármol. Se oía un ruido prolongado de sollozos. La tapa se cerró, el tío Bazouge clavó sus clavos con la maestría de un embalador, dando dos golpes por cada punta, y ya no se oyó llorar más a nadie, entre el estrépito de muebles en reparación. Se había terminado. El cortejo marchaba.

—¡Parece increíble que se pueda hacer tanta algarabía en semejantes momentos! —dijo la señora Lorilleux a su marido, al ver el coche ante la puerta.

El carruaje revolucionó a todo el barrio. La tripicallera llamaba a los muchachos del almacén de comestibles, el relojero había salido a la acera, los vecinos se asomaban a las ventanas. Y toda aquella gente hablaba del lambrequino con franjas blancas de algodón. ¡Mejor hubieran hecho los Coupeau en pagar sus deudas! Pero como declaraban los Lorilleux, cuando se tiene orgullo sale por todas partes.

—¡Es vergonzoso! —repetía en el mismo instante Gervasia, hablando del cadenista y de su mujer—. ¡Mira que esos roñosos no haber traído ni un ramo de violetas a su madre!

Los Lorilleux, en efecto, fueron con las manos vacías. La señora Lerat había llevado una corona de flores artificiales, e incluso pusieron sobre la tapa una corona de siemprevivas y un ramo, comprado por los Coupeau. Los sepultureros tuvieron que dar un buen espaldarazo para levantar y cargar el cuerpo. El cortejo tardó en organizarse. Coupeau y Lorilleux, con levitas, el sombrero en la mano, presidían el duelo; el primero con su enternecimiento, que dos vasos de vino blanco tomados tempranito habían conservado, iba del brazo de su cuñado, con las piernas flojas y la cabeza dolorida. Detrás marchaban los hombres, el señor Madinier, muy grave, vestido de negro; Mes-Bottes, con gabán sobre la blusa; Boche, cuyo pantalón amarillo llamaba la atención; Lantier; Gaudron; Bibi-la-Grillade; Poisson, y algunos más. Las señoras iban detrás; en primera fila, la señora Lorilleux, que arrastraba la falda recompuesta de la difunta; la señora Lerat, ocultando bajo un chal de luto improvisado, una especie de gabán ceñido, con aplicaciones color lila; y en la fila Virginia, la señora Gaudron, la señora Fauconnier, la señorita Remanjou y varias otras señoras. Cuando el coche se puso en movimiento y descendió lentamente por la calle Goutte-d'Or, en medio de gentes que hacían la señal de la cruz o se quitaban los sombreros, los cuatro funerarios tomaron la delantera, dos delante y los otros dos detrás, a derecha e izquierda. Gervasia se quedó para cerrar la tienda. Confió a Nana al cuidado de la señora Boche y se unió al cortejo corriendo, mientras que la pequeña, sujeta por la portera bajo el dintel, miraba con profundo interés cómo su abuela desaparecía en el fondo de la calle, en aquel lindo coche.

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