La taberna (50 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—¡Hola!, ¿eres tú, vieja? —exclamó el plomero con un carcajada estrepitosa—. ¡Qué graciosa es!… ¿No es verdad que sí?

Todos reían, Mes-Bottes, Bibi-la-Grillade y Bec-Salé. En verdad que aquello les parecía gracioso, sin explicarse por qué. Gervasia se quedó de pie, sobrecogida. Le pareció que Coupeau estaba de buen talante y se arriesgó a decirle:

—¿No te acuerdas? Vámonos. Tenemos que arreglarnos. Aún llegaremos a tiempo para ver algo.

—¡Si no puedo levantarme!… Estoy pegado, sin bromas —repuso Coupeau, sin cesar de reír—. Para que te convenzas, prueba; tírame del brazo con todas tus fuerzas… Más fuerte aún… ¡Alza!… Ya lo ves, ese jumento de tío Colombe es el que me ha atornillado en el banquillo.

Gervasia se había prestado a aquel juego, y cuando le soltó el brazo, los compañeros encontraron la broma tan divertida, que se echaron los unos sobre los otros, rebuznando y frotándose las espaldas como asnos a quienes se almohaza. El plomero tenía tan abierta la boca por la risa, que hasta se le veía la campanilla.

—¡Pícara bestia! —dijo por fin—. Ya puedes sentarte un minuto. Mejor se está aquí que chapoteando ahí afuera… Si no he vuelto a casa es porque tenía algo que hacer. Con poner esa cara no adelantarás nada. Haced sitio vosotros.

—Si la señora quisiera aceptar mis rodillas, estaría más blanda —dijo con galantería Mes-Bottes.

Gervasia, para no llamar la atención, tomó una silla y se sentó a tres pasos de la mesa. Miró lo que bebían los hombres; un aguardiente de color de oro derretido; había un charquito en la mesa, y Bec-Salé, alias Boit-sans-Soif, sin dejar de hablar, mojaba allí su dedo y escribía un nombre de mujer: «Eulalia», en grandes letras. La planchadora encontró a Bibi-la-Grillade muy estropeado y más flaco que un espárrago. Mes-Bottes tenía una nariz floreciente, una verdadera dalia azul de borgoña. Los cuatro estaban muy mugrientos, con las barbas sucias, descuidadas, tiesas y húmedas, como escobilla de orinal; con sus andrajosas blusas y sus negras manazas con las uñas de luto. Podía una quedarse en su reunión, pues si en realidad estaban trasegado desde las seis, no habían perdido la razón hasta el punto de hacer reír a la gente. Gervasia vio a otros dos ante el mostrador, en vísperas de hacer gárgaras, tan borrachos, que se echaban las copas bajo la barbilla, mojando sus camisas, creyendo enjuagarse el garguero. El gordo tío Colombe, alargando sus enormes brazos, los mantenedores del respeto de su establecimiento, repartía con gran tranquilidad las rondas. Hacía mucho calor, y el humo del tabaco ascendía en la claridad cegadora del gas donde se cernía como un polvo, anegando a los consumidores en una humareda que se espesaba lentamente; de aquella humareda salía un estrépito ensordecedor y confuso, voces cascadas, chocar de vasos, juramentos y puñetazos semejantes a detonaciones. Por tanto, Gervasia ponía su cara como un gendarme, pues un espectáculo semejante no tenía nada de atractivo para una mujer, sobre todo si no está acostumbrada. Se ahogaba, los ojos encendidos, la cabeza atontada por el olor del alcohol que se exhalaba por la sala entera. Bruscamente le acometió una sensación de malestar más inquietante a su espalda. Volvióse y vio el alambique, la máquina de emborrachar, que funcionaba bajo el cobertizo del estrecho patio, con la trepidación profunda de su cocina de infierno. Por la noche las calderas de cobre estaban más lúgubres, alumbradas solamente en su redondez por una dilatada estrella roja; la sombra que proyectaba el aparato contra la pared del fondo componía figuras deformes, figuras con colas, monstruos abriendo las bocas, como para tragarse al mundo.

—Dime, doña santita, no vengas poniendo esa cara —gritó Coupeau—. Ya sabes, aquí los aguafiestas van a la fresca…, ¿qué quieres tomar?

—Nada, de veras —contestó la planchadora—. No he comido todavía.

—¡Razón de más; una copa de cualquier cosa ayuda a sostenerse!

Como no cambiara de gesto, Mes-Bottes volvió a mostrarse galante.

—A la señora le deben de gustar las cosas dulces —dijo por lo bajo.

—Me gustan los hombres que no se emborrachan —repuso Gervasia, enfadándose—. Me gusta que lleven el salario a casa y que se cumpla la palabra cuando se ha hecho una promesa.

—¡Eso es lo que te molesta! —dijo el plomero bromeando—. ¿Quieres lo que te corresponde? Entonces, alma de cántaro, ¿por qué rechazas una copita?… Tómala, que en eso irás ganando.

Ella le miró fijamente, muy seria, con una arruga que le surcaba la frente, como una obscura raya, y contestó lentamente:

—Mira, tienes razón, es una buena idea. Nos beberemos el dinero juntos.

Bibi-la-Grillade se levantó para traerle una copa de anís. Ella acercó su silla y se arrimó a la mesa. Mientras que paladeaba su anisete se acordó de repente de aquella ciruela que se había comido con Coupeau, en otros tiempos, junto a la puerta, cuando le hacía el amor. Entonces ella prefería el jugo de las frutas al aguardiente, y ahora se daba a éste. ¡Bien se conocía a sí misma! No tenía ni dos adarmes de voluntad. No habrían tenido más que darle una palmada en la espalda para meterla en la bebida. Hasta le parecía muy bueno el anisete, algo dulce, y un tanto repugnante. Lo saboreaba, escuchando a Bec-Salé, llamado Boit-sans-Soif, referir su lío con la gorda Eulalia, aquella que vendía pescado en la calle, una mujer atrozmente cargosa, una individua que le olfateaba en las tabernas, mientras arrimaba el carro a la acera; ya podían sus camaradas darle la voz de alerta y ocultarle, ella le pescaba a cada momento, y el día anterior le había tirado un pescado a la cara, para enseñarle a faltar al taller. ¡Qué cosa más divertida! Bibi-la-Grillade y Mes-Bottes, reventando de risa, daban palmaditas a Gervasia en las espaldas, quien, por fin, se había puesto a bromear, a pesar suyo; la aconsejaban que imitase a la gorda Eulalia, que trajese sus planchas y planchase las orejas a Coupeau sobre el cinc de las tabernas.

—¡Muchas gracias! —gritó Coupeau, volviendo la copita de anís vaciada por su mujer—. ¡Soplas esto que es un gusto! Como veis, mi cara mitad no anda con remilgos.

—¿Repite la señora? —preguntó Bec-Salé.

No; no quería más. Sin embargo, dudaba. El anisete le estropeaba el estómago. Tomaría mejor cualquier cosa más fuerte, para ponérselo bien. Dirigía de soslayo miradas a la máquina de emborrachar que estaba detrás de ellos. Aquella condenada marmita, redonda como un vientre de gruesa caldera, con su nariz que se alargaba y se engarabitaba, le producía un estremecimiento en los hombros, algo así como un miedo mezclado de deseos. Si se le habría tomado por la asadura de metal de una vagabunda, de alguna bruja que soltase gota a gota el fuego de sus entrañas; lindo manantial de veneno, una operación que debía de haber encerrado en una cueva, de tan abominable y desvergonzado como era el espectáculo. Pero aquello no impedía que ella quisiera meter su nariz allí dentro para aspirar el olor, saboreando tanta porquería, aunque su abrasada lengua se hubiera pelado de repente como una naranja.

—¿Qué beben ustedes? —preguntó a los hombres, haciéndose la distraída, con la mirada encendida por el bello color de oro de sus vasos.

—Esto, pequeña —contestó Coupeau—, es el alcanfor del tío Colombe… No te hagas la tonta, te lo voy a hacer probar.

Cuando le hubieron traído un vaso de matarratas, como al primer sorbo se le contrajeran las mandíbulas, repuso el plomero, golpeándose los muslos:

—¿Qué tal? ¡Parece que hace mella!… Adentro, de un solo trago. Cada ronda quita seis francos del bolsillo del médico.

Al segundo vaso, Gervasia no volvió a sentir el hambre que la atormentaba. Hasta se había reconciliado con Coupeau y no le guardaba ningún rencor por su falta de palabra. Ya irían al circo otro día; al fin y al cabo la cosa no era para tanto; ¡amazonas dando vueltas sobre caballos! En la tienda del tío Colombe no llovía, y si el salario se iba en aguardiente, a lo menos se lo echaban entre pecho y espalda y se lo bebían limpio y reluciente cual hermoso oro líquido. ¡Con qué gusto mandaba al mundo a paseo! La vida no le ofrecía tantos placeres; además le servía de consuelo el contribuir a consumir el dinero. Ya que se encontraba bien, ¿por qué no se había de quedar? Ni a cañonazos se hubiera movido, cuando tan a gusto se hallaba. Le agradaba aquel calorcillo, pegábasele la camisa a la espalda, invadida de un bienestar que le entumecía los miembros, bromeaba consigo misma, con los codos sobre la mesa, extraviada la mirada, muy divertida, contemplando a dos clientes, uno muy grande y grueso y otro pequeñín, que se encontraban en una mesa vecina, casi comiéndose a besos en la ternura de su borrachera. Se reía en la taberna, delante del tío Colombe, verdadera vejiga de manteca; de los consumidores que se fumaban sus «quema-gaznates», gritando y escupiendo; de las grandes llamas de gas que iluminaban los espejos, y de las botellas de licor. El olor ya no la molestaba; por el contrario, sentía cosquillas en la nariz, y encontraba que hasta olía bien; poco a poco se le iban cerrando los párpados y acortábasele la respiración, sin sofocarse, gustando el goce del lento sueño de que se sentía invadida. Después de su tercer vasito, dejó caer su barbilla entre sus manos y ya no vio más que a Coupeau y a los camaradas; y allí permaneció mano a mano con ellos, muy cerquita, calentándose las mejillas con sus alientos, mirando sus sucias barbas, como si quisiera contarles los pelos. Estaban completamente ebrios a aquella hora. Mes-Bottes babeaba con la pipa entre los dientes y con el aire mudo y grace de un buey amodorrado. Bibi-la-Grillade contaba una historia: la manera cómo vaciaba una botella de un trago dándole un beso tal, a chorro, que se le veía el culo. Bec-Salé había ido a buscar el molinete al mostrador para jugarse más bebida con Coupeau.

—¡Doscientos! Eres un tramposo, acaparas los números más altos.

La flecha del molinete arañaba la imagen de la Fortuna, una mujer alta y colorada, colocada bajo un cristal que daba vueltas dejando una mancha redonda semejante a las de vino.

—¡Trescientos cincuenta!…

—¡Te han metido dentro, pillastrón! ¡Ya no juego más!

Gervasia se interesaba por el molinete. Bebía sin medida, llamando a Mes-Bottes «hijito mío». Detrás de ella, la máquina de emborrachar continuaba funcionando con su murmullo de arroyo subterráneo; y se desesperaba por no poder detenerla, agotarla, enfurecida contra ella misma, llena de cólera, dándole ganas de saltar encima del alambique como sobre un animal, para hartarla de puntapiés y reventarle el vientre. Todo se le embrollaba en la imaginación, veía la máquina en movimiento y se sentía cogida por sus patas de cobre, mientras que el riachuelo fluía ahora a través de su cuerpo.

La sala se puso a danzar con los mecheros de gas que desfilaban como estrellas. Gervasia estaba borracha. Oía una discusión terrible entre Bec-Salé y aquel pillo de tío Colombe. ¡Vaya un patrón más ladrón, que apuntaba las cuentas con los dedos! No estaban en una cueva de bandidos. Bruscamente se armó la gran camorra, hubo alaridos, empujones, ruido de mesas caídas. Era que el tío Colombe echaba fuera a los parroquianos, sin apenas molestarse, en un abrir y cerrar de ojos. En la puerta se pusieron a vociferar y a llamarle ladrón. Continuaba lloviendo, soplaba un vientecillo helado. Gervasia perdió a Coupeau, lo volvió a encontrar y volvió a perderle. Quería irse a su casa, tentando las tiendas para conocer el camino. Aquella oscuridad repentina la dejó asombrada. En la esquina de la calle de Poissonniers se sentó en la acera creyéndose en el lavadero. Toda el agua que corría le daba vueltas en la cabeza y la ponía enferma. Por último llegó, se puso muy tiesa ante la portería, donde vio a los Lorilleux y a los Poisson, sentados a la mesa, los cuales hicieron gestos de asco al verla en aquel estado.

Nunca supo cómo pudo subir los seis pisos. Arriba, en el momento que entraba en el corredor, la pequeña Lalie que oyó sus pasos, corrió con los brazos abiertos, acariciadora y sonriente, diciendo:

—Señora Gervasia, papá no ha vuelto, venga a ver dormir a mis niños… ¡Están tan bonitos!

Pero al ver el embrutecido semblante de la planchadora, retrocedió temblando. Ya conocía aquel aliento aguardentoso, aquellos ojos pálidos, aquella boca convulsa. Gervasia pasó; tambaleándose, sin decir una palabra mientras que la pequeña, de pie ante el umbral de su puerta, la seguía con su mirada negra, muda y grave.

Capítulo XI

Nana iba creciendo, se ponía hecha una moza. A los quince años habíase desarrollado como una ternerilla; muy blanca de carnes, muy gruesa, tan rolliza como una pelota. Si, tenía quince años, todos sus dientes, y no llevaba corsé. Un verdadero pollo, blanca como la leche, un cutis aterciopelado de melocotón:, una nariz picaresca, labios de rosa, ojos tan relucientes que daba deseos a los hombres de encender su pipa en ellos. Su mata de rubios cabellos, color de avena fresca, parecía echarle polvo de oro sobre las sienes; sus tonalidades rojas le ponían como un nimbo de sol. ¡Qué linda muñeca! Como decían los Lorilleux, una mocosa acabada de salir del cascarón y cuyos fornidos hombros tenían redondeces de plenitud, un olor maduro de mujer hecha.

Ahora Nana no se metía bolas de papel en el corpiño. Le había brotado el pecho, de raso blanco, nuevo, y aquello no le molestaba en absoluto; habría querido, por el contrario, tenerlos de ama de cría, tan inconsiderada y avarienta es la juventud. Lo que sobre todo la hacía apetitosa era la pícara costumbre que había tomado de sacar la puntita de la lengua entre sus dientecillos blancos. Sin duda que al mirarse en los espejos debió encontrarse hermosísima de aquella manera. Desde entonces se pasaba el día entero sacando la lengua, para hacerse la interesante.

—¡Tapa esa embustera! —le gritaba su madre.

A menudo tenía que intervenir Coupeau, dando puñetazos mezclados con maldiciones.

—Nana, ¿quieres guardar ese trapo rojo?

Nana era muy coqueta. No se lavaría siempre los pies, pero se compraba las botas tan estrechas que pasaba las de Caín; si le preguntaban, al verla ponerse amoratada, contestaba que tenía cólicos, para no confesar su coquetería. Cuando faltaba el pan en su casa le era difícil engalanarse. Entonces hacía milagros; traía cintas del taller, se arreglaba los vestidos, vestidos sucios, cubiertos con lazos y borlas. El verano era la estación de sus triunfos. Con un vestido de percal de seis francos pasaba todos los domingos, llenando el barrio de la Goutte-d'Or con su belleza rubia. La conocían desde los bulevares exteriores hasta las fortificaciones y desde la calzada de Clignancourt a la calle mayor de la Chapelle. Llamábanla «la pollito», porque en realidad tenía la carne tierna y la frescura de una pollita.

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