—¡Esto nos disgusta enormemente! ¡Pero quién sabe si andando el tiempo no contribuirá a la felicidad de todos!
Gervasia se burlaba de la dicha de todos. Le parecía que los pasadores a máquina estaban mal hechos.
—Compréndame usted —exclamó con fuego—, están demasiado bien hechos…; prefiero los de ustedes. Por lo menos se ve la mano del artista.
Le hizo un gran bien hablando así, porque hubo un momento en que tuvo miedo de que le despreciara después de haber visto las máquinas. ¡Caramba! Pero si él era más fuerte que Bec-Salé, las máquinas eran más fuertes que él. Cuando por fin la dejó en el patio, le apretó las muñecas hasta magullárselas, tal era su alegría.
La planchadora iba todos los sábados a casa de los Goujet para llevarles su ropa. Continuaban habitando la casita de la calle Nueva de la Goutte-d'Or. El primer año, Gervasia les había devuelto regularmente veinte francos cada mes, a cuenta de los quinientos: a fin de no embrollar las cuentas, sólo se sumaba la libreta a fin de mes., y ella añadía el resto hasta completar los veinte francos, pues el lavado y planchado de los Goujet no llegaba apenas a siete u ocho francos al mes. Acababa de saldar aproximadamente la mitad de la suma, cuando un día de vencimiento de alquiler, no sabiendo ya cómo componérselas, pues algunos parroquianos le debían dinero, tuvo que acudir a su casa para pedirles prestado el importe del alquiler. Otras dos veces, para pagar a sus obreras, se había dirigido igualmente, a ellos, de tal forma que la deuda había ascendido a cuatrocientos veinticinco francos. Ahora ya no volvía a dar un céntimo, se liberaba únicamente por el planchado y el lavado. No era que trabajase menos, ni que su negocio fuera mal: al contrario. Cada vez gastaba más: el dinero parecía derretirse, y se daba por satisfecha cuando podía juntar los dos cabos del mes. ¡Dios mío! Con tal de que se pueda vivir, no hay por qué quejarse tanto, ¿no es así? Iba engordando, cedía a todos los pequeños abandonos de su naciente obesidad, no teniendo ya fuerza para asustarse pensando en el porvenir. ¡Tanto peor! El dinero seguiría viniendo; el que se guarda cría moho. La señora Goujet, a pesar de todo, seguía portándose bien con Gervasia; a veces la sermoneaba con dulzura, no a causa de su dinero, sino porque la quería y temía llegar a verla con el agua al cuello. No hablaba para nada de su dinero; ponía en su trato una gran delicadeza.
El día siguiente de la visita de Gervasia a la fundición era precisamente el último sábado del mes. Cuando llegó a casa de los Goujet, donde tenía empeño en ir ella misma, el cesto le había cansado de tal manera el brazo, que se quedó sin respiración durante dos largos minutos. Nadie sabe lo que pesa la ropa blanca. Sobre todo cuando hay sábanas.
—¿Lo trae usted todo? —preguntó la señora Goujet.
Sobre este particular se mostraba muy severa. Quería que se le llevase su ropa sin faltar una sola pieza, según decía, por el buen orden. Otra de sus exigencias consistía en que la planchadora viniera exactamente el día fijado y a la misma hora; de esta manera no se pierde el tiempo.
—¡Oh!, todo está aquí —respondió Gervasia sonriendo—. Ya sabe usted que no dejo nada atrasado.
—Es cierto —confesó la señora Goujet—. Tiene usted algunos defectos, pero ése todavía no se le ha echado encima.
Mientras la planchadora vaciaba su cesta, poniendo la ropa encima de la cama, la anciana señora hizo su elogio: no quemaba las piezas ni las desgarraba como tantas otras, no arrancaba los botones con la plancha; solamente ponía demasiado añil y almidonaba mucho las pecheras de las camisas.
—Fíjese, esto es cartón —le dijo haciendo crujir una pechera—. Mi hijo no se queja, pero le siega el cuello… Mañana lo tendrá lleno de sangre cuando volvamos de Vincennes.
—No; no diga usted, eso —exclamó Gervasia afligida—. Las camisas para vestir deben estar un poco tiesas, si no se quiere llevar un guiñapo en el cuerpo. Fíjese en los caballeros… Soy yo quien plancha la ropa de ustedes; nunca la toca ninguna obrera, la trato con todo esmero, se lo aseguro, y la plancharía diez veces más si fuera preciso, tratándose de ustedes.
Enrojeció ligeramente, balbuceando el fin de la frase. Temía dejar comprender el placer que sentía al planchar ella misma las camisas de Goujet. Desde luego, sin ningún mal pensamiento; pero no por ello se sentía menos avergonzada.
—¡Oh!, no censuro su trabajo; lo hace perfectamente, lo sé —dijo la señora Goujet—. A la vista está, una cofia que ni pintada. Nadie más que usted podría dejar los bordados de esta manera. Y el encañonado se ve tan igual… Vamos, que conozco sus manos enseguida. Cuando usted da, aunque sólo sea una rodillera a una obrera, se conoce a la legua… ¿Es cierto o no? Ponga un poco menos de almidón, y a las mil maravillas. Goujet no tiene empeño en presumir como un
dandy
.
Entretanto había tomado el libro y borraba las piezas de un plumazo. Todo estaba conforme. Al ajustar la cuenta vio que Gervasia por una cofia le ponía treinta céntimos; le sorprendió, pero debió convenir que en realidad no era caro en comparación con lo que acostumbraban a llevar; las camisas de hombre, veinticinco céntimos; los calzones de mujer, veinte; las fundas de almohadas, cinco; los delantales cinco; no era caro, sobre todo sabiendo que muchas planchadoras llevaban hasta cinco céntimos más por cada una de esas piezas. Cuando Gervasia recogió la ropa sucia que la anciana apuntaba y la metió en su cesta, no se decidía a marcharse; estaba turbada, pues tenía a flor de labio una petición que la torturaba.
—Señora Goujet —dijo al fin—, si no la molestara, este mes me quedaría con el dinero del planchado.
Precisamente aquel mes, la cuenta, que acababan de sacar, ascendía a una suma mayor que de costumbre: eran diez francos treinta y cinco céntimos. La señora Goujet la miró un momento con aspecto serio y le respondió:
—Hija mía, será lo que usted desee; no quiero negarle ese dinero ya que lo necesita… Sólo le diré que éste no es el camino para que acabe de saldar su cuenta. Esto lo digo por usted, ya me entiende. En realidad, debe andar con cuidado.
Gervasia, con la cabeza baja, recibió la lección. Los diez francos habían de completar el importe de un pagaré que había firmado a su proveedor de carbón. La señora Goujet se mostró más severa al sólo nombre del pagaré. Se puso ella misma como ejemplo: desde que habían rebajado el jornal de Goujet, de doce a nueve francos, ella redujo sus gastos. Cuando en la juventud faltaba cordura, se morían de hambre en la vejez. Sin embargo, se contuvo y no dijo a Gervasia que le daba su ropa únicamente para proporcionarle el medio de pagar su deuda; en otros tiempos ella lavaba todo y lavaría de nuevo si el lavado y planchado le hiciera sacar tales cantidades del bolsillo. Cuando Gervasia tuvo los diez francos treinta y cinco, dio las gracias y se marchó más que de prisa. Ya en el pasillo se sintió a gusto, y hasta ganas tuvo de ponerse a bailar, pues ya se acostumbraba a las desazones y suciedades del dinero, no quedándole de estos trastornos más que el placer de haber salido de ellos…; y hasta la próxima.
Fue precisamente el sábado cuando Gervasia tuvo un encuentro singular. Al bajar por la escalera de los Goujet, se vio precisada a apretarse contra la rampa con su cesta, para dejar pasar a una mujer alta, sin sombrero, que subía llevando en la mano, en un pedazo de papel, un lenguado muy fresco, echando sangre. Fue grande su sorpresa al reconocer a Virginia, la muchacha a la que había remangado las faldas en el lavadero. Las dos se miraron cara a cara. Gervasia cerró los ojos, pues creyó un instante que iba a recibir el lenguado en el rostro. Pero no; Virginia le dirigió una pequeña sonrisa; y entonces la planchadora, cuyo cesto interceptaba la escalera, quiso mostrarse bien educada.
—Perdone usted —dijo.
—Está del todo perdonada —contestó la morena.
Se quedaron en medio de los peldaños conversando; hicieron las paces, sin haber hecho alusión al pasado. Virginia, que contaba a la sazón veintinueve años, se había convertido en una real moza, gallarda, con el rostro un poco alargado entre sus dos grandes ondas de pelo de color negro intenso. Contó, sin esperar más, su historia; se había casado en la primavera con un antiguo obrero ebanista que salía del servicio y que solicitaba una plaza de guardia municipal, porque una plaza de esta clase es más segura y más importante. Precisamente acababa de comprar un lenguado para él.
—Le encanta el lenguado —agregó—. Hay que mimar a esos pícaros de hombres, ¿no le parece a usted? Pero suba y verá nuestra casa… Estamos en medio de una corriente de aire.
Cuando Gervasia, después de haberle contado a su vez su matrimonio, le dijo que había habitado el mismo cuarto e incluso dado a luz a su hija en él, Virginia, con más empeño, la instó a subir. Siempre es agradable volver a ver los lugares donde se ha sido feliz.
Ella había vivido durante cinco años a la otra orilla del río, en Gros-Caillou. Allí había conocido a su marido cuando estaba en el servicio. Se aburría y soñaba con volver al barrio de la Goutte-d'Or, donde conocía a todo el mundo. Desde hacía quince días ocupaba el cuarto frente al de los Goujet ¡Oh! sus trastos estaban todavía en desorden; ya lo iría arreglando poquito a poco.
Cuando estuvieron en el tramo de la escalera se dijeron por fin sus nombres.
—Señora Coupeau.
—Señora Poisson.
Desde entonces llamáronse a boca llena señora Poisson y señora Coupeau, solamente por el placer de ser señoras las que se habían conocido en otro tiempo en posiciones poco católicas. Sin embargo, Gervasia estaba un tanto desconfiada. Podría ser que la morena hiciera las paces para vengarse mejor de la paliza del lavadero, trazando algún plan de hipócrita mala bestia. Gervasia se propuso mantenerse a la defensiva. Por el momento, Virginia se mostraba atenta en extremo, y fuerza era que ella se mostrase atenta también. Arriba, en la habitación, Poisson, el marido, un hombre de treinta y cinco años, de cara terrosa, con bigote y perilla rojos, trabajaba sentado ante una mesa cerca de la ventana. Hacía pequeñas cajas. No tenía más herramientas que un cortaplumas, una sierra no más grande que una lima de uñas y un tiesto con cola. La madera que empleaba, provenía de las cajas viejas de cigarros, delgadas tablitas de caoba sin pulimentar, sobre las cuales se entregaba a recortes y adornos de una delicadeza extraordinaria. Todo el día, desde la mañana a la noche, confeccionaba las mismas cajas, de ocho centímetros por seis. Únicamente al trabajarla introducía modificaciones en la forma de la tapa y hacía compartimientos. Con aquello se distraía; un modo de matar el tiempo en la espera de su nombramiento de guardia municipal. De su antiguo oficio de ebanista le quedaba la pasión de las cajitas: no vendía su trabajo, lo regalaba a las personas conocidas.
Poisson se levantó, saludó cortésmente a Gervasia, que su mujer le presentó como una antigua amiga. Él no era charlatán, y tomó en seguida su sierrecita. De cuando en cuando lanzaba una miraba sobre el lenguado, puesto encima de la cómoda. Gervasia se alegró mucho devolver a ver su antigua casa; indicó dónde tenía colocados los muebles, y enseñó el sitio en que había dado a luz en el suelo. ¡Todo se volvía a encontrar en la vida! Nunca creyeron volverse a ver de aquel modo, viviendo una después de la otra en el mismo cuarto, cuando hacía largo tiempo se habían perdido de vista. Virginia añadió nuevos detalles de ella y del marido; éste había tenido una pequeña herencia de una tía suya; se establecería más adelante; por el momento ella continuaba ocupándose de la costura, y arreglaba vestidos aquí y allá. Al cabo de una larga media hora la planchadora se dispuso a partir. Virginia, que la acompañó, prometió devolverle la visita; desde luego se ofreció como parroquiana. Como se detuviese con ella en el rellano, Gervasia se imaginó que deseaba hablarle de Lantier y de su hermana Adela, la bruñidora. Estaba completamente turbada en el interior: mas ni una sola palabra de cosas tan desagradables se cruzó entre ambas. Se despidieron diciéndose amablemente: «Hasta la vista».
—Hasta otro rato, señora Coupeau.
—Hasta otro rato, señora Poisson.
Este fue el punto de partida de una gran amistad. Ocho días más tarde no pasaba una sola vez Virginia por delante de la tienda de Gervasia sin entrar, y se pasaban charlando dos y tres horas, hasta el punto de que Poisson, inquieto, creyéndola aplastada por algún coche, venía a buscarla, con su mudo semblante de desenterrado. Gervasia, al ver diariamente a la costurera, no tardó en concebir una singular preocupación; no podía oírla comenzar una frase sin creer que iba a hablar de Lantier; sin quererlo, pensaba en él mientras la otra permanecía allí. Eso era una cosa estúpida, pues a fin de cuentas ella se burlaba de Lantier y de Adela, y de lo que hubiera podido ser de uno y de otro. Jamás hacía la menor pregunta; ni sentía curiosidad por tener noticias de ellos. No, aquello la perseguía en contra de su voluntad. Tenía la idea en la cabeza, como se tiene en la boca un estribillo estúpido que no nos quiere abandonar. Por otra parte, no guardaba ningún rencor a Virginia, pues seguramente ésta no tenía la culpa. Le agradaba mucho estar con ella y la detenía diez veces antes de dejarla marchar.
El invierno se echó encima: era el cuarto que los Coupeau pasaban en la calle de la Goutte-d'Or. Aquel año, diciembre y enero, fueron singularmente duros. Nevaba sin cesar. Después del primer día del año, la nieve permaneció tres semanas en las calles sin derretirse. El trabajo no se suspendía; al contrario, el invierno es la mejor temporada para las planchadoras. ¡Y qué bien se pasaba dentro de la tienda! Allí no se veían nunca copos en los cristales, como en la tienda de comestibles y en la sombrerería de enfrente. El hornillo, atestado de cok, mantenía un calor de estufa; la ropa humeaba como en pleno verano; se estaba divinamente con las puertas cerradas, se sentía tanto calor por todas partes que cualquiera hubiera acabado por dormirse con los ojos abiertos. Gervasia decía riendo que se hacia la ilusión de estar en el campo. En efecto, los coches no hacían ningún ruido al rodar sobre la nieve: apenas se oía el paso de los transeúntes; en el gran silencio del frío, sólo las voces de los muchachos se dejaban oír, así como la algarabía de una banda de pilletes que habían hecho del arroyo de la herrera un lago para patinar. Ella se acercaba algunas veces a uno de los cristales de la puerta, quitaba con la mano la veladura de los mismos, miraba lo que pasaba en la calle en aquella temperatura, pero ni una sola nariz se atrevía a asomar fuera de las tiendas de todo el barrio. Bien cubierto de nieve, tenía aspecto encopetado; y Gervasia cambiaba solamente un saludo de cabeza con la carbonera de al lado, que con aquel tiempo se paseaba sin nada en la cabeza, con la boca abierta de oreja a oreja.