La taberna (63 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Los médicos se fueron. Al cabo de una hora, Gervasia, que se había quedado con el practicante, repitió en voz baja:

—Señor, señor…, está muerto.

Pero el practicante, que no perdía de vista los pies, dijo que no con la cabeza. Los pies, al aire, fuera de cama, no cesaban de bailar. Estaban sucios, con las uñas cocidas. Aún pasaron varias horas. De repente quedaron inmóviles. Entonces el interno se volvió a Gervasia y le dijo:

—Ya murió.

Sólo la muerte pudo parar los pies.

Cuando Gervasia entró en la calle de la Goutte-d'Or, encontró a un montón de comadres que cotorreaban con gran animación, en la garita de los Boche. Creyó que la esperaban para saber noticias como los demás días.

—Ya terminó —dijo empujando la puerta tranquilamente, con el semblante cansado y embrutecido.

Pero nadie la escuchaba. Toda la casa estaba revuelta. ¡Un chisme formidable! Poisson había pillado a su mujer con Lantier. No se sabían las cosas a punto fijo, pues cada uno contaba aquello a su manera. Por fin había caído sobre ellos cuando no le esperaban. Hasta añadían detalles que las mujeres repetían mordiéndose los labios. El ver cosa semejante había hecho salir de sus casillas a Poisson. ¡Un verdadero tigre! Aquel hombre tan poco charlatán que parecía andar con un palo en la espalda, se había puesto a dar botes al rojo.

Después ya no habían oído nada. Lantier se vio obligado a dar explicaciones al marido. Pero de todas formas aquello no podía seguir adelante. Y Boche anunciaba que la hija del hotelero de al lado se quedaba, desde luego, con la tienda, para poner tripicallería. Aquel endiablado sombrerero se enternecía por los callos.

Al ver llegar a las señoras Lorilleux y Lerat, Gervasia repitió suavemente:

—Ya terminó… ¡Virgen Santa! ¡Cuatro días saltando y chillando!

Entonces las dos hermanas no pudieron evitar echar mano a los pañuelos. Su hermano había cometido muchas faltas; pero al fin y al cabo era su hermano. Boche se encogió de hombros, diciendo bastante alto para ser oído por todo el mundo:

—¡Bah, un borracho menos!

A partir de aquel día, como Gervasia perdía la cabeza por minutos, una de las atracciones de la casa era hacerla imitar a Coupeau. No había necesidad de insistir mucho, daba el espectáculo gratis, temblores de pies y manos, lanzando grititos involuntarios. Era indudable que había tomado aquel tic en Santa Ana, por contemplar tanto a su hombre. Pero ella no tenía tanta suerte, no reventaba como él. Se limitaba a hacer muecas como un mono escapado, lo que le valía que los chicuelos, al pasar, le tirasen tronchos de berza.

Gervasia anduvo así durante varios meses. Llegó a hundirse aún más bajo; aceptaba las últimas injurias y se moría de hambre un poco cada día. En cuanto tenía cuatro céntimos se iba a beber y cogía su merluza. Se le encargaban los recados más sucios del barrio. Una noche apostaron a que se comería cierta cosa repugnante, y ella se la comió para ganar medio franco. El señor Marescot se decidió a expulsarla del piso sexto. Pero como acabasen de encontrar muerto al tío Bru en su pocilga, bajo la escalera, el propietario cedió aquel rincón a Gervasia. Y allí dentro, sobre paja vieja, tiritaba con el vientre al vacío y los huesos helados. Al parecer, la tierra no quería nada con ella. Se iba idiotizando, ya ni siquiera pensaba en tirarse del sexto piso al suelo del patio para terminar. La muerte debía llevársela poquito a poco, pedazo por pedazo, arrastrándola así hasta el fin, en la maldita vida que ella se había forjado. Ni siquiera se supo nunca de qué murió. Se habló de un enfriamiento, pero la verdad era que se había muerto de miseria, de suciedad y de fatiga de su existencia estragada. Reventó de embrutecimiento, según decían los Lorilleux. Una mañana que sintieron mal olor en el pasillo, se acordaron de que hacía dos días que no se veía a Gervasia, y la descubrieron verde, en su agujero.

Precisamente fue el tío Bazouge quien vino, con la caja de los pobres bajo el brazo, para embalarla. Seguía enormemente borracho, pero buen muchacho a pesar de todo, y alegre como unas sonajas. Cuando reconoció a la parroquiana con la que tenía que habérselas, lanzó unas filosóficas reflexiones mientras preparaba el viajecito:

—Todo el mundo pasará por allí… No hay que apresurarse, hay sitios para todos… Es tonto apresurarse, porque se llega más despacio… Yo no pido más que complacer a todos. Los unos quieres, los otros no. Arréglelo quien sepa, y ya veremos… He aquí una que no quería, y después quiso. Y se le ha hecho esperar. Por fin ya está, y bien que lo ha ganado. ¡Vamos alegremente!

Y cuando agarró a Gervasia entre sus manazas negras, le acometió una ternura que le hizo levantar dulcemente a aquella mujer que había tenido tan largo capricho por él. Después, acomodándola en el fondo del ataúd con cuidados paternales, murmuró, entre dos hipos:

—Escucha bien… Ya sabes, soy yo, Bibí-la-Alegría, llamado el consuelo de las damas… Vamos, ya eres feliz… ¡Duerme, hermosa mía!

FIN

Émile Zola, nació en París, el 2 de abril de 1840, hijo de un ingeniero civil italiano. Tras la muerte de su padre, la familia vivió en la pobreza. Su primer trabajo fue el de empleado en una editorial. A partir de 1865 se ganó la vida escribiendo poemas, relatos y crítica de arte y literatura. Su primera novela importante, Thérèse Raquin (1867), es un detallado estudio psicológico del asesinato y la pasión.

Más tarde, inspirado por los experimentos científicos sobre la herencia y el entorno, Zola decidió escribir una novela que ahondara en las profundidades de todos los aspectos de la vida humana, que documentara los males sociales, al margen de cualquier sensibilidad política. Asignó a esta nueva escuela de ficción literaria el nombre de naturalismo y escribió una serie de veinte novelas entre 1871 y 1893, bajo el título genérico de Les Rougon-Macquart, con el fin de ilustrar sus teorías a través de una saga familiar. Tras una ardua investigación produjo un sorprendente y completo retrato de la vida francesa, especialmente la parisina, de finales del siglo XIX. Sin embargo, fue calificado de obsceno y criticado por exagerar la criminalidad y el comportamiento a menudo patológico de las clases más desfavorecidas.

Algunos de los libros que se ocupan de las cinco generaciones de la familia Rougon-Macquart, alcanzaron una gran popularidad. Entre las novelas de esta serie destacan La taberna (1877), un estudio sobre el alcoholismo; Nana, basada en la prostitución; Pot-bouille (1882), un análisis sobre las pretensiones de la clase media; Germinal (1885), un relato sobre las condiciones de vida de los mineros; La bestia humana (1890), una novela que analiza las tendencias homicidas; y El desastre (1892), un relato sobre la caída del Segundo Imperio. Estos libros, que el propio Zola consideraba documentos sociales, influyeron enormemente en el desarrollo de la novela naturalista.

Sus obras posteriores, escritas a partir de 1893, son menos objetivas, más evangelizantes y, en consecuencia, menos logradas como novelas. Entre éstas figura la serie Las tres ciudades (3 volúmenes, 1894-1898), que incluye Lourdes (1894), Roma (1896) y París (1898). Zola escribió también varios libros de crítica literaria en los que ataca a sus enemigos, los escritores románticos. El mejor de sus escritos críticos es el ensayo La novela experimental (1880) y la colección de ensayos Los novelistas naturalistas (1881).

En enero de 1898, Zola se vio envuelto en el caso Dreyfus, cuando escribió una carta abierta que se publicó en el diario parisino L'Aurore. Es la famosa carta conocida como
J'accuse
(Yo acuso), en la que Zola arremete contra las autoridades francesas por perseguir al oficial de artillería judío Alfred Dreyfus, acusado de traición. Tras la publicación de esta carta, Zola fue desterrado a Inglaterra durante un año.

Murió en París, el 29 de septiembre de 1902, intoxicado por el monóxido de carbono que producía una chimenea en mal estado.

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