Por desgracia, aunque a todo se acostumbre uno, no ha habido nadie que se acostumbre a no comer. Y esto era lo único que molestaba a Gervasia. Nada le importaba ser la última de las últimas, ni hallarse al borde del arroyo, ni ver a la gente limpiarse la ropa cuando pasaba a su lado; los malos modales ya no la molestaban, mientras que el hambre le retorcía siempre las tripas. Ya se había despedido de los delicados platos, había descendido a devorar todo lo que encontraba. Los días gordos se permitía comprar al carnicero piltrafas de carne a veinte céntimos la libra. Cansada de arrastrarse y de ennegrecer en un plato, mezclábala con una cucharada de patatas y la revolvía en el fondo de una cacerola; otras veces guisaba un corazón de buey, guiso con el que se chupaba los dedos; otras, cuando tenía vino, se regalaba mojando pan, verdadera sopa de loro. Los diez céntimos de queso de Italia, algunas manzanas blancas, los cuarterones de habichuelas secas cocidas en su jugo, constituían verdaderos manjares con los que no pedía regalarse a menudo. Iba también a los bodegones de peor clase, en los que compraba, por cinco céntimos, un montón de espinas mezcladas con desperdicios de asado. Aún caía más bajo, mendigando en casa de un hotelero caritativo las cortezas de los clientes, haciendo con ellas una especie de empanada, y dejándolas cocer el mayor tiempo posible sobre el horno de algún vecino. Algunas mañanas el hambre era tal, que iba con los perros a buscar en las puertas de las tiendas, antes de que llegaran los basureros; de esta manera obtenía a veces platos de ricos, melones podridos, pescado pasado y chuletas, cuyo hueso examinaba por temor a los gusanos. Hasta ese extremo había llegado; este pensamiento repugna a las personas delicadas, pero si estas personas delicadas no hubieran tomado nada en tres días, ya veríamos si la pegaban contra su vientre; se pondrían a cuatro pies y comerían en la basura como sus congéneres. ¡La muerte de los pobres, las entrañas vacías que gritan de hambre, la necesidad de las bestias castañeteando los dientes y gustando de cosas inmundas, en este gran París tan dorado y tan resplandeciente! ¡Y pensar que Gervasia se había dado buenas panzadas de bien cebado pato! Ahora ya podía limpiarse la nariz. Un día en que Coupeau le había quitado dos bollos de pan para revenderlo y bebérselos, poco le faltó para matarlo de un paletazo, hambrienta, furiosa por aquel robo de su pan.
A fuerza de mirar aquel cielo mate se quedó dormida en un sueño penoso. Soñaba que aquel cielo cargado de nieve caía sobre ella, de tanto frío que sentía en su interior. De repente se puso de pie, despertándose sobresaltada con un escalofrío de angustia. ¡Dios mío! ¿Era que se iba a morir? Tiritando, extraviada la mirada, vio que aún era de día. ¡Aún no llegaba la noche! ¡Qué largo es el tiempo cuando se tiene el vientre vacío! Su estómago se despertaba también y la torturaba; tumbada en la silla, la cabeza baja y las manos entre los muslos para calentarlas, pensaba en la comida que prepararía cuando Coupeau trajera el dinero: un pan, una botella de vino, dos raciones de callos a la lionesa. Dieron las tres en el chiquillo del tío Bazouge. ¡No eran más que las tres! Se echó a llorar. No le quedarían fuerzas para esperar siete horas. Sentía un temblor en todo su cuerpo, como el balanceo de una niña que acuna su gran dolor, doblada en dos, aplastándose el estómago para no sentirlo. ¡Es preferible parir que tener hambre! Como no sintiera alivio, levantóse llena de rabia y se puso a patalear, esperando dormir el hambre como a niño que se pasea. Durante media hora se estuvo golpeando contra las cuatro paredes del cuarto vacío. De repente se paró, con la mirada fija, ¡tanto peor! Dijeran lo que dijeran les lamería los pies si querían, pero iba a pedir medio franco prestado a los Lorilleux. Durante el invierno, en aquella escalera de la casa, la escalera de los piojosos, eran cosa corriente los préstamos de medio franco, de un franco, pequeños servicios que aquellos muertos de hambre se hacían unos a otros. Solamente que antes se habrían dejado morir que dirigirse a los Lorilleux, porque ya sabían que tenían el corazón muy duro. Gervasia, yendo a llamar a su casa, demostraba un gran valor. Tanto miedo tenía en el pasillo, que experimentó ese repentino alivio de las personas que van a casa de los dentistas.
—¡Entre! —gritó la agria voz del cadenista.
¡Qué tiempo bueno hacía allí dentro! La fragua ardía e iluminaba el estrecho taller con su blanca llama, mientras que la señora Lorilleux ponía a recocer un ovillo de hilo de oro. Lorilleux delante de su mesa sudaba de tanto calor que hacía; estaba preparándose a soldar las mallas con el soplete. Y olía bien, una sopa de coles ardía sobre la estufa, exhalando un vaporcillo que repercutía en el estómago de Gervasia y la hacía desvanecerse.
—¡Ah!, ¿eres tú? —gruñó la señora Lorilleux, sin mandarla siquiera que se sentara—. ¿Qué quieres?
Gervasia no contestó. Aquella semana no estaba muy reñida con los Lorilleux, pero la petición del medio franco se le quedaba en la garganta, porque acababa de ver a Boche sentado a sus anchas en la estufa, dispuesto a cotillear. ¡Qué aspecto tenía de reírse del mundo aquel animal! Se reía como un culo, con la boca en redondo y los carrillos inflados de tal manera que le ocultaban la nariz; ¡un verdadero culo!
—¿Qué quieres? —repitió Lorilleux.
—¿No habéis visto a Coupeau? —acabó por tartamudear Gervasia—; creí que estaba aquí.
Los cadenistas y el portero se echaron a reír. No por cierto, no habían visto a Coupeau. No ofrecían ellos bastantes vasos de vino para ver a Coupeau así como así Gervasia hizo un esfuerzo y repuso:
—Es que me había prometido volver…, como tiene que traerme dinero y yo tengo necesidad de algo…
Reinó un prolongado silencio. La señora Lorilleux soplaba fuertemente el fuego de la fragua, Lorilleux había bajado la cabeza sobre la cadena que se alargaba entre sus dedos, mientras que Boche seguía con su risa de luna llena, con el agujero de la boca tan redondo que daban ganas de meter el dedo para ver qué pasaba.
—Si tuviera siquiera medio franco —murmuró Gervasia, en voz baja.
El silencio continuó.
—¿No podrían prestarme medio franco?… ¡Os lo devolveré esta misma noche!
La señora Lorilleux se volvió y la miró fijamente. Menuda sinvergüenza que venía a engatusarles. Hoy les sacaba medio franco, mañana sería uno y no podrían pararla. No, no; nada de eso, que volviera cuando la rana criara pelo.
—Pero, querida mía —gritó ella—, ya sabes que no tenemos dinero. Mira el forro de mi bolsillo. Puedes registrarnos… Lo haría de muy buena gana…
—La buena intención no falta nunca —gruñó Lorilleux—, sólo que cuando no se puede, no se puede.
Gervasia, muy humilde, asentía con la cabeza. Sin embargo no se iba, miraba con el rabillo del ojo los montones de oro, las madejas de oro colgadas de la pared, el hilo de oro que la mujer sacaba del carrete con toda la fuerza de sus cortos brazos, las mallas de oro amontonadas en las manos nudosas del marido. Y pensaba que sólo con un pedacito de aquel vil metal negruzco bastaría para regalarse con una buena comida. Aquel día, por muy sucio que estuviera el taller, con sus hierros viejos, su polvo de carbón, y con la grasa de los aceites mal limpiados, lo veía resplandeciente de riqueza, como la tienda de un cambista. Así es que se arriesgó a repetir en voz baja:
—Te los devolveré, te los devolveré…; medio franco no os hará mucha mella.
Tenía el estómago hinchado, pero no quería confesar que se cepillaba la barriga desde el día anterior. Sintió que las piernas se le doblaban y tuvo miedo de echarse a llorar, y aún balbuceó:
—¡Si fuerais tan buenos!… No os podéis imaginar… ¡A esto he venido a dar, Dios mío! ¡A esto!…
Entonces los Lorilleux se mordieron los labios y cambiaron una mirada. La Banban pedía ya limosna… La caída era completa. Aquella no les hacía ninguna gracia. Si lo hubieran sabido habrían atrancado la puerta, porque debe estar uno siempre prevenido contra los mendigos, gentes que se introducen en las habitaciones, con cualquier pretexto, y que se marchan llevándose objetos de valor. Tanto más que en su casa había cosas que robar; podía meter los dedos por cualquier parte y llevarse treinta o cuarenta francos, nada más que cerrando la mano. Ya habían desconfiado varias veces, viendo la cara de Gervasia cuando se paraba delante del oro. En aquella ocasión había que vigilarla. Y como ella se aproximara más, con los pies sobre el polvillo, el cadenista le gritó con aspereza, sin contestar a su petición:
—¡Oye, fíjate un poco, te vas a llevar briznas de oro en las suelas!… Cualquiera diría que has puesto grasa en ellas para que se peguen.
Gervasia lentamente se echó para atrás; se había apoyado un instante en un aparador y viendo a la señora Lorilleux mirarle las manos, las abrió completamente y las enseñó, diciendo con voz débil, sin enfadarse, como mujer caída que acepta todo:
—No he cogido nada, podéis mirar.
Y se fue, porque el fuerte olor de la sopa de coles y la buena temperatura del taller la ponían enferma.
¡Desde luego no la detuvieron los Lorilleux! ¡Buen viaje y que el diablo se los llevara si le abrían otra vez la puerta! Habían visto su cara bastante y no querían en su casa miserias de otros, cuando esta miseria era merecida. Y la dejaron marchar, con gran alegría egoísta, encontrándose bien alimentados, bien calentitos y con la perspectiva de una deliciosa sopa. Boche también se regocijaba, inflando más sus carrillos de manera que su risa iba resultando desagradable. Todos se encontraban de sobra vengados de las antiguas costumbres de la Banban, de la tienda azul, de las comilonas y de todo lo demás. El triunfo había sido superior a lo que esperaban; aquello probaba adonde conduce el amor por la glotonería. ¡Al diablo las golosas, las perezosas y las desvergonzadas!
—¡Tiene gracia! ¡Venir a mendigar medio franco! —exclamó la señora Lorilleux en cuanto Gervasia se fue—. En eso estaba yo pensando, te voy a prestar medio franco en seguida para que te vayas a tomar una copita.
Gervasia arrastró sus zapatos por el corredor, con pesadez, doblando las espaldas. Cuando llegó a su puerta no entró, su habitación le daba miedo. Se echaría a andar, tendría más calor y se armaría de paciencia. Al pasar, alargó la cabeza para mirar en la pocilga del tío Bru, bajo la escalera. Otro más que debía tener un buen apetito, pues comía y cenaba con la imaginación desde hacía tres días; pero no estaba allí, y ella experimentó envidia de pensar que podían haberlo invitado a comer en cualquier parte. Cuando llegó a la puerta de los Bijardt oyó lamentos, la llave estaba puesta en la cerradura y entró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
La habitación estaba muy limpia. Bien se veía que Lalie, por la mañana, había barrido y arreglado todo. Ya podía la miseria soplar allí dentro extendiendo sus porquerías, que Lalie vendría detrás limpiándolo todo y dando a las cosas un aspecto agradable. Si allí no había riqueza, se olía, por lo menos, la mano de una buena ama de casa. Aquel día sus hermanitos Enriqueta y Julio habían encontrado unas estampitas viejas que cortaban tranquilamente en un rincón. Gervasia se quedó sorprendida al ver a Lalie acostada en su estrecho catre, con la sábana hasta la boca, muy pálida. ¡Ella acostada! ¡Bien enferma debía de estar para eso!
—¿Qué tienes? —preguntó Gervasia.
Lalie no se quejaba ya. Levantó lentamente sus párpados blancos y quiso sonreír con sus labios agitados por la fiebre.
—No tengo nada —suspiró muy bajo—; de verdad, nada en absoluto.
A continuación, cerrando los ojos y haciendo un esfuerzo, dijo:
—Estaba muy fatigada estos días atrás, así es que me entrego a la pereza, me cuido, como usted ve.
Pero su carita de nena, cruzada con manchas lívidas, tomaba tal expresión de dolor extraordinario, que Gervasia, olvidando su suprema agonía, juntó las manos y cayó de rodillas cerca de ella. Desde hacía un mes la veía agarrarse a las paredes para caminar, inclinada y con una tos que sonaba a madera de ataúd. La pequeña ya ni podía toser. Le entró una especie de hipo y algunos hilillos de sangre se vieron en las comisuras de sus labios.
—No es culpa mía, me siento tan débil —murmuró como aliviada—. Me arrastré para poner un poco de orden… Está bastante limpio, ¿no es cierto?… Quería limpiar los cristales, pero las piernas me han fallado. ¡Qué rabia! En fin, cuando una ha terminado se acuesta.
Se interrumpió para decir:
—Mire usted a mis niños; no se vayan a cortar con las tijeras.
Se calló temblorosa, escuchando unos pasos sordos que subían la escalera. Brutalmente, el tío Bijard empujó la puerta. Traía su borrachera, como de costumbre, con los ojos llameando por la locura furiosa que le producía el aguardiente. Al ver a Lalie acostada se golpeó los muslos con una risotada, descolgó el látigo gruñendo:
—¡Maldita sea!… ¡Esto es demasiado! ¡Vamos a reírnos todos!… Las vacas se tumban en la paja a mediodía… ¿Te burlas del Evangelio, grandísima holgazana?… ¡Vamos!, ¡up! ¡Arriba!
Hacía chasquear el látigo por encima de la cama. Pero la niña suplicante repetía:
—No papá, te lo ruego, no me pegues… Te juro que tendrás que arrepentirte… No me pegues.
—¿Quieres saltar? —chilló más fuerte—. ¿O deseas que te acaricie las costillas?… ¿Quieres saltar, sinvergüencilla?
Entonces dijo dulcemente:
—No puedo, ¿comprendes?… Me voy a morir.
Gervasia se había echado sobre Bijard y le quería quitar el látigo. El embrutecido estaba de pie al lado de la cama. ¿Qué decía aquella mocosa? ¿Es que se muere uno tan joven, cuando no se ha estado enfermo? ¡Alguna tontería para hacerse mimar! ¡Iba a informarse, y si mentía…!
—Ya verás como es verdad —continuaba ella—. Mientras he podido te he evitado molestias… Sé bueno ahora y dime adiós, querido papá.
Bijard retorcía la nariz, con temor de que se le engañase. En verdad tenía mala cara, una cara alargada y seria de persona mayor. El soplo de la muerte pasaba por la habitación quitándole la borrachera. Paseó la mirada a su alrededor, como un hombre que sale de un profundo letargo, vio la casa en orden, a los dos niños lavados jugando y riendo y cayó sobre una silla balbuceando:
—Nuestra madrecita, nuestra madrecita…
No podía decir más que esto, pera ya era lo suficientemente tierno para Lalie que jamás había estado tan mimada. Consoló a su padre. Lo que la entristecía era irse así, sin haber acabado de criar a sus niños. Él se ocuparía, ¿verdad? Con su vocecita de moribunda le dio detalles de la manera de cuidarlos y de tenerlos limpios. Él, embrutecido, dominado de nuevo por los vapores del alcohol, movía la cabeza viéndola pasar con sus ojos redondos. Aquello removía en él un sin fin de cosas, pero tenía la conciencia demasiado quemada para poder llorar.