De repente, levantando los ojos, vio delante de ella al antiguo hotel Boncœur. La casita, después de haber sido un café sospechoso, que cerró la policía, se encontraba abandonada, con las puertas cubiertas de carteles, con la linterna hecha pedazos, desmigajándose y pudriéndose de arriba a abajo por la lluvia, con el enmohecimiento de su innoble pintarrajo color borra de vino. Nada parecía haber cambiado a su alrededor. El papelero y el tabernero seguían en el mismo sitio. Detrás, por encima de las construcciones bajas, se veían aún las fachadas leprosas de casas de cinco pisos, levantando sus enormes siluetas destrozadas. Únicamente el baile del
Grand Balcón
no existía ya; en la sala de las diez ventanas, llenas de luz, acababa de establecerse una refinería de azúcar, cuyos silbidos se oían continuamente. Y era aquí, en el fondo de aquel chiribitil del hotel Boncœur, donde empezó su desesperada vida. Se quedó de pie contemplando la ventana del primero, donde colgaba una persiana arrancada; y recordaba su juventud con Lantier, sus primeros embustes y la manera repugnante como la había abandonado. No importaba, entonces era joven, todo aquello le parecía alegre visto de lejos. ¡Veinte años solamente, buen Dios!, y caía en el arroyo. Entonces la vista del hotel la hizo daño y subió el bulevar por el lado de Montmartre.
En los montones de arena, entre los bancos, jugaban unos niños en la noche que se venía encima. El desfile continuaba, las obreras pasaban, trotando, dándose prisa para recuperar el tiempo perdido en los escaparates; una muchacha alta, parada, abandonaba su mano en la de un joven que la acompañaba hasta tres puertas antes de su casa; otras, al despedirse, se daban citas para la noche en el
Grand Salón de la Folie
, o en la
Boule Noire
. En medio de los grupos, algunos sastres volvían con sus trajes doblados al brazo. Un fumista, uncido a unos correones y que tiraba de un carro lleno de cascotes, le faltó poco para ser aplastado por un ómnibus. Entre la muchedumbre, cada vez más escasa, corrían mujeres sin sombrero, que habían vuelto a bajar después de encender el fuego, apresurándose para hacer la comida; empujaban a todo el mundo, entraban en las panaderías y carnicerías, y se volvían sin detenerse, con las provisiones en las manos. Había criaturas de ocho años haciendo recados, que salían de las tiendas, estrechando contra el pecho grandes panes de cuatro libras tan altos como ellas, semejantes a bellas muñecas amarillas y que se olvidaban durante cinco minutos de ir a casa, frente a las estampas, con la mejilla apoyada en los panes. Por último la ola iba disminuyendo, los grupos se espaciaban y la gente trabajadora volvía a sus hogares; y ya, al resplandor del gas, después del día terminado, alzábase la sorda revancha de las perezas y de las juergas que se despertaban.
¡Gervasia había terminado el día! Ella estaba más agotada que todos aquellos trabajadores cuyo paso acababa de sacudirla. Ella podía acostarse allí y morir, pues el trabajo no quería nada con ella. Había penado demasiado en su vida para decir: «¿a quién le toca ahora?». «A mí ya estoy cansada!». Todo el mundo comía en aquel momento. Llegó el fin, el sol había apagado su luz, la noche sería larga. ¡Dios mío! ¡Extenderse y no levantarse más! ¡Pensar que se han dejado las herramientas para siempre y que se vivirá holgando por toda la eternidad! ¡Esto sí que es bueno, después de haberse estado rompiendo la cabeza durante veinte años! Y Gervasia, en medio de los calambres que le retorcían el estómago, pensaba, a su pesar, en los días de fiesta, en las comilonas y en los regocijos de su existencia. Un día, sobre todo, con un frío de perros, un jueves de cuaresma, se había divertido enormemente. Estaba muy bonita, rubia y fresca. Su lavadero, en la calle Nueva, la había proclamado reina, a pesar de la pierna. Pasearon por los bulevares, en carros adornados, en medio de la gente que la ensalzaba por hermosa. Los caballeros se ponían sus lentes para mirar, como si se tratase de una verdadera reina. Por la noche se celebró un banquete sin reparar en gastos, y hasta que amaneció estuvieron bailando. ¡Reina, sí, Reina! Con su corona y su banda, durante veinticuatro horas, dando dos veces las manillas la vuelta al cuadrante. Y atontada, con las torturas de su hambre, miraba al suelo, como si buscase el arroyo donde había dejado perder su caída majestad.
Alzó de nuevo la vista. Se encontraba enfrente de los Mataderos en derribo; la fachada medio demolida mostraba patios sombríos, hediondos, y aun húmedos de sangre; y cuando bajó al bulevar vio también al hospital Lariboisière, con su gran paredón gris, sobre el que se desplegaban en abanico las sombrías alas taladradas por ventanas regulares; una puerta, en el muro, aterrorizaba al barrio: era la puerta de los muertos, cuyo sólido maderamen, sin el menor adorno, tenía la severidad y el silencio de una piedra sepulcral. Entonces, para huir de allí, se fue más lejos y bajó hasta el puente del ferrocarril. Los altos parapetos de fuerte plancha remachada le ocultaban la vía; distinguía solamente en el luminoso horizonte de París el ángulo ensanchado de la estación: una vasta techumbre, negra del polvo de carbón; en aquel amplio espacio claro oía silbidos de las locomotoras, los movimientos rítmicos de las planchas giratorias, toda una actividad colosal y oculta. Luego pasó un tren, que salía de París y llegaba con el resoplido de su aliento y su rodar, poco a poco acelerado. No vio de aquel tren más que un penacho blanco, un brusco resoplido que sobresalió del parapeto y se perdió de vista. Pero el puente había temblado, y ella continuaba en medio de la trepidación de aquella marcha a todo vapor. Se volvió, como para seguir a la locomotora invisible cuyo gruñido se desvanecía. Por aquel lado adivinaba la campiña, el cielo libre en el fondo de un boquete, con altas casas a derecha e izquierda, aisladas, situadas sin orden y ofreciendo fachadas y paredes sin blanquear, paredes pintadas con anuncios gigantescos, sucios, con la misma pintura amarillenta por el hollín de las máquinas. ¡Si ella hubiese podido partir también, irse allá abajo, fuera de aquellas casas de miseria y de sufrimiento!… Tal vez habría vuelto a empezar a vivir. Después se volvió, leyendo estúpidamente los anuncios pegados en la plancha. Los había de todos los colores; uno pequeño, de un lindo azul, ofrecía cincuenta francos de recompensa por una perra que se había perdido. ¡Un animal a quien debían haber querido mucho! Gervasia emprendió lentamente su marcha. En la niebla de sombra humosa que caía, los mecheros de gas se encendían; y aquellas largas avenidas, poco a poco anegadas y ennegrecidas, reaparecían brillantes, extendiéndose aún y cortando la noche, hasta las perdidas tinieblas del horizonte. Soplaba un fuerte viento, el ensanchado barrio hundía cordones de lucecitas bajo el cielo inmenso y sin luna. Era aquella la hora en que de un extremo a otro de los bulevares, las tabernas, los figones, los tugurios en fila, brillaban alegremente en el regocijo de las primeras vueltas y del primer barullo. La paga de la quincena entera llenaba la acera de una multitud de gente que echaba una cana al aire. Aquello olía a francachela, una francachela imponente, pero graciosa todavía, un comienza de borrachera, y nada más. Los estómagos se llenaban en el fondo de los bodegones. A través de todos los cristales iluminados se veía a gentes comiendo con la boca llena, sin tomarse siquiera el trabajo de masticar. En las tabernas, los borrachos se instalaban ya, chillando y gesticulando. Subía un ruido de trueno, voces aflautadas, voces gruesas, en medio del continuo golpeteo de los pies sobre la acera. «Dime, ¿vienes a tomar un piscolabis?… ¡Anda, fresca, yo pago una copita de vino!… ¡Anda, allí va Paulina!».
Las puertas se abrían y cerraban dejando pasar olores de vino y resoplidos del cornetín de pistón. Formaban cola ante la taberna del tío Colombe, iluminada como catedral en misa mayor; y ¡diantre! se habría tomado aquello por una verdadera ceremonia, pues los buenos muchachos cantaban allí dentro con caras de sochantres en el facistol, con los carrillos inflados y la panza hecha una bola. Celebrábase a San Cobro, un santo muy amable que debe tener su caja en el paraíso. No había más que ver el entusiasmo con que aquello comenzaba; los pequeños rentistas que iban de paseo con sus esposas, repetían, moviendo la cabeza, que no sería flojo el montón de borrachos que habría en París aquel día. La noche estaba sombría, muerta y helada, por encima de aquella zarabanda, interceptada únicamente por las hileras de luces de los bulevares, en los cuatro puntos del cielo.
Detenida delante de la taberna, Gervasia pensaba que si hubiera tenido diez céntimos habría entrado a beberse una copita, quizá ésta le hubiera quitado el hambre. ¡Que no había bebido pocas! A pesar de todo, le parecía cosa buena. Y desde lejos contemplaba la máquina de emborrachar, pensando que su desgracia provenía de allí, y soñando en acabar su vida con aguardiente el día que tuviese medios. Un escalofrío sintió por los cabellos, vio que la noche había cerrado por completo. La buena hora llegaba. Acercábase el instante de armarse de valor y mostrarse amable si no quería reventar en medio de la alegría general. Tanto más, cuanto que el ver tragar a los demás no le llenaba el vientre precisamente. Contuvo más el paso, miró a su alrededor. Bajo los árboles las sombras se extendían cada vez más espesas; poca gente pasaba por allí, gente apresurada que marchaba rápidamente hacia el bulevar. En la ancha acera, sombría y desierta, donde iban a morir las alegrías de las calzadas vecinas, algunas mujeres, de pie, esperaban. Permanecían largos ratos inmóviles, pacientes, rígidas; después, lentamente, se ponían en movimiento, arrastrando sus zapatos por el helado suelo, andando diez pasos y parándose de nuevo, como pegadas al suelo. Había una de busto enorme, con piernas y brazos de insecto, que parecía andar rodando, envuelta en un harapo de seda negra y cubierta la cabeza con una seda amarilla; había otra, allá, seca, sin nada en la cabeza, que llevaba un delantal de criada; y otras más, viejas enjabelgadas, jóvenes muy sucias, tan sucias, tan miserables que ni un trapero las habría recogido. Gervasia, sin embargo, no sabía, trataba de aprender haciendo como ellas. Una emoción de niña le oprimía la garganta; ya no sabía si tenía vergüenza. Obraba impulsada por un torpe sueño. Durante un cuarto de hora se mantuvo en pie. Los hombres pasaban sin volver la cabeza. Entonces movióse a su vez, se atrevió a uno que silbaba con las manos en los bolsillos y murmuró con voz ahogada:
—Caballero, oiga usted…
El hombre la miró de soslayo y se fue silbando más fuerte.
Gervasia iba tomando alas. Se olvidó de sí misma en la ansiedad de aquella caza; el vientre vacío, encarnizándose tras de su comida que se alejaba, la acuciaba. Durante bastante tiempo anduvo de un sitio para otro, ignorando la hora y el camino. En torno de ella, las mujeres mudas y negras, sombrías, bajo los árboles, iban de una a otra esquina, limitándose a andar con el va y viene regular de los animales enjaulados. Salían de la sombra con la vaga lentitud de fantasmas; pasaban por el rayo de luz de un mechero de gas donde sus pálidos rostros se dibujaban claramente; y se sumergían de nuevo, atraídas por la sombra, balanceando la blanca raya de sus enaguas y recobrando el encanto estremecedor de las tinieblas de la acera. Había hombres que se dejaban parar, hablaban, por broma, y se marchaban riendo. Otros, discretos, ocultos, se alejaban diez pasos detrás de alguna de ellas. Se oían murmullos, disputas en voz ahogada, tremendos regateos que terminaban de repente en grandes silencios. Y Gervasia, cuanto más se internaba, veía más mujeres haciendo guardia en la noche como si de un extremo a otro de los bulevares exteriores se hubiesen ido plantando mujeres. Siempre a veinte pasos una de otra, la fila se perdía de vista. París entero estaba guardado. Ella, desdeñada, se enfurecía, cambiaba de sitio, y acababa por irse a la calzada de Clignancourt en la calle mayor de la Chapelle.
—Señor, escuche usted…
Pero los hombres pasaban. Se marchaba de los mataderos cuyos escombros olían a sangre. Lanzó una mirada al antiguo hotel Boncœur cerrado y oscuro. Pasaba por delante del hospital Lariboisière. Contaba maquinalmente a lo largo de las fachadas las ventanas donde había luz, ardiendo como mariposas de agonizante, con luces pálidas y tranquilas. Atravesaba el puente del ferrocarril, con la trepidación de sus trenes, gruñendo y desgarrando el aire con el silbar de sus sirenas. ¡Qué tristeza daban en la noche todas aquellas cosas! Después volvía atrás y se llenaba los ojos con las mismas casas, con el desfile siempre igual de aquel trozo de avenida, y esto, diez, veinte veces, sin tregua, sin reposo de un minuto en un banco; no, nadie que ría nada con ella. Su vergüenza parecía que se agigantaba con aquel desdén. Volvía a bajar con él y subir en dirección al hospital. Aquel era su último paseo; patios sangrientos, donde degollaban; las pálidas salas donde la muerte ponía rígidas a las personas en la sábana de todo el mundo. Su vida había transcurrido por allí.
—Caballero, escuche usted… De pronto vio su sombra en el suelo. Cuando se aproximó a un mechero de gas, la sombra vaga se recogía y se precisaba: una sombra enorme, gruesa, grotesca de tan gorda que estaba. Se veía el vientre, la garganta, las caderas, flotando juntas. Cojeaba tanto que, en el suelo, la sombra parecía caerse a cada paso. ¡Un verdadero guiñol! Cuando se alejaba el guiñol se hacía más grande, gigantesco, llenaba el bulevar con reverencias que le aplastaban la nariz, contra los árboles y contra las casas. ¡Dios mío! ¡Qué espantosa y graciosa estaba! Nunca comprendió tan bien su embrutecimiento. Entonces no pudo evitar mirar aquello, cada vez que pasaba por un mechero de gas, siguiendo con los ojos su sombra. ¡Buena compañera llevaba a su lado! Aquello debía atraer a los hombres en seguida. Bajaba la voz, no atreviéndose ya más que a balbucear a las espaldas de los transeúntes.
—Señor, escuche usted…
A todo esto, debía ser muy tarde. Se notaba en el barrio. Los cafetines estaban cerrados, el gas enrojecía en las tabernas, de donde salían voces pastosas de borrachera. El júbilo acababa en querellas y golpes. Un mocetón desarrapado chillaba: «Te voy a derruir, vete numerando los huesos». Una jovenzuela se había agarrado con su amante a la puerta de un baile llamándole sucio y marrano enfermo, mientras que el amante repetía: «¿Y tu hermana?», sin encontrar otra palabra que decir. La embriaguez agitaba fuera una necesidad de pegarse, algo feroz que ponía en los transeúntes aspectos pálidos y convulsos. Por fin hubo una batalla. Un borracho cayó patas arriba, mientras que su camarada, creyendo haberle ajustado la cuenta, huía más que de prisa. Se oían canciones sucias, después silencio, cortado por hipos y caídas sordas de borrachos. La juerga de la quincena acababa siempre así; el vino corría en tan gran cantidad desde las seis, que comenzaba a pasearse por las aceras. Bonitos cohetes, colas de zorro extendidas en medio del pavimento de las gentes trasnochadoras se veían obligadas a saltar para no ir pisando. ¡Qué limpio estaba el barrio! Un extraño que hubiera venido a visitarlo antes de la limpieza mañanera, se hubiera llevado una buena idea de aquello. Pero a aquella hora los borrachos estaban en su casa, se burlaban de Europa. Los cuchillos salían de los bolsillos y la fiestita se acababa en sangre. Las mujeres andaban de prisa; los hombres rondaban con ojos de lobo; la noche se espesaba, llena de abominaciones. Gervasia seguía cojeando con el solo pensamiento de andar sin reposo. A veces la sorprendía el sueño, y se adormecía acunada por su pierna; luego miraba a su alrededor y advertía que había dado cien pasos sin darse cuenta, como muerta. Sus pies, sobre los que podía dormirse, se ensanchaban más en sus zapatos agujereados. No se daba cuenta de sí misma, tan cansada y vacía se sentía. La última idea clara que la sostuvo fue que la zorra de su hija, en aquel mismo momento, quizá estaría comiendo ostras. En seguida todo se nubló, se quedó con los ojos abiertos; pero le era preciso hacer un gran esfuerzo para pensar. La sola sensación que persistía en ella, en medio del aniquilamiento de su ser, era la de un frío de perros, de un frío agudo y mortal como nunca lo había sentido. Seguramente los muertos debajo de la tierra no tienen tanto frío. Levantó pesadamente la cabeza y recibió en la cara un latigazo glacial. Era la nieve, que se decidía por fin a caer del humoso cielo. Una nieve fina, abundante, que un ligero viento llevaba en torbellinos. Hacía tres días que se la esperaba y no podía caer en mejor momento.