—Gracias —dijo Logan mientras recobraba el aliento.
—Será mejor que agache la cabeza —le respondió el piloto.
Logan se metió en lo que parecía la bodega de la nave, un espacio reducido donde apenas cabían unos cuantos chalecos salvavidas y unos bidones de gasolina.
Entonces, con una violencia que Logan había creído reservada exclusivamente para el Armagedón, la estación estalló en medio de una nube de fuego y humo que pareció desgarrar el universo con su rugido y que sumió el cielo y la tierra circundante en una completa negrura.
L
A pintoresca procesión de embarcaciones siguió navegando hacia el norte en la penumbra del atardecer. Habían dejado atrás las marismas del Sudd y se dirigían hacia las cataratas del Nilo.
Logan no sabía si intentarían cruzarlas y entrar en Egipto o si desembarcarían antes en algún lugar y distribuirían a la expedición en camiones o aviones. En cualquier caso, le daba igual. Después de haberse trasladado de la gabarra a uno de los hidrodeslizadores, había pasado las horas asomado tristemente a un ojo de buey, envuelto en una de las ásperas mantas del barco y viendo pasar el paisaje sin verlo. El estado de ánimo que reinaba a bordo se parecía al suyo: conmoción, tristeza e incertidumbre. La gente formaba pequeños grupos y conversaba en voz baja mientras se consolaba mutuamente.
Cuando el sol empezó a ponerse, Logan cambió de postura, se levantó, dejó la manta y salió al puente. Durante el trayecto no había vuelto la vista ni una sola vez hacia las ruinas y la destrucción que dejaban atrás, así que tampoco lo hizo en ese momento. Caminó hacia proa en busca de café y lo encontró en la abarrotada cocina de la embarcación. Allí, de pie ante la máquina de café, estaban Valentino y sus hombres. El italiano lo saludó con un gesto de la cabeza y le pasó una taza sin decir palabra.
Logan la cogió con ambas manos y subió a la cubierta superior. Allí encontró a Tina, sentada en un banco y envuelta en una manta. Se había lavado someramente, pero todavía tenía el cabello manchado de barro seco.
Logan se sentó junto a ella y le entregó la taza de café. Tina sonrió apenas y tomó un sorbo.
Logan se recostó en el banco y notó que algo le pinchaba en el costado. Metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un puñado de objetos. Las gemas y los rubíes brillaron en la palma de su mano a la luz del atardecer. Había olvidado completamente que las había recogido en el muelle justo antes de echar a correr para ponerse a salvo. Al contemplarlas en ese momento no supo por qué lo había hecho. ¿Por el deseo —la necesidad, incluso— de rescatar algo de entre las ruinas de aquella trágica expedición? ¿O por algo más profundo, algo más atávico…, algo relacionado con la muerte de Ethan y Jennifer Rush?
Tina miró las piedras preciosas. Sus ojos, hasta entonces apagados y tristes, se iluminaron ligeramente. Extendió la mano y las acarició con la punta de los dedos. Cogió un pequeño amuleto de porcelana y lo alzó a la luz del sol. Era un ojo visto de frente, como todo el arte del Antiguo Egipto, con su ceja y sus alargadas pestañas esculpidas en él.
—El Ojo de Horus —dijo por encima de los gritos de las aves acuáticas.
—¿Qué es?
—Según la mitología egipcia, mientras Horus dormía, Set, su gran enemigo, le robó un ojo. Cuando despertó, Horus fue a ver a su madre y le pidió otro. Esto fue lo que Isis le dio, el ojo que todo lo ve. Se supone que tiene poderes mágicos. —Lo contempló con admiración—. Supongo que lo encontraron en la momia de Niethotep.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Los sacerdotes solían meter estos amuletos entre los vendajes de las momias para que las protegieran con sus poderes mágicos.
Le dio la vuelta y señaló algo. Logan se acercó. Tenía grabadas dos imágenes: un siluro y un cincel.
—Narmer —murmuró.
—Niethotep le arrebató incluso esto —dijo Tina. Suspiró, meneó la cabeza y le devolvió la reliquia.
—No, quédatela —repuso él.
Permanecieron un rato sentados sin decir nada, en un lento y reparador silencio, mientras la embarcación seguía navegando hacia el norte.
—¿Qué crees que hará Stone? —preguntó Logan al fin.
No había vuelto a ver al jefe de la expedición desde que habían tomado rumbo norte.
Tina lo miró.
—¿Te refieres a todo esto? Pues saldrá limpio de polvo y paja, como siempre. Además, tendrá una historia interesante que contar, suponiendo que alguien le crea. De todas maneras, por lo que he podido ver, hemos logrado rescatar la mayor parte de los objetos encontrados en la tumba.
—¿Rescatar, dices? Yo pensaba que eso era anatema para ti.
Tina sonrió con amargura.
—Normalmente sí, pero en este caso no teníamos elección. El descubrimiento era demasiado importante para dejar que se perdiera, en especial la gran cantidad de papiros que encontramos. A pesar de que plantean más preguntas que las que responden, contienen una información de incalculable valor.
—¿Te refieres a por qué Narmer estaba tan avanzado a su tiempo?
—En efecto. ¿Cómo es posible que tantas ceremonias, tanto arte y tantas creencias que pensábamos que no se habían desarrollado hasta siglos después tuvieran su origen en él? ¿Por qué se perdieron durante tanto tiempo?
—Creo que tengo una respuesta para la segunda pregunta —repuso Logan, y señaló el Ojo de Horus que Tina tenía todavía en la palma de la mano.
Ella asintió lentamente y cerró los dedos alrededor del amuleto.
—Al menos sé que no va a faltarme trabajo. Después de esto me esperan años de estudio e investigación.
Otro silencio largo. El sol descendió un poco más y se hundió tras el horizonte.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Tina al fin en voz muy baja.
Logan la miró en la creciente penumbra.
—¿Qué le pasó a Jennifer Rush? —quiso saber ella.
Logan tardó un momento en contestar, y cuando lo hizo fue para dar la respuesta que inconscientemente había ensayado desde que habían empezado a viajar río abajo, la más cómoda y convencional.
—Jennifer tenía ciertos… problemas psicológicos —dijo—. Rush no se lo contó a nadie porque creía que las dotes que su mujer había adquirido tras su experiencia cercana a la muerte la convertían en un elemento valioso para la expedición y compensaban sobradamente los problemas psicológicos que pudiera tener.
—Querrás decir que era valiosa para ese centro que Rush había fundado —replicó Tina con amargura—. Piensa en la fantástica publicidad que habría supuesto para él.
—No —repuso Logan—. No creo que Ethan pensara en su mujer en esos términos. La quería, la quería profundamente, pero su dedicación al centro acabó por nublarle el juicio. No se dio cuenta de la carga que esas sesiones representaban para ella.
—Entonces es que estaba ciego, porque yo lo veía con toda claridad. Al menos así fue cuando presencié su último tránsito. Si Ethan sabía que Jennifer era emocionalmente inestable, no tendría que haberla obligado a pasar por eso. Lo peor fue que tuviera que hacerlo más de una vez; sobre todo teniendo en cuenta el trauma personal de haber estado clínicamente muerta durante catorce minutos. No me extraña que llegara a convencerse de que estaba poseída por el espíritu de una muerta.
Logan no respondió, y Tina acabó lanzando un suspiro.
—El día en que presenciamos cómo Ethan le provocaba aquel trance hipnótico y le hacía todas esas preguntas, no pude evitar preguntarme qué sentía ella realmente cuando volvía de esos tránsitos. Pobre Jennifer…
Logan seguía sin responder. Recordaba una conversación que había tenido con Ethan Rush, una conversación muy distinta. «He estado pensando en lo que me dijiste —le había dicho el médico—, en que por haber estado tanto tiempo clínicamente muerta, por haber tenido una experiencia cercana a la muerte tan prolongada, pudiera haber perdido su…, su alma o como quieras llamarlo».
Catorce minutos…
—¿Volvía, dices? —respondió al fin—. No sabemos qué era lo que volvía realmente.
Pero su voz fue un murmullo tan tenue que, entre el ruido de los motores y el chapoteo de las olas, Tina no lo oyó.
S
i bien mi labor de investigación para
La tercera puerta
se nutre de numerosas fuentes basadas en hechos, los egiptólogos comprobarán que no he vacilado en cambiar fechas, ritos, creencias y muchos otros aspectos de la historia del Antiguo Egipto, tanto de carácter general como concreto, para adaptarlos al relato. Y a pesar de que el Sudd es un lugar que existe realmente, he alterado varios detalles geográficos, temporales y políticos de la marisma para convertirla en el lugar extraño e inhóspito que tan certeramente describió Alan Moorehead en
El Nilo Blanco
.
Sea como fuere,
La tercera puerta
es una obra de ficción y todos los personajes, hechos y detalles de la novela son enteramente imaginarios.
Muchas personas han contribuido a que este libro viera la luz. Quiero dar las gracias en especial al siempre paciente y animoso Jason Kaufman, lo mismo que a Rob Bloom, Douglas Preston, Greg Tear y Eric Simonoff.
Lincoln Child
es autor de
Utopía, Armonía letal, Tormenta
e
Infierno helado
. Junto con Douglas Preston, ha escrito varias novelas de gran éxito protagonizadas por el inspector Pendergast entre las que se encuentran
La danza del cementerio, Pantano de sangre, Sangre fría
y
Dos tumbas
. Actualmente vive en Morristown, New Jersey.