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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (22 page)

Sentí que se reía. Un momento después me echó los brazos al cuello y me juntó la cara.

—Bueno, se me pasó la cólera —dijo—. Porque vine decidida a sacarte los ojos. Ay de ti que me vuelvas a colgar el teléfono.

—Ay de ti que vuelvas a salir con el endocrinólogo —le dije, buscándole la boca—. Prométeme que nunca más saldrás con él.

Se apartó y me miró con un brillo pendenciero en los ojos.

—No te olvides que he venido a Lima a buscarme un marido —bromeó a medias—. Y creo que esta vez he encontrado lo que me conviene. Buen mozo, culto, con buena situación y con canas en las sienes.

—¿Estás segura que esa maravilla se va a casar contigo? —le dije, sintiendo otra vez furia y celos.

Cogiéndose las caderas, en una pose provocativa, me repuso:

—Yo puedo hacer que se case conmigo.

Pero al ver mi cara, se rió, me volvió a echar los brazos al cuello, y así estábamos, besándonos con amor-pasión, cuando oímos la voz de Javier:

—Los van a meter presos por escandalosos y pornográficos. —Estaba feliz y, abrazándonos a los dos, nos anunció: —La flaca Nancy me ha aceptado una invitación a los toros y hay que celebrarlo.

—Acabamos de tener nuestra primera gran pelea y nos pescaste en plena reconciliación —le conté.

—Cómo se nota que no me conoces —me previno la tía Julia—. En las grandes peleas yo rompo platos, araño, mato.

—Lo bueno de pelearse son las amistadas —dijo Javier, que era un experto en la materia—. Pero, maldita sea, yo vengo hecho unas pascuas con lo de la flaca Nancy y ustedes como si lloviera, qué clase de amigos son. Vamos a festejar el acontecimiento con un lonche.

Me esperaron mientras redactaba un par de boletines y bajamos a un cafecito de la calle Belén, que le encantaba a Javier, porque, pese a ser estrecho y mugriento, allí preparaban los mejores chicharrones de Lima. Encontré a Pascual y al Gran Pablito, en la puerta de Panamericana, piropeando a las transeúntes, y los regresé a la Redacción. Pese a ser de día y estar en pleno centro, al alcance de los ojos incontables de parientes y amigos de la familia, la tía Julia y yo íbamos de la mano, y yo la besaba todo el tiempo. Ella tenía unas chapas de serrana y se la veía contenta.

—Basta de pornografía, egoístas, piensen en mí —protestaba Javier—. Hablemos un poco de la flaca Nancy.

La flaca Nancy era una prima mía, bonita y muy coqueta, de la que Javier estaba enamorado desde que tenía uso de razón y a la que perseguía con una constancia de sabueso. Ella nunca había llegado a hacerle caso del todo, pero siempre se las arreglaba para hacerle creer que tal vez, que pronto, que la próxima. Ese prerromance duraba desde que estábamos en el colegio y yo, como confidente, amigo íntimo y celestino de Javier, había seguido todos sus pormenores. Eran incontables los plantones que la flaca Nancy le había dado, infinitas las matinés de domingo que lo había dejado esperándola a las puertas del Leuro mientras ella se iba al Colina o al Metro, infinitas las veces que se le había aparecido con otro galán en la fiesta del sábado. La primera borrachera de mi vida la tuve acompañando a Javier, a ahogar sus penas con capitanes y cerveza, en un barcito de Surquillo, el día que se enteró que la flaca Nancy le había dicho sí al estudiante de Agronomía Eduardo Tiravanti (muy popular en Miraflores porque sabía meterse prendido el cigarrillo a la boca y luego sacarlo y seguir fumando como si tal cosa). Javier lloriqueaba y yo, además de ser su paño de lágrimas, tenía la misión de ir a acostarlo a su pensión cuando hubiera llegado a un estado comatoso (“Me voy a mamar hasta las cachas”, me había prevenido, imitando a Jorge Negrete). Pero fui yo el que sucumbió, con ruidosos vómitos y un ataque de diablos azules en el curso del cual —era la versión canallesca de Javier— me había encaramado al mostrador y arengado a los borrachitos, noctámbulos y rufianes que constituían la clientela de El Triunfo.

—Bájense los pantalones que están ante un poeta.

Siempre me reprochaba, que en vez de cuidarlo y consolarlo en esa noche triste, lo hubiera obligado a arrastrarme por las calles de Miraflores hasta la quinta de Ocharán, en un estado tal de descomposición, que entregó mis restos a mi asustada abuela con este comentario desatinado:

—Señora Carmencita, creo que el Varguitas se nos muere.

Desde entonces, la flaca Nancy había aceptado y despedido a media docena de miraflorinos, y Javier había tenido también enamoradas, pero ellas no cancelaban sino robustecían su gran amor por mi prima, a la que seguía llamando, visitando, invitando, declarándose, indiferente ante las negativas, malacrianzas, desaires y plantones. Javier era uno de esos hombres que pueden anteponer la pasión a la vanidad y le importaban realmente un comino las burlas de todos los amigos de Miraflores, entre quienes su persecución de mi prima era un surtidor de chistes. (En el barrio un muchacho juraba que lo había visto acercarse a la flaca Nancy, un domingo, a la salida de misa de once, con la siguiente propuesta: "Hola Nancyta, linda mañana, ¿nos tomamos algo?, ¿una Coca-Cola, un champancito?") La flaca Nancy salía algunas veces con él, generalmente entre dos enamorados, al cine o a una fiesta, y Javier concebía entonces grandes esperanzas y entraba en estado de euforia. Así estaba ahora, hablando hasta por los codos, mientras nos tomábamos unos cafés con leche y unos sandwiches de chicharrón, en ese café de la calle Belén que se llamaba El Palmero. La tía Julia y yo nos tocábamos las rodillas bajo la mesa, teníamos entrelazados los dedos, nos mirábamos a los ojos, y, mientras, como una música de fondo, oíamos a Javier hablando de la flaca Nancy.

—La invitación la ha dejado impresionada —nos contó—. Porque, ¿quieres decirme qué pelagatos de Miraflores invita a una chica a los toros?

—¿Cómo has hecho? —le pregunté—. ¿Te sacaste la lotería?

—He vendido la radio de la pensión —nos dijo, sin el menor remordimiento—. Creen que ha sido la cocinera y la han despedido por ladrona.

Nos explicó que tenía preparado un plan infalible. En media corrida, sorprendería a la flaca Nancy con un regalo persuasivo: una mantilla española. Javier era un gran admirador de la Madre Patria y de todo lo que se relacionaba con ella: los toros, la música flamenca, Sarita Montiel. Soñaba con ir a España (como yo con ir a Francia) y lo de la mantilla se le había ocurrido al ver un aviso del periódico. Le había costado su sueldo de un mes en el Banco de Reserva pero estaba seguro que la inversión tendría frutos. Nos explicó cómo iban a ocurrir las cosas. Llevaría la mantilla a los toros discretamente envuelta y esperaría un momento de gran emoción para abrir el paquete, desplegar la prenda y colocarla sobre los hombros delicados de mi prima. ¿Qué pensábamos? ¿Cuál sería la reacción de la flaquita? Yo le aconsejé que redondeara las cosas, regalándole también una peineta sevillana y unas castañuelas y que le cantara un fandango, pero la tía Julia lo apoyó con entusiasmo y le dijo que todo lo que había planeado era lindo y que la Nancy, si tenía corazón, se emocionaría hasta los huesos. Ella, si un muchacho le hacía esas demostraciones, quedaría conquistada.

—¿No ves lo que te digo siempre? —me dijo, igual que si estuviera riñéndome—. Javier sí que es un romántico, enamora como se debería enamorar.

Javier, encantado, nos propuso que saliéramos los cuatro juntos, cualquier día de la próxima semana, al cine, a tomar té, a bailar.

—¿Y qué diría la flaca Nancy si nos ve de pareja? —le puse los pies en la tierra.

Pero él nos echó un baldazo de agua fría:

—No seas tonto, sabe todo y le parece muy bien, se lo conté el otro día. —Y al ver nuestra sorpresa, añadió, con cara de travieso:— Pero si con tu prima yo no tengo secretos, si ella, haga lo que haga, terminará casándose conmigo.

Me quedé preocupado al saber que Javier le había contado nuestro romance. Éramos muy unidos y estaba seguro que no iría a delatarnos, pero se le podía escapar algo, y la noticia correría como un incendio por el bosque familiar. La tía Julia se había quedado muda, pero ahora disimulaba dando bríos a Javier en su proyecto taurino-sentimental. Nos despedimos en la puerta del Edificio Panamericano y quedamos con la tía Julia en que nos veríamos esa noche, con el pretexto del cine. Al besarla, le dije al oído: "Gracias al endocrinólogo, me he dado cuenta que estoy enamorado de ti". Ella asintió: "Así estoy viendo, Varguitas".

Me la quedé viendo alejarse, con Javier, hacia el paradero de los colectivos, y sólo entonces advertí la gente aglomerada a las puertas de Radio Central. Eran sobre todo mujeres jóvenes, aunque había también algunos hombres. Estaban en filas de a dos, pero, a medida que llegaba más gente, la formación se descomponía, entre codazos y empujones. Me acerqué a curiosear porque supuse que la razón tenía que ser Pedro Camacho. En efecto, eran coleccionistas de autógrafos. Por la ventana del cubículo, vi al escriba, escoltado por Jesusito y por Genaro-papá, rasguñando una firma con arabescos en cuadernos, libretas, hojitas sueltas, periódicos, y despidiendo a sus admiradores con un gesto olímpico. Ellos lo miraban con embelesamiento y se le acercaban en actitud tímida, balbuceando palabras de aprecio.

—Nos da dolores de cabeza, pero, no hay duda, es el rey de la radiotelefonía nacional —me dijo Genaro-hijo, poniéndome una mano en el hombro y señalando el gentío:— ¿Qué te parece esto?

Le pregunté desde cuándo funcionaba lo de los autógrafos.

—Desde hace una semana, media hora al día, de seis a seis y media, hombre poco observador —me dijo el empresario progresista—. ¿No lees los avisos que publicamos, no oyes la radio en la que trabajas? Yo era escéptico, pero mira cómo me equivoqué. Creí que sólo habría gente para dos días y ahora veo que esto puede funcionar un mes.

Me invitó a tomar un trago al Bar del Bolívar. Yo pedí una Coca-Cola, pero él insistió en que lo acompañara con un whisky.

—¿Te das cuenta lo que significan estas colas? —me explicó—. Son una demostración pública de que los radioteatros de Pedro calan en el pueblo.

Le dije que no me cabía duda y él me hizo poner colorado recomendándome que, como yo tenía "aficiones literarias", siguiera el ejemplo del boliviano, aprendiera sus recursos para conquistar a las muchedumbres. "No debes encerrarte en tu torre de marfil", me aconsejó. Había mandado imprimir cinco mil fotos de Pedro Camacho y a partir del lunes los cazadores de autógrafos las recibirían como obsequio. Le pregunté si el escriba había amortiguado sus descargas contra los argentinos.

—Ya no importa, ahora puede hablar pestes contra quienquiera —me dijo, con aire misterioso—. ¿No sabes la gran noticia? El General no se pierde los radioteatros de Pedro.

Me dio precisiones, para convencerme. El General, como las cuestiones de gobierno no le daban tiempo para oírlos durante el día, se los hacía grabar y los escuchaba cada noche, uno tras otro, antes de dormir. La Presidenta en persona se lo había contado a muchas señoras de Lima.

—Parece que el General es un hombre sensible, a pesar de lo que dicen —concluyó Genaro-hijo—. De modo que si la cumbre está con nosotros, qué más da que Pedro se dé gusto contra los ches. ¿No se lo merecen?

La conversación con Genaro-hijo, la reconciliación con la tía Julia, algo, me había estimulado mucho y regresé al altillo a escribir con ímpetu mi cuento de los levitadores, mientras Pascual despachaba los boletines. Ya tenía el final: en uno de esos juegos, un palomilla levitaba más alto que los otros, caía con fuerza, se rompía la nuca y moría. La última frase mostraría las caras sorprendidas, asustadas de sus compañeros, contemplándolo, bajo un tronar de aviones. Sería un relato espartano, preciso como un cronómetro, al estilo de Hemingway.

Unos días después, fui a visitar a mi prima Nancy, para saber cómo había tomado la historia de la tía Julia. La encontré todavía bajo los efectos de la Operación Mantilla:

—¿Te das cuenta el papelón que pasé por ese idiota? —decía, mientras correteaba por toda la casa, buscando a Lasky—. De repente, en plena Plaza de Acho, abrió un paquete, sacó una capa de torero y me la puso encima. Todo el mundo se quedó mirándome, hasta el toro se moría de risa. Me hizo tenerla puesta toda la corrida. Y quería que saliera a la calle con esa cosa, figúrate. ¡Nunca he pasado tanta vergüenza en mi vida!

Encontramos a Lasky bajo la cama del mayordomo —además de ser peludo y feo, era un perro que siempre quería morderme—, lo llevamos a su jaula y la flaca Nancy me arrastró a su dormitorio a ver el cuerpo del delito. Era una prenda modernista y hacía pensar en jardines exóticos, en carpas de gitanas, en burdeles de lujo: tornasolada, anidaban en sus pliegues todos los matices del rojo, desde el bermellón sangre hasta el rosáceo arrebol, tenía nudosos y largos flecos negros y sus pedrerías y oropeles brillaban tanto que producían mareos. Mi prima hacía pases taurinos o se envolvía en ella, riéndose a carcajadas. Le dije que no le permitía burlarse de mi amigo y le pregunté si por fin le iba a hacer caso.

—Lo estoy pensando —me repuso, igual que siempre—. Pero como amigo me encanta.

Le dije que era una coqueta sin corazón, que Javier había llegado al robo para hacerle ese regalo.

—¿Y tú? —me dijo, doblando y guardando la mantilla en el ropero—. ¿Es cierto que estás con la Julita? ¿No te da vergüenza? ¿Con la hermana de la tía Olga?

Le dije que era cierto, que no me daba vergüenza y sentí que me ardía la cara. Ella también se confundió un poco, pero su curiosidad miraflorina fue más fuerte y disparó hacia el blanco:

—Si te casas con ella, dentro de veinte años serás todavía joven y ella una abuelita. —Me tomó del brazo y me despeñó por las escaleras hacia la sala—. Ven, vamos a oír música y allá me cuentas tu enamoramiento de pe a pa.

Seleccionó un alto de discos —Nat King Cole, Harry Belafonte, Frank Sinatra, Xavier Cugat—, mientras me confesaba que, desde que Javier le contó, se le ponían los pelos de punta pensando en lo que pasaría si se enteraba la familia. ¿Acaso nuestros parientes no eran tan metetes que el día que ella salía con un muchacho distinto diez tíos, ocho tías y cinco primas llamaban a su mamá a contárselo? ¡Yo enamorado con la tía Julia! ¡Qué tal escándalo, Marito! Y me recordó que la familia se hacía ilusiones, que yo era la esperanza de la tribu. Era verdad: mi cancerosa parentela esperaba de mí que fuera algún día millonario, o, en el peor de los casos, Presidente de la República. (Nunca comprendí por qué se había formado una opinión tan alta de mí. En todo caso, no por mis notas del colegio, que nunca fueron brillantes. Tal vez porque, desde chico, les escribía poemas a todas mis tías o porque fui, al parecer, un niño revejido que opinaba de todo.) Le hice jurar a la flaca Nancy que sería una tumba. Ella se moría por saber detalles del romance:

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