La tierra de las cuevas pintadas (123 page)

Se había alegrado sinceramente por él cuando volvió de su viaje con una mujer a la que a todas luces amaba, una mujer digna de su amor. Pero hasta ahora nunca se había dado cuenta de lo mucho que él la quería realmente. La Primera sintió una leve punzada de culpabilidad. Tal vez no debería haber presionado tanto a Ayla para atraerla a la zelandonia. Tal vez debería haberlos dejado en paz. Pero, en definitiva, había sido un designio de la Madre.

—Está muy fría. ¿Por qué está así? —preguntó Jondalar.

La dejó de nuevo tendida en la cama, se tumbó a su lado y luego cubrió su cuerpo desnudo con el suyo y tiró de las pieles para taparse ambos. El lobo se subió a la cama y se apretó contra Ayla desde el otro costado. El calor de Jondalar se propagó enseguida y lobo, con el suyo, contribuyó a conservarlo. Jondalar la estrechó durante largo rato al tiempo que la miraba, le besaba el rostro inmóvil y pálido, le hablaba, le rogaba, intercedía ante la Madre por ella, hasta que finalmente su voz, sus lágrimas y su calor, unido al del lobo, empezaron a penetrar en las profundidades más frías de Ayla.

Ayla lloraba en silencio.

—¡Tú eres la causante! ¡Tú eres la causante! —canturreaba la gente, acusándola.

De pronto sólo estaba allí Jondalar. Oyó el aullido de un lobo cerca.

—Lo siento, Jondalar —dijo con voz llorosa—. Siento haberte hecho daño.

Él tendió los brazos hacia ella.

—Ayla —dijo con un grito ahogado—. Dame un hijo. Te quiero.

Se encaminó hacia Jondalar, que estaba de pie al lado de Lobo, y pasó entre los dos; en ese momento sintió que algo tiraba de ella. De repente empezó a moverse, más rápido, mucho más rápido que antes, aunque a la vez se sentía clavada en el mismo sitio. Volvieron las misteriosas y extrañas nubes de antes y desaparecieron al cabo de un momento, pese a que a ella le pareció que había pasado una eternidad. A continuación la envolvió el vacío profundo y oscuro, una negrura sobrenatural infinita. Se precipitó en la bruma, y por un instante se vio a sí misma, con Jondalar, en una cama rodeada de candiles. Luego descubrió que estaba dentro de una concha pegajosa y gélida. Forcejeó intentando moverse, pero estaba rígida, helada. Finalmente parpadeó. Abrió los ojos y vio el rostro cubierto de lágrimas del hombre a quien amaba, y poco después sintió los lametones de la lengua cálida del lobo.

—¡Ayla! ¡Ayla! ¡Has vuelto! ¡Zelandoni! ¡Se ha despertado! ¡Doni, Gran Madre, gracias! ¡Gracias por devolvérmela! —exclamó Jondalar en medio de un llanto convulso. La sostenía entre sus brazos, llorando de alivio y amor, temeroso de abrazarla con fuerza excesiva y lastimarla, pero sin querer desprenderse de ella nunca más. Como tampoco ella quería desprenderse de él.

Por fin Jondalar dejó de estrecharla contra sí para que la donier pudiera verla.

—Sal de la cama, Lobo —ordenó Jondalar y empujó al animal hacia el borde—. Ya la has ayudado; ahora deja que la vea la Zelandoni.

El lobo abandonó la cama de un salto, pero se quedó sentado en el suelo mirándolos.

La Primera Entre Quienes Servían se inclinó sobre Ayla y la vio abrir los ojos de color gris azulado y esbozar una débil sonrisa. Asombrada, cabeceó.

—No creía que esto fuera posible. Estaba segura de que Ayla nos había dejado, se había perdido para siempre en un lugar oscuro e inaccesible, al que ni siquiera yo podría ir a buscarla para conducirla hasta la Madre. Temía que el canturreo fuera inútil, que no se pudiera hacer nada para salvarla. Empezaba a pensar que nada la traería de vuelta, ni mi esperanza más ferviente, ni el deseo ilimitado de todos los zelandonii, ni siquiera tu amor, Jondalar. Toda la zelandonia junta no habría sido capaz de conseguir lo que tú has conseguido. Casi estoy dispuesta a creer que habrías podido sacarla del mundo ultraterreno de Doni más profundo. Siempre he dicho que la Gran Madre Tierra nunca te negaría nada que le pidieras. Creo que esto es prueba de ello.

La noticia corrió por todo el campamento. Jondalar la había traído de vuelta. Jondalar había conseguido lo que para la zelandonia había sido imposible. En todo el campamento no había una sola mujer que en el fondo de su corazón no deseara ser amada así, ni había un solo hombre que no deseara conocer a una mujer a quien poder amar tanto. Ya empezaban a circular relatos, relatos que se contarían en torno a las fogatas de los hogares durante años, sobre el amor de Jondalar, tan grande que rescató a Ayla de entre los muertos.

Jondalar pensó en lo que había dicho la Zelandoni. Ya lo había oído antes, aunque no sabía bien qué significaba, pero le produjo cierto malestar oír que había sido tan favorecido por la Madre que ninguna mujer podía rechazarlo, ni siquiera la propia Doni; tan favorecido que si alguna vez pedía algo a la Madre, Ella se lo concedería. También le habían advertido que tuviera cuidado con lo que pedía, porque a lo mejor se lo daban, aunque tampoco eso lo había entendido muy bien.

Los primeros días después de aquello Ayla se sintió totalmente agotada; apenas podía moverse y estaba muy débil. Había momentos en que la donier se preguntaba si se recuperaría. Dormía mucho, y a veces permanecía tan inmóvil que costaba ver si aún respiraba, pero su sueño no siempre era apacible. En ocasiones tenía accesos de delirio, y empezaba a agitarse y dar vueltas y hablar en sueños, pero cada vez que abría los ojos Jondalar estaba allí. No se había separado de ella desde que despertó, salvo para ocuparse de sus necesidades básicas. Dormía en las pieles de dormir extendidas en el suelo junto a la cama.

Cuando Ayla parecía flaquear, la Zelandoni se preguntaba si él no era lo único que la mantenía en el mundo de los vivos. En realidad, así era, además de su propia voluntad innata de vivir, y los años de caza y ejercicio físico que le habían proporcionado un cuerpo fuerte y sano, capaz de recuperarse de experiencias devastadoras, incluso de aquellas que la acercaban a la muerte.

Lobo también permaneció a su lado casi todo el tiempo, pareciendo intuir cuándo estaba Ayla a punto de despertar. Jondalar ya no lo dejaba saltar y poner las patas sucias en la cama, pero Lobo descubrió que el lecho tenía la altura exacta para poder apoyar la cabeza en él estando de pie y observar a Ayla justo antes de que abriera los ojos. Jondalar y la Zelandoni llegaron a saber cuándo iba a despertar por las acciones del animal.

Jonayla se sentía tan feliz de que su madre hubiera despertado, y de que Jondy y su madre volvieran a estar juntos, que iba con frecuencia al alojamiento de la zelandonia para pasar un rato con ellos. Aunque no dormía allí, a veces se quedaba si estaban los dos despiertos, sentada en el regazo de Jondalar, o tumbada junto a su madre, e incluso dormía la siesta con ella. En otras ocasiones simplemente llegaba corriendo y sólo se quedaba un momento, como para convencerse de que todo seguía bien. Cuando Ayla se recuperó lo suficiente, ordenaba a Lobo que se fuera con Jonayla, aunque al principio el animal se sentía dividido y no sabía si quedarse con la mujer o irse con la niña.

También la donier andaba siempre cerca. Se sentía culpable por no haber prestado más atención al estado de Ayla desde su llegada. Pero las Reuniones de Verano le exigían mucho tiempo y dedicación, y el comportamiento de Ayla siempre había sido difícil de interpretar. Rara vez hablaba de sí misma o de sus problemas, y ocultaba demasiado bien sus sentimientos. Era fácil pasar por alto sus síntomas de angustia.

Ayla alzó la vista desde la cama y sonrió al gigante barbudo de espeso pelo rojo que la miraba. Si bien no se había recuperado del todo, acababa de trasladarse al campamento de la Novena Caverna. Un rato antes, cuando estaba despierta, Jondalar ya le había anunciado que Danug quería visitarla, pero se había adormilado por un momento antes de oír que pronunciaban su nombre en voz baja. Jondalar, sentado junto a ella, la tenía cogida de la mano. Jonayla estaba sentada en su regazo. Lobo, al lado de la cama, golpeteaba el suelo con el rabo, saludando al joven mamutoi.

—Me han pedido que te dijera, Jonayla, que Bokovan y varios niños más van a ir a jugar y a comer algo al alojamiento de Levela. También tienen guardados unos huesos para Lobo —dijo Danug.

—¿Por qué no vas, Jonayla, y te llevas a Lobo? —propuso Ayla, incorporándose—. Les gustaría verte, y esta Reunión de Verano esta a punto de acabarse. Cuando volvamos a casa, probablemente ya no los verás hasta el verano que viene.

—De acuerdo, madre. Además, empiezo a tener hambre, y puede que Lobo también. —La niña abrazó a sus padres y se encaminó hacia la entrada, seguida de Lobo. Este miró a Ayla y gimió antes de salir del alojamiento tras los pasos de Jonayla.

—Siéntate, Danug —ofreció Ayla, señalando un taburete. A continuación miró alrededor—. ¿Dónde está Druwez?

Danug tomó asiento al lado de Ayla.

—Aldanor necesitaba un amigo varón que no fuera pariente para algún asunto relacionado con su ceremonia matrimonial. Druwez accedió, porque yo tengo que participar como pariente adoptivo —respondió Danug.

Jondalar asintió en un gesto de comprensión.

—Es difícil aprender todo un conjunto de costumbres nuevas. Me acuerdo de cuando Thonolan decidió emparejarse con Jetamio. Como yo era su hermano, también establecía un lazo de parentesco con los sharamudoi, y por ser el único miembro de su familia presente, tuve que participar en las ceremonias.

Aunque ahora a Jondalar le costaba menos hablar del hermano que había perdido, Ayla advirtió su expresión de pesar. Sabía que siempre le ocasionaba una gran pena.

Jondalar se acercó a Ayla y le rodeó los hombros con el brazo. Danug sonrió a los dos.

—Antes de nada quiero deciros una cosa —comenzó con fingida severidad—. ¿Cuándo vais a saber de una vez a quién amáis? Debéis dejar de causaros problemas el uno al otro. Escuchadme bien: Ayla quiere a Jondalar y a ningún otro hombre; Jondalar quiere a Ayla y a ninguna otra mujer. ¿Os parece que seréis capaces de recordarlo? Nunca ha habido y nunca habrá nadie más para ninguno de los dos. Voy a imponeros una regla que tendréis que acatar el resto de vuestras vidas. Me da igual que los demás se apareen con quien les venga en gana; vosotros sólo podéis aparearos el uno con el otro. Si alguna vez me entero de lo contrario, volveré y os ataré a los dos juntos. ¿Entendido?

—Sí, Danug —respondieron Jondalar y Ayla al unísono. Ella se volvió para sonreír a Jondalar, que le sonreía a ella, y luego los dos miraron a Danug con expresión risueña.

—Y yo voy a contarte un secreto —dijo Ayla—. En cuanto podamos, iniciaremos un bebé juntos.

—Pero todavía no —intervino Jondalar—. No hasta que la Zelandoni diga que estás del todo recuperada. ¡Pero ya verás cuando lo estés, mujer!

—No sé cuál de los dones es el mejor —señaló Danug con una sonrisa—. El don del placer o el don del conocimiento. La Madre debe de querernos mucho para que haya dispuesto las cosas de tal manera que iniciar una vida nueva sea tan placentero.

—Es verdad —coincidió Jondalar.

—He intentado traducir el Canto a la Madre zelandonii al mamutoi para dárselo a conocer a todos, y cuando vuelva, buscaré una compañera para iniciar un hijo varón —dijo Danug.

—¿Y qué tiene de malo una hija? —preguntó Ayla.

—No tiene nada de malo, sólo que yo no podría ponerle el nombre. Quiero un hijo varón para eso. Nunca le he puesto el nombre a un niño —contestó Danug.

—Nunca has tenido un hijo al que poner un nombre —observó Ayla, y se rio.

—Bueno, es verdad —admitió Danug con cierto pesar—. Al menos no que yo sepa, pero tú ya me entiendes. Nunca he tenido la oportunidad.

—Yo me hago cargo de cómo se siente. A mí me da igual si tenemos un niño o una niña, pero me pregunto qué siente uno al poner nombre a un hijo —comentó Jondalar—. Pero, dime, Danug, ¿y si los mamutoi no aceptan la idea de que los hombres deben poner el nombre a los niños?

—Basta con que me asegure de que mi futura compañera esté de acuerdo —contestó Danug.

—Así es —dijo Ayla—. Pero ¿por qué tienes que volver para buscar una compañera, Danug? ¿Por qué no te quedas aquí, como Aldanor? Seguro que podrías encontrar una mujer zelandonii que estuviera encantada de emparejarse contigo.

—Y las mujeres zelandonii son muy guapas, eso desde luego, pero en muchos sentidos me parezco a Jondalar. Viajar puede ser emocionante, pero necesito volver con mi gente para establecerme. Además, aquí sólo hay una mujer por la que me quedaría, Ayla —declaró Danug, guiñando un ojo a Jondalar—, y ella ya tiene a otro.

Jondalar se echó a reír, pero algo en la mirada de Danug, en su tono de voz, llevó a Ayla a preguntarse si su comentario jocoso había sido del todo en broma.

—Yo no puedo por menos que alegrarme de que ella estuviera dispuesta a acompañarme a casa en mi regreso —dijo Jondalar. La miró con sus ojos de un vivo color azul, y ella sintió un cosquilleo en lo más hondo de su ser—. Danug tiene razón. Doni debe de querernos mucho para disponer las cosas de tal manera que crear niños sea tan placentero.

—Para una mujer no es todo placer, Jondalar. Dar a luz puede ser muy doloroso —señaló Ayla.

—Pero tú misma dijiste que el parto de Jonayla fue fácil, Ayla —dijo Jondalar, arrugando la frente en su gesto habitual.

—Incluso un parto fácil es doloroso, Jondalar. Lo que pasa es que este no fue tan malo como esperaba —explicó Ayla.

—No quiero causarte dolor —dijo Jondalar, volviéndose hacia ella—. ¿Seguro que deberíamos tener otro? —De pronto se acordó de que la compañera de Thonolan murió en el parto.

—No seas tonto, Jondalar. Claro que vamos a tener otro hijo. Yo también quiero uno, ¿sabes? No eres el único. Y no es para tanto. Pero si no quieres iniciar uno, a lo mejor encuentro a otro hombre dispuesto —dijo con una sonrisa burlona.

—Ni hablar —repuso Jondalar, dándole un apretón en el hombro—. Danug acaba de decirte que no puedes aparearte con nadie más que conmigo, ¿recuerdas?

—Nunca he querido aparearme con otro hombre que no fueras tú, Jondalar. Tú eres quien me enseñó el don del placer de la Madre. Nadie sería capaz de darme más, tal vez por lo mucho que te quiero —afirmó Ayla.

Jondalar giró el rostro para ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos, pero Danug miraba en otra dirección, fingiendo no darse cuenta. Cuando Jondalar volvió otra vez la cabeza, miró a Ayla muy serio:

—Nunca te he dicho cuánto siento lo sucedido con Marona. Lo cierto es que no la deseaba mucho, pero ella me lo puso muy fácil. No quise decírtelo porque temía hacerte daño. A partir del momento en que nos descubriste juntos, no paraba de pensar en lo mucho que debías de odiarme. Quiero que sepas que sólo te amo a ti.

Other books

Sophie and the Rising Sun by Augusta Trobaugh
The Emerald Virus by Patrick Shea
The Happy Prisoner by Monica Dickens
A Kind of Eden by Amanda Smyth