La tierra de las cuevas pintadas (52 page)

Capítulo 18

—Matagan, ¿has visto a Jonayla y Jondalar? —preguntó Ayla cuando vio salir al joven cojo del anexo construido al lado de la vivienda.

Ahora habitaban allí Matagan y otros dos jóvenes: Jonfilar, que había llegado de algún lugar del oeste, cerca de las Grandes Aguas, y Garthadal, cuya madre, jefa de su caverna, lo había acompañado desde unas lejanas tierras situadas al sudeste después de oír hablar de las habilidades de Jondalar.

Pasados cuatro años, Matagan era el aprendiz más antiguo de Jondalar y había adquirido tal destreza que ayudaba a su maestro a enseñar a los más jóvenes. Habría podido volver a la Quinta Caverna, o a casi cualquier otra caverna, como experto tallador de pedernal con derecho propio, pero para entonces consideraba la Novena Caverna su hogar y prefería quedarse a trabajar con su mentor.

—Los he visto hace un rato camino del cerco de los caballos. Creo que ayer oí a Jondalar prometer a Jonayla que hoy la llevaría a montar si no llovía. Esa niña, a pesar de lo pequeña que es, monta cada día mejor a Gris, aunque todavía no sea capaz de subirse y bajarse sola.

Ayla sonrió para sí al evocar el recuerdo de Jondalar a lomos de Corredor con Jonayla sentada ante él cuando su hija aún ni siquiera andaba, y tanto Ayla como Jondalar habían adiestrado a Gris para llevar encima a la pequeña, abrazada al grueso cuello de la yegua. La niña y la joven yegua crecieron juntas, y Ayla pensaba que el lazo entre ambas era tan estrecho como el que existía entre Whinney y ella misma. Jonayla tenía buena mano con los caballos, incluido el corcel; en cierto modo mejor que su madre, porque había aprendido a guiarlos con el cabestro y el dogal, tal como hacía Jondalar. Ayla aún dirigía a Whinney mediante el lenguaje corporal y al montar no se sentía tan cómoda empleando la técnica de Jondalar.

—Cuando vuelvan, ¿puedes decirle a Jondalar que esta noche llegaré tarde? Es posible que no regrese hasta mañana por la mañana. ¿Te has enterado de que esta mañana se ha caído un hombre de lo alto de la pared rocosa cerca del Vado? —preguntó Ayla.

—Sí. Es un visitante, ¿no? —dijo Matagan.

—Un vecino de Hogar Nuevo. Antes vivía en la Séptima Caverna, y ahora está en Monte del Oso. No entiendo cómo se le puede ocurrir a alguien escalar la Roca Alta estando tan mojada por la lluvia. En las pendientes más empinadas ha habido corrimientos de barro; probablemente arriba también era todo un barrizal —comentó Ayla.

«Ha sido una primavera lluviosa», pensó. «Desde aquel invierno tan frío que auguró Marthona hace unos años, en primavera llueve como nunca antes.»

—¿Cómo está? —preguntó Matagan. Sabía lo que era sufrir las consecuencias de una decisión poco acertada.

—Muy grave. Con varios huesos rotos y no sé qué más. Me temo que la Zelandoni pasará toda la noche en vela con él. Yo me quedaré a ayudarla —explicó Ayla.

—Contigo y con la Primera allí, seguro que recibe las mejores atenciones posibles —afirmó Matagan, y sonrió—. Lo sé por experiencia.

Ayla le devolvió la sonrisa.

—Eso espero. Ya ha ido un mensajero para avisar a su familia. No tardarán en llegar. Proleva está preparando una comida para ellos y varias personas más en el hogar principal. Seguro que habrá suficiente para ti y los chicos, y también para Jondalar y Jonayla —añadió, dándose ya media vuelta para regresar apresuradamente.

Mientras volvía, no pudo dejar de pensar en Jonayla y los animales. Cuando tenía que ausentarse, Lobo unas veces se quedaba con Jonayla, otras se marchaba con ella. Si se iba con la Zelandoni para ayudar a alguien en otra caverna, Lobo solía acompañarla, pero cuando debía hacer «sacrificios» y sobrellevar «pruebas» como parte de su adiestramiento —pasar las noches en vela, renunciar a los placeres, ayunar—, acostumbraba a ir sola.

A menudo se alojaba en el pequeño refugio conocido como Cavidad de la Roca de la Fuente, que era bastante cómodo. Estaba justo al lado de Profundidad de la Roca de la Fuente, llamada a veces Profundidad de Doni, la larga cueva que fue el primer lugar sagrado que vio nada más instalarse con los zelandonii. La Roca de la Fuente estaba a un par de kilómetros de la Novena Caverna y el último trecho era una cuesta suave pero prolongada hasta lo alto de la pared rocosa. Esa cueva larga y pintada tenía otros nombres, sobre todo entre los zelandonia, tales como Entrada a la Matriz de la Madre o Canal del Parto de la Madre. Era el lugar más sagrado de la región.

A veces Jondalar no se quedaba muy contento cuando ella tenía que irse, pero nunca le importaba cuidar de Jonayla, y Ayla veía con satisfacción que estuviera desarrollándose entre ellos una relación tan estrecha. Incluso había empezado a enseñar a la niña a tallar pedernal junto con sus aprendices.

Las reflexiones de Ayla se vieron interrumpidas cuando advirtió que dos mujeres avanzaban hacia ella, Marona y su prima. Siempre que Wylopa se cruzaba con ella, la saludaba con la cabeza y sonreía, y aunque parecía poco sincera, Ayla le devolvía la sonrisa. Por lo general, Marona se limitaba a dirigirle un brevísimo gesto, y Ayla le respondía en consonancia. Si no había nadie cerca, Marona ni siquiera llegaba a eso, pero en esta ocasión sí le sonrió y Ayla volvió a mirarla. No fue una sonrisa agradable, desde luego, sino más bien una mueca, una mueca de regodeo.

Desde el regreso de Marona, Ayla no podía evitar preguntarse por qué había vuelto a la Novena Caverna. Tenía entendido que la Quinta Caverna la había aceptado bastante bien, e incluso le habían oído comentar al poco tiempo de su llegada que la Quinta le gustaba más. «También yo prefiero que esté allí», pensó Ayla.

No era sólo porque Marona y Jondalar hubiesen sido pareja en otro tiempo, sino más bien porque nadie la había tratado con más malevolencia y desdén, empezando por la treta de la ropa interior masculina que le había dado para que la gente se riera de ella. Pero Ayla había afrontado dignamente las risas y se había ganado así el respeto de la Novena Caverna. Ahora, sobre todo cuando montaba a Whinney, a menudo se ponía intencionadamente un traje parecido a aquel, y lo mismo hacían otras muchas mujeres, para escarnio de Marona. Los calzones ligeros y una túnica sin mangas de piel suave eran muy cómodos en los días cálidos.

Ayla había oído contar a unos parientes de Matagan, de visita en la Novena Caverna, que Marona había enfurecido a ciertas mujeres de alta posición en la Quinta Caverna, familiares de Kemordan, el jefe, o su compañera: por lo visto, había convencido a un hombre prometido a una de dichas mujeres para que se fugara con ella. Con su pelo rubio, casi blanco, y sus ojos de color gris oscuro, resultaba una mujer atractiva, pese a que, pensaba Ayla, las arrugas que se le formaban tan a menudo en la frente por fruncir el entrecejo empezaban a grabarse más profundamente en su cara. Al igual que casi todas sus relaciones, esa no duró mucho, y él, después de expresar su arrepentimiento y llevar a cabo una compensación satisfactoria, fue aceptado de nuevo, pero ella no recibió un trato tan favorable. Cuando Ayla se acercó a la vivienda de la Zelandoni, sus reflexiones pasaron a segundo plano al cobrar prioridad en su cabeza la situación del herido.

Más tarde, esa noche, cuando salió de la morada de la donier, que era a la vez su hogar y una enfermería, vio a Jondalar sentado junto a Joharran, Proleva y Marthona. Habían acabado de comer y bebían una infusión mientras vigilaban a Jonayla y la hija de Proleva, Sethona. Jonayla era una niña feliz y saludable y, a decir de todos, muy bonita, con el pelo rizado, sedoso y muy claro y unos extraordinarios ojos de color azul intenso, como los de Jondalar. Para Ayla, Jonayla era lo más hermoso que había visto jamás, pero como se había criado en el clan, era reacia a expresar esos pensamientos sobre su propia hija. Podían traer mala suerte, y cuando intentaba ser objetiva, pensaba que era inevitable sentir eso por su propia hija, pero en el fondo le costaba creer que una niña tan maravillosa fuera suya.

Sethona, la prima carnal de Jonayla, nacida sólo unos días antes que ella y permanente compañera de juego suya, tenía el pelo rubio oscuro y los ojos grises. Ayla le veía un parecido con Marthona; la niña mostraba ya aspectos de la dignidad y la elegancia de la antigua jefa, así como su mirada clara y directa. Ayla posó la atención en la madre de Joharran y Jondalar. A Marthona se le notaba la edad: tenía el pelo más gris, el rostro más arrugado. Pero no era sólo por su aspecto físico. No se encontraba bien, y eso preocupaba a Ayla. La Zelandoni y ella ya habían hablado del estado de Marthona, y de todos los posibles remedios y tratamientos para ayudarla, pero las dos sabían que era inevitable que algún día Marthona caminase por el otro mundo, y si acaso, podían retrasar ese momento.

Aunque Ayla había perdido a su verdadera madre, consideraba una suerte haber tenido a Iza, la curandera del clan, como madre en su infancia, y a Creb, el Mog-ur, como hombre de su hogar. Nezzie, de los mamutoi, era la mujer que deseó adoptarla como hija en el Campamento del León, aunque al final lo hizo el Mamut del Hogar del Mamut. La madre de Jondalar había tratado a Ayla como a una hija desde el principio, y ella veía a Marthona como a una madre, su madre zelandonii. También se sentía muy unida a la Zelandoni, pero esta era más bien mentora y amiga.

Lobo observaba a las niñas con la cabeza apoyada en las patas delanteras. Había advertido la llegada de Ayla, pero, al ver que ella no se unía inmediatamente al grupo, levantó la cabeza y la miró, lo que indujo a los demás a mirarla también. Ayla tomó entonces conciencia de que se había detenido de tan abstraída como estaba en sus pensamientos. Se puso de nuevo en marcha en dirección a ellos.

—¿Cómo está el herido? —preguntó Joharran cuando ella se acercó.

—Aún es difícil saberlo. Le hemos puesto tablillas en los huesos rotos de las piernas y un brazo, pero no sabemos qué puede habérsele roto por dentro. Todavía respira, pero no se ha despertado. Su compañera y su madre están con él ahora —respondió Ayla—. La Zelandoni considera que debe quedarse con ellos, pero alguien debería llevarle algo para comer, y quizá así la familia se anime a salir y comer también.

—Yo le llevaré la comida a la Zelandoni e intentaré convencerles para que salgan —se ofreció Proleva, levantándose y acercándose a la pila de platos para visitantes. Cogió uno de marfil, hecho a partir de un fragmento de un gran colmillo de mamut y pulido con arenisca, y seleccionó varios trozos de carne del cabrito montés que habían asado al espetón. Era un festín poco habitual. Varios cazadores de la Novena y las cavernas vecinas habían salido a cazar íbices, y los había acompañado la suerte. Añadió unas hojas de verdura y tallos de cardo recién cogidos, poco hechos, junto con algunas raíces. Luego lo llevó todo a la entrada de la vivienda de la Zelandoni y rascó el trozo de cuero sin curtir contiguo a la cortina de piel tupida que cubría la puerta. Al cabo de un momento, entró. Poco después, salió con la compañera y la madre del herido, los llevó al hogar principal y les entregó unos platos reservados para visitantes.

—Debería volver a entrar —anunció Ayla, mirando a Jondalar—. ¿Te ha dicho Matagan que esta noche probablemente llegaré tarde?

—Sí. Ya acuesto yo a Jonayla —contestó él, a la vez que se ponía en pie y cogía a la niña. Abrazó a su compañera, rozándole las mejillas, mientras Ayla los estrechaba a los dos.

—Hoy he montado a Gris —dijo Jonayla—. Jondé me ha sacado a pasear. Él ha montado a Corredor. Whinney también ha venido, pero no tenía a nadie que la montara. ¿Por qué no has venido, mamá?

—Ojalá hubiera podido, bebé —dijo Ayla, y los abrazó de nuevo a los dos. El apelativo cariñoso que había elegido para su hija era el nombre del cachorro de león herido que en otro tiempo encontró, cuidó hasta devolverle la salud y luego crio. Era una modificación de la palabra empleada por el clan para «niño» o «pequeño»—. Pero hoy un hombre se ha caído y se ha hecho daño. La Zelandoni ha intentado curarlo y yo he estado ayudándola.

—Cuando se ponga mejor, ¿vendrás? —preguntó Jonayla.

—Sí, cuando se ponga mejor, iré a montar contigo —respondió Ayla, pensando, si es que se pone mejor, y después se volvió hacia Jondalar—: ¿Por qué no te llevas también a Lobo?

Había advertido que la compañera del hombre herido miraba al animal con recelo. Todo el mundo había oído hablar del lobo y muchos lo habían visto, al menos de lejos, pero pocos se sentaban a comer cerca de él. La mujer también había observado con extrañeza a Ayla, sobre todo después de oír la palabra que había empleado para llamar a su hija. Incluso modificada, tenía un sonido claramente peculiar y desconocido para ella.

Después de marcharse Jondalar con Jonayla y Lobo, Ayla volvió a la vivienda de la Zelandoni.

—¿Ha mejorado Jacharal? —preguntó.

—No, por lo que yo he podido ver —contestó La Que Era la Primera. Se alegraba de que las dos parientas del herido no estuvieran presentes, porque así podían hablar con franqueza—. A veces la gente se consume en este estado durante un tiempo. Si alguien consigue administrarles agua y alimento, aguantan más, pero si no, mueren en cuestión de días. Es como si el espíritu estuviese confuso, como si el elán no supiese bien si quiere abandonar este mundo mientras el cuerpo aún respira, pese a que el resto ha sufrido daños irreparables. A veces despiertan, pero no son capaces de moverse, o alguna parte de ellos queda paralizada o no sana bien. En algunos casos, con el tiempo, algunos se recuperan de una caída como esta, pero es poco probable.

—¿Ha perdido fluidos por la nariz o las orejas? —preguntó Ayla.

—No desde que está aquí. Tiene una herida en la cabeza, pero no parece muy profunda; es sólo un arañazo superficial. Tiene tantos huesos rotos que el verdadero daño, sospecho, es interno. Esta noche me quedaré a velarlo.

—Yo te acompañaré. Jondalar se ha llevado a Jonayla, y a Lobo. La compañera de este hombre parecía a disgusto cerca de Lobo —explicó Ayla—. Pensaba que a estas alturas la mayoría de la gente ya se habría acostumbrado a él.

—Supongo que no ha tenido tiempo para acostumbrarse a tu lobo. Se llama Amelana. La madre de Jacharal me ha contado la historia. Él se fue de viaje al sur, se emparejó con ella allí y la trajo. Ni siquiera estoy segura de si nació en territorio zelandonii o cerca. Las fronteras de los territorios no siempre están claras. Parece hablar nuestra lengua bastante bien, aunque con ese dejo del sur, un poco como Beladora, la compañera de Kimeran.

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