La tierra de las cuevas pintadas (53 page)

—Mira que recorrer un camino tan largo para ahora quedarse quizá sin hombre… ¡Qué lástima! No sé qué habría hecho yo si le hubiese pasado algo a Jondalar nada más llegar aquí, o incluso ahora —comentó Ayla, y se estremeció sólo de pensarlo.

—Te quedarías aquí y seguirías preparándote para llegar a ser Zelandoni, como hasta ahora. Tú misma lo dijiste: no tienes ningún sitio adónde volver. No harías el largo viaje de regreso hasta los mamutoi tú sola, ¿y acaso ellos no te adoptaron? Aquí estás más que adoptada. Este es tu sitio. Eres una zelandonii.

Ayla se sorprendió un poco por la vehemencia con que habló la Primera, pero sintió sobre todo gratitud. Le permitió constatar que su presencia allí era deseada.

No fue a la mañana siguiente cuando Ayla regresó a casa, sino dos días después, a primera hora. El sol acababa de salir, y Ayla se detuvo un momento para contemplar el colorido luminoso, más intenso en determinado punto, que comenzaba a saturar el cielo más allá del Río. Ya no llovía, pero unas nubes bajas flotaban en el horizonte formando hebras vaporosas de vivos rojos y dorados. Cuando la luz cegadora asomó por encima de las paredes de roca, Ayla intentó protegerse los ojos para observar las formaciones montañosas cercanas y comparar el punto por donde apareció el intenso resplandor con el lugar por el que había salido el día anterior.

Pronto se le exigiría que tomase nota de las salidas y puestas del sol durante todo un año. La parte más dura de esa tarea, según le habían contado otros miembros de la zelandonia, era la falta de sueño, sobre todo al observar la luna, que unas veces aparecía y desaparecía en pleno día, y otras en plena noche. El sol, claro, siempre salía por la mañana y se ponía al atardecer, y se desplazaba por el horizonte de una manera predecible, aunque algunos días eran más largos que otros. Durante medio año, conforme aumentaban las horas de luz, se ponía cada vez un poco más al norte, hasta que permanecía en el mismo sitio durante un tiempo en pleno verano, cuando los días eran más largos, el período del llamado «Día Largo del Verano». Luego se invertía la dirección, y el sol se ponía un poco más al sur cada día y disminuían las horas de luz, hasta llegar a un punto en que el día y la noche eran de la misma duración y el sol se ponía casi directamente al oeste, y entonces volvía a permanecer en el mismo sitio durante unos días en medio del invierno, el período del «Día Corto del Invierno».

Ayla había hablado con la madre de Jacharal y Amelana, y empezaba a conocer mejor a la joven. Tenían al menos una cosa en común: las dos eran forasteras que se habían emparejado con hombres zelandonii. Ella era muy joven, advirtió Ayla, y un tanto imprevisible y caprichosa. Estaba embarazada y todavía tenía náuseas por las mañanas. Ayla deseaba sinceramente poder ayudar más a Jacharal, tanto por él mismo como por Amelana.

Ayla y la Zelandoni lo vigilaban atentamente, por su propio interés y el del herido. Querían observar su evolución para saber más sobre estados como el suyo. De momento habían conseguido darle un poco de agua, pero tragaba sólo en un acto reflejo y a veces se atragantaba. Por más esfuerzos que ellas hicieran, Jacharal no despertaba. Mientras estaban juntas, la Zelandoni también dedicó algunos ratos a instruir a Ayla sobre las maneras de obrar de los zelandonia. Hablaron de medicinas y prácticas curativas y llevaron a cabo varias ceremonias en un intento por obtener la ayuda de la Gran Madre Tierra. Ayla conocía sólo una parte de aquello. Aún no habían hecho participar a toda la comunidad en las ceremonias de curación, que eran mucho más elaboradas y formales.

También hablaron de un inminente viaje que la mujer de mayor edad deseaba realizar con su acólita, un largo viaje que se prolongaría durante todo el verano, y deseaba salir cuanto antes. Había varios emplazamientos sagrados al sur y el este que, según la Primera, debían visitar. No irían solas. Además de Jondalar, las acompañarían Willamar, el maestro de comercio, y sus dos jóvenes ayudantes. Mientras conversaban sobre quién más debía emprender el viaje con ellas, salió a colación Jonokol. La idea de viajar tan lejos para ver nuevos lugares era emocionante, pero Ayla sabía que también sería arduo, y daba gracias por tener los caballos. Así, viajar sería mucho más fácil para ella y para la Primera. Por otro lado, a la Zelandoni le complacía llegar a los sitios en la angarilla tirada por Whinney. Creaba revuelo, y a ella le gustaba todo aquello que captaba la atención sobre la zelandonia y la importancia del puesto de la Primera.

Cuando Ayla llegó a su morada, pensó en preparar una infusión matutina para Jondalar, pero estaba extenuada. Apenas había dormido, porque había velado al herido para que la Zelandoni pudiera reposar. Por la mañana, la donier la había enviado a casa para que descansara. Era tan temprano que nadie había despertado aún, salvo Lobo, que la esperaba fuera para saludarla. Ayla sonrió al verlo. Le parecía increíble que él supiera siempre cuándo iba a llegar, o adónde iba.

Al entrar, Ayla vio que Jonayla dormía junto a Jondalar. La niña tenía sus propias pieles de dormir, más pequeñas, junto a las de ellos, pero le gustaba meterse entre Jondalar y su madre, y cuando Ayla no estaba, cosa que ocurría cada vez con mayor frecuencia, se acomodaba con él. Ayla iba a coger a Jonayla para colocarla en su propio espacio de dormir, pero cambió de idea y decidió no molestarlos. No tardarían en levantarse. Ayla fue a la cama de Jonayla, que era pequeña, y aunque disponían de más material para un lecho en la zona de almacenamiento, se contentó con reacomodar un poco la cama de la niña. Cuando Jondalar despertó y vio a Ayla dormida en el sitio de Jonayla, primero sonrió, pero enseguida frunció el entrecejo. Pensó que debía de estar muy cansada, pero echaba de menos tenerla a su lado.

Jacharal murió al cabo de unos días, sin llegar a despertar. Ayla utilizó la parihuela para trasladarlo hasta la Séptima Caverna. Su madre deseaba que la ceremonia fúnebre se celebrase allí con la idea de enterrarlo cerca para que su elán se hallase en un lugar conocido mientras buscaba el camino al otro mundo. Participaron en el ritual de enterramiento Ayla, Jondalar, la Zelandoni y varias personas más de la Novena Caverna y de otras cercanas, así como todos los habitantes de Monte del Oso. Después, Amelana se acercó a la Zelandoni y Ayla y les preguntó si podía hablar con ellas.

—Alguien me ha dicho que tenéis previsto viajar al sur pronto. ¿Es así? —quiso saber Amelana.

—Sí —contestó la Zelandoni, preguntándose qué querría la joven. Lo imaginaba y se planteaba ya cómo abordar la cuestión.

—¿Podéis llevarme? Quiero volver a casa —dijo la joven con los ojos anegados en lágrimas.

—Pero tu casa es esta, ¿no? —repuso la Primera.

—No quiero quedarme aquí —exclamó Amelana—. Yo no sabía que Jacharal quería trasladarse a Hogar Nuevo y vivir en Monte del Oso. A mí no me gusta. Allí no hay nada. Está todo por hacerse o construirse, incluso nuestra vivienda, y aún no está acabada. Tampoco hay Zelandoni. Estoy embarazada y tendría que ir a otra caverna a tener a mi hijo. Ahora ni siquiera tengo a Jacharal. Ya le dije que no subiera a la Roca Alta.

—¿Has hablado con la madre de Jacharal? Seguro que podrías quedarte en la Séptima Caverna.

—No quiero quedarme en la Séptima Caverna. Tampoco conozco a la gente de allí, y algunos no me han tratado muy bien porque soy del sur. Al fin y al cabo, yo también soy zelandonii.

—Podrías irte a la Segunda Caverna. Beladora es del sur —aconsejó la Primera.

—Ella es del sur, pero de más al este, y es la compañera de un jefe. En realidad, yo no la conozco. Sólo quiero volver a casa. Quiero tener a mi hijo allí. Echo de menos a mi madre —dijo Amelana, y rompió a llorar.

—¿De cuánto estás? —preguntó la Zelandoni.

—Dejé de sangrar hace más de tres lunas —contestó ella, sorbiéndose la nariz.

—Bueno, si tan segura estás de que quieres irte, te llevaremos —accedió la Zelandoni.

La joven sonrió entre lágrimas.

—¡Gracias! ¡Gracias!

—¿Sabes dónde está tu caverna?

—Está en el centro de las tierras altas, un poco al este, no muy lejos del Mar del Sur.

—Puede que no vayamos allí directamente. Tenemos que detenernos en algunos sitios por el camino.

—Eso no me importa —respondió Amelana, y con un tono un poco vacilante, añadió—: Pero me gustaría llegar a casa antes de que nazca el niño.

—Creo que será posible —dijo La Que Era la Primera.

Al marcharse Amelana, la Zelandoni comentó entre dientes:

—El apuesto desconocido visita tu caverna y te parece muy romántico fugarte con él para fundar un hogar en un sitio nuevo. Seguro que rogó a su madre con el mismo empeño que ahora para que la dejara emparejarse y marcharse a vivir con él. Pero una vez aquí descubre que este lugar no es tan distinto del otro, y que además no conoce a nadie. Para colmo, su nuevo y estimulante compañero decide unirse a un grupo que desea crear otra caverna. Esperan que a ella le haga la misma ilusión que a ellos crear un espacio propio, pero no van muy lejos de la antigua caverna, se quedan al otro lado del monte, y están con gente que conocen.

»Amelana es una forastera, con una manera de hablar un poco distinta, probablemente acostumbrada a los mimos, que se ha ido a vivir a un lugar nuevo donde las costumbres y las expectativas son un poco distintas. No necesita la emoción de crear un hogar nuevo, acaba de trasladarse a un sitio nuevo. Necesita establecerse y conocer a la gente nueva. Pero su compañero, que ya ha demostrado que le gustan los riesgos por el mero hecho de emprender un viaje, está dispuesto a iniciar la aventura de crear una nueva caverna con personas que son amigos y parientes suyos, pero no de ella.

»Probablemente los dos empezaban a arrepentirse de su emparejamiento precipitado, a discutir por sus diferencias, tanto las percibidas como las reales, y de pronto ella descubre que está embarazada sin tener a nadie que se alegre de ello. Su madre y sus tías, y todas sus hermanas y primas y amigas, están en la tierra que ella abandonó. Y un día su compañero, amante del peligro, se expone a un riesgo más y muere. Quizá lo mejor para todos es que vuelva a su hogar, un poco más sensata que antes gracias a la aventura. Realmente aquí no tiene a nadie con quien mantener un vínculo estrecho.

—Yo no tenía a nadie aquí cuando llegué —dijo Ayla.

—Sí lo tenías. Tenías a Jondalar —corrigió la Zelandoni.

—Has dicho que su compañero ya había demostrado que le gustaban los riesgos emprendiendo un viaje. Yo conocí a Jondalar en su viaje. ¿No lo convertía eso en un hombre a quien le gustaba el riesgo?

—No era él el aficionado al riesgo, sino su hermano. Él se marchó para estar con Thonolan, para protegerlo, conociendo su tendencia a precipitarse hacia situaciones precarias. Y aquí no había nadie que lo retuviera. La verdad es que Marona no tenía nada que ofrecerle, excepto algún que otro interludio de placeres. Quería a su hermano más que a ella, y quizá deseaba romper la promesa implícita que ella daba por sentada, y él no, pero no era capaz de decírselo sin más. Jondalar siempre había buscado a alguien especial. Por un tiempo pensó que lo había encontrado en mí, y reconozco que me sentí tentada, pero yo sabía que no saldría bien. Me alegro de que encontrase lo que buscaba en ti, Ayla —dijo la mujer corpulenta—. Tu situación, aunque a simple vista similar, no se parece en nada a la de Amelana.

Ayla se admiró de lo sabia que era la Zelandoni, pero de pronto se preguntó cuántas personas realizarían al final ese viaje al sur que proponía la Primera. La donier, Jondalar, Jonayla y ella, por supuesto. Fue diciendo las palabras de contar en voz baja y tocándose la pierna con los dedos para calcular el número de personas a quienes nombraba. Ya eran cuatro. Willamar y sus dos ayudantes también iban: siete. Él había dicho que deseaba transmitirles toda su experiencia y añadido que probablemente sería su última misión comercial a gran distancia, que estaba harto de viajar. No le extrañaba, pensó Ayla, pero se preguntó si su decisión no se debía en parte a la mala salud de Marthona, a que quería pasar más tiempo con ella.

Y ahora que Amelana también iba, serían ocho. Y si se sumaba Jonokol, nueve: ocho adultos y una niña. Ayla intuía que serían más. Casi como si le hubieran adivinado el pensamiento, Kimeran y Beladora, con sus gemelos de cinco años, aparecieron en busca de la Zelandoni. También ellos deseaban viajar al sur, para llevar a sus hijos a visitar a la gente de Beladora. Esta tenía la certeza de que a la Primera le gustaría visitar su caverna. Se hallaba cerca de uno de los emplazamientos sagrados más hermosos, y más antiguos, de la región. Pero no querían hacer todo el viaje que tenía planeado la donier. Preferían reunirse con ella en algún punto del camino.

—¿Dónde quedamos? —preguntó la Zelandoni.

—Quizá en la caverna de la hermana de Jondecam —sugirió Beladora—. En realidad no es su hermana, supongo, pero él la considera así.

Ayla sonrió a la hermosa mujer de cabello oscuro y ondulado y formas curvilíneas, que también hablaba con acento, aunque no tan raro como el suyo. Sentía un vínculo especial con ella: otra forastera que se había emparejado con un zelandonii y regresado con él. Ayla conocía las circunstancias especiales de Kimeran y su hermana mucho mayor, que cuidó de él y sus propios hijos después de la muerte de su madre. Su compañero también había muerto joven. Ella se convirtió en Zelandoni cuando sus hijos y su hermano estaban ya crecidos.

—Para ir a la caverna de Beladora desde aquí, hay que atravesar tierras montañosas si se intenta llegar en línea recta —explicó Kimeran—. Es un buen sitio para cazar íbices y gamuzas, pero con ascensos difíciles en algunos puntos, incluso cuando se sigue el cauce de los ríos. He pensado que podríamos viajar primero al sur y luego al este, y así rodearíamos esa zona. Creo que será más fácil para Gioneran y Ginedela, y para nosotros cuando tengamos que cargar con ellos. Aún tienen las piernas cortas —Kimeran sonrió—, no como las mías, o como las tuyas, Jondalar.

Un cálido sentimiento unía a Jondalar y al otro hombre alto y rubio.

—¿Vais a viajar solos? —preguntó la Zelandoni—. Eso no es muy prudente si lleváis a los niños.

—Pensábamos proponerles a Jondecam, y a Levela y su hijo, si querían acompañarnos, pero hemos preferido preguntártelo a ti antes, Zelandoni —contestó Beladora.

—Opino que serían buenos compañeros de viaje —dijo la Primera—. Sí, podemos reunirnos con vosotros en algún punto del camino.

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