La tierra de las cuevas pintadas (57 page)

La donier quería ponerse de acuerdo con ellos para cruzar el río en el camino de regreso y avisarlos con antelación de que otro grupo con el que los viajeros tenían previsto reunirse más adelante cruzaría el Gran Río. También deseaba hablar con su Zelandoni, una mujer a quien ella conocía desde antes de ser acólita. Después el grupo se separaría. Desde allí, los balseros de la Undécima Caverna atravesarían de nuevo el Gran Río y los viajeros de la Gira de la Donier remontarían el pequeño torrente hasta llegar a la cueva pintada.

En los desplazamientos por el río a veces era necesario acarrear la balsa para sortear obstáculos o aguas en extremo impetuosas, o cascadas, o zonas tan poco profundas que la embarcación rozaba el lecho. Por esa razón, añadían troncos delgados dispuestos transversalmente y fijados mediante soportes: así la gente que controlaba la balsa podía cargar con ella en tierra. Esta vez los viajeros ayudaron, con lo que la tarea fue más fácil. Colocaron los remos, timones y pértigas en las angarillas tiradas por los caballos, junto con las tiendas de viaje y otras pertenencias. Mientras remontaban el río a pie, llevaban sus propias bolsas con los objetos personales, y se turnaban para cargar con las balsas.

Avanzaron hacia el este, agua arriba, por la orilla sur de la caudalosa vía fluvial que descendía hacia el oeste, y al ver el primero de dos grandes meandros del Gran Río supieron que estaban cerca de la desembocadura del Río. Cuando llegaron al extremo superior del primer meandro, el extremo sur, los viajeros se separaron de la margen del río. Seguir toda la curva del meandro habría representado una gran caminata, y podían simplemente atajar campo a través hasta llegar al extremo superior del segundo meandro del Gran Río. Recorrieron un camino que en su día fue una senda de animales y se ensanchó por efecto del tráfico humano. Allí donde se bifurcaba, un sendero seguía hacia el norte, paralelo al río, y el otro se desviaba hacia el este tierra adentro, a todas luces el más transitado.

Llegaron al extremo superior del segundo meandro y allí siguieron el curso del río, que en ese punto volvía a dirigirse hacia el norte. En la bifurcación de ese meandro, los dos senderos, uno hacia el este y otro hacia el norte, estaban hollados por igual; era frente al extremo norte del segundo meandro donde desembocaba el Río, donde este confluía con el Gran Río, y por tanto ese camino en dirección norte se usaba tanto como el otro. Encaminándose hacia el este campo a través, llegaron otra vez al río y desde allí siguieron su curso en dirección sudeste. El caudal del Gran Río era mucho menor antes del lugar donde el Río vertía sus aguas en el cauce mayor. Fue allí donde decidieron acampar para pasar la noche.

Todos habían acabado de comer y la mayoría estaban sentados alrededor del fuego, relajándose antes de acomodarse en sus tiendas y pieles de dormir. Ayla servía a Jonayla una segunda ración mientras escuchaba a unos jóvenes de la Undécima hablar de fundar una nueva caverna río abajo, cerca del lugar donde las balsas habían atracado después de cruzar el Gran Río. Planeaban proporcionar un lugar para dormir y ofrecer comida a los viajeros que cruzaban el Gran Río, ya fuera para seguir hacia el sur o para viajar al oeste, aguas abajo. Por un intercambio acordado previamente, los balseros cansados y sus pasajeros tendrían un lugar donde reposar sin necesidad de plantar el campamento. Ayla empezó a entender cómo se propagaban y crecían las comunidades humanas, y por qué la gente podía desear fundar una nueva caverna. De pronto le encontró pleno sentido.

El asentamiento de la Primera Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur estaba a un día de allí. Llegaron a última hora de la tarde, y Ayla pensó que sin duda era más cómodo disponer de un lugar donde extender las pieles de dormir sin tener que plantar las tiendas, y encontrarse la comida ya hecha. Los habitantes de esta caverna también viajaban y cazaban en la estación cálida, al igual que todas las demás cavernas, y por tanto en ese momento residían allí menos personas, pero no eran tan pocos en proporción a su número total como en la mayoría de las demás cavernas. Permanecían allí no sólo quienes no podían viajar, sino también aquellos que prestaban sus servicios a otros.

Animaron a los viajeros a pasar unos días más con los zelandonii de las Tierras del Sur, que habían oído hablar de un lobo y unos caballos que se doblegaban a la voluntad de una forastera y un zelandonii que había regresado de un largo viaje. Se sorprendieron al descubrir que tantas de las cosas que habían considerado una exageración eran ciertas. Asimismo se sintieron honrados por tener con ellos a la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra. Todos los zelandonii, incluso aquellos que rara vez la veían, la reconocían como Primera, pero alguien de esa caverna de las Tierras del Sur mencionó a otra mujer que vivía cerca de una cueva mucho más al sur, también muy respetada y honrada. La Primera sonrió: esa mujer era una persona a la que ella conocía y a quien esperaba ver.

A quienes mejor conocían en la caverna de las Tierras del Sur era a los balseros de la Undécima y al maestro de comercio de la Novena. Willamar había pasado por allí muchas veces en sus viajes. Los miembros de las dos cavernas de zelandonii que construían, impulsaban y controlaban balsas tenían historias que contar, habilidades que compartir y aptitudes que enseñar, no sólo entre sí, sino también a cualquier otro que estuviera interesado. Explicaron algunas de las técnicas que utilizaban para construir sus embarcaciones. Jondalar escuchó con gran atención.

Habló de los botes de los sharamudoi, pero no entró en grandes detalles, porque había decidido construir uno para mostrarles cómo era en lugar de contárselo. Su prestigio como tallador de pedernal era conocido de sobra, y cuando se lo pidieron, gustosamente dio a conocer algunas de sus técnicas. También habló de la invención del lanzavenablos, cuyo uso se había difundido rápidamente, y junto con Ayla hizo una demostración de algunos de los aspectos más sutiles para el control de aquella eficaz arma de caza. Ayla exhibió asimismo su destreza con la honda.

Willamar contó anécdotas y aventuras de sus viajes como maestro de comercio, y era un buen narrador que cautivaba a su público. La Zelandoni aprovechó la ocasión para impartir sus enseñanzas y recitó o cantó con su impresionante voz algunas de las Historias y Leyendas de los Ancianos. Una noche convenció a Ayla para que demostrara su virtuosismo en la imitación de las voces de los animales y el canto de las aves. Después de contar una anécdota sobre el clan, Ayla les enseñó algunas de las maneras de comunicarse mediante el lenguaje de los signos del clan, por si en una de esas casualidades llegaban a encontrarse con un grupo de cazadores o viajeros del clan. Al cabo de un rato, todos sostenían conversaciones sencillas sin emitir el menor sonido. Era como un lenguaje secreto, empleado por diversión.

Jonayla era una criatura adorable con cuya compañía casi todos disfrutaban, y como era la única niña entre los viajeros, recibía mucha atención. Lobo también la recibía, porque se dejaba tocar y mimar, pero más aún por cómo respondía a las peticiones de aquellos a quienes conocía. Sin embargo, para todos saltaba a la vista que atendía más a Ayla, Jondalar y Jonayla. La gente también sentía curiosidad por cómo los tres manejaban a los caballos. La yegua mayor, Whinney, que parecía la más dócil y mejor dispuesta, se sentía sin duda más unida a Ayla. Jondalar era quien controlaba con destreza al corcel, más brioso, al que llamaba Corredor, pero lo más sorprendente era la manera en que la pequeña Jonayla montaba y se ocupaba de la joven yegua, Gris, pese a que aún era incapaz de subirse ella sola al lomo del animal.

Permitieron a unas cuantas personas montar en alguno de los caballos, por lo general las dos yeguas. El corcel a veces podía ser difícil de controlar para los desconocidos, sobre todo si estaban nerviosos. Los de la Undécima Caverna en particular tomaron conciencia de la utilidad de los caballos para el transporte de mercancías, y los balseros comprendían el proceso del transporte de mercancías mejor que muchos, pero también se daban cuenta del trabajo que implicaba cuidar de los animales, incluso cuando no se utilizaban. A las balsas no había que darles comida ni agua; no requerían cobijo ni cepillado ni más atención que cierto mantenimiento y alguna que otra reparación, y la necesidad de acarrearlas de vez en cuando.

Debido a los días que habían pasado juntos, los viajeros de la Gira de la Donier y los balseros de la Undécima Caverna se entristecieron cuando se fueron cada uno por su lado. Habían compartido ratos difíciles en el agua, y los esfuerzos de viajar por tierra. Cada uno había encontrado su función al plantar el campamento, cazar y recolectar comida, y contribuir a los quehaceres y necesidades de la vida cotidiana. Habían compartido historias y conocimientos, y sabían que habían forjado amistades especiales que esperaban renovar más adelante. Cuando emprendieron el camino hacia el sur, Ayla experimentó una sensación de pérdida. Había empezado a sentir que las personas de la Undécima Caverna formaban parte de su familia.

Capítulo 20

Proseguir el viaje con sólo la mitad de la gente tenía sus ventajas. Ahora les daba la impresión de que se movían más ligeros de peso, con mayor facilidad. Había menos cosas de las que ocuparse, ninguna balsa que acarrear, menos comida que buscar, menos leña y material combustible que recoger para cocinar; tampoco era necesario llenar tantos odres, y se requería menos espacio para acampar, con lo cual tenían más opciones al elegir el lugar de acampada. Pese a que echaban de menos a sus recientes amigos, viajaban más deprisa y pronto establecieron una nueva rutina más eficaz para los siguientes días. El pequeño río les proporcionaba un suministro continuo de agua y lo bordeaba una senda fácil de seguir, pese a que casi todo el camino era en pendiente.

La gente que vivía cerca del siguiente emplazamiento sagrado que la Primera deseaba mostrarle a Ayla era una extensión de la Primera Caverna de las Tierras del Sur. La Primera señaló un refugio al pasar por delante.

—Esa es la entrada de la cueva pintada que quiero que veas —dijo.

—Siendo un lugar sagrado, ¿podemos entrar sin más? —preguntó Ayla.

—Está en el territorio de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, y ellos consideran que la cueva es suya y que tienen el derecho a usarla y enseñarla —explicó la Primera—. También son ellos quienes normalmente añaden las pinturas nuevas. Si Jonokol sintiera el impulso de pintar en las paredes, lo más probable es que se lo permitieran, pero lo ideal sería que antes diera a conocer sus intenciones. Uno de los suyos podría sentir la necesidad de pintar algo en el mismo sitio. Es poco probable, pero si fuera así, tal vez significara que el mundo de los espíritus está acudiendo a los zelandonia por alguna razón.

Siguió explicando que siempre era conveniente mostrar reconocimiento por el territorio que una caverna consideraba propio. Desconocían el concepto de propiedad privada, y a nadie se le ocurría que la tierra pudiera tener dueño. La tierra era la encarnación de la Gran Madre, ofrecida a sus hijos para que todos la usaran, pero los habitantes de una región veían su territorio como su hogar. Todos podían viajar libremente a cualquier parte, atravesar cualquier región por lejana que fuese, siempre y cuando obraran con consideración y respetasen las normas de cortesía comúnmente aceptadas.

Cualquiera podía cazar o pescar o recolectar los alimentos necesarios, pero se consideraba de buena educación presentar a la caverna local. Eso era aplicable especialmente a los vecinos, pero también a aquellos que estaban de paso, para que no estorbasen los planes que pudiera tener el grupo local. Si un vigía residente había estado observando a una manada que se acercaba, por ejemplo, y los cazadores planeaban una gran cacería para llenar su despensa de cara a la estación fría, podía provocar cierta indignación que unos viajeros, por perseguir a un solo animal, espantasen a toda la manada. Si en lugar de eso, notificaban su presencia a la caverna local, muy probablemente los invitarían a participar en la cacería organizada y quedarse con una parte.

La mayoría de las cavernas contaban con vigías que permanecían siempre atentos, sobre todo al paso de las manadas migratorias, pero también a cualquier actividad inusual en la región, y ver a gente viajar con un lobo y tres caballos era sin duda inusual. Y más aún si uno de los caballos llevaba a rastras un artilugio en el que iba sentada una mujer corpulenta. Cuando los visitantes estuvieron a la vista del hogar de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, los esperaba un pequeño grupo de personas. Después de apearse la mujer corpulenta, un hombre con tatuajes en la cara que afirmó ser el Zelandoni dio un paso al frente para saludarla a ella y a los demás. Había reconocido los tatuajes faciales de la Primera.

—Un saludo a La Que Es la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra —dijo, acercándose con las dos manos abiertas y tendidas, el gesto habitual para expresar franqueza y cordialidad—. En el nombre de Doni, la Primera Madre, Grande y Bienhechora, que Nos Provee a Todos, bienvenida seas.

—En el nombre de Doni, la Madre Original y Más Generosa, yo te saludo, Zelandoni de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur —dijo La Que Era la Primera.

—¿Qué os trae tan al sur? —preguntó él.

—Una Gira de la Donier para mi acólita —contestó la Primera.

El hombre vio acercarse a una joven atractiva con una niña especialmente bonita. El Zelandoni sonrió y se dirigió hacia la joven con las manos extendidas; de pronto vio al lobo y, nervioso, miró alrededor.

—Ayla, de la Novena Caverna de los zelandonii… —empezó a decir la Primera, y enumeró todos sus importantes títulos y lazos.

—Bienvenida, Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii —dijo él, aunque le extrañaron todos esos títulos y lazos inusuales con nombres de animales.

Ayla dio un paso al frente con las manos abiertas.

—En el nombre de Doni, la Madre de todos, yo te saludo, Zelandoni de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur —dijo.

El hombre se esforzó en disimular su sorpresa por la manera en que ella habló. Saltaba a la vista que procedía de un lugar lejano. Era poco común que se aceptase a un forastero en la zelandonia, y sin embargo esa mujer de otras tierras era acólita de la Primera.

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