La tierra de las cuevas pintadas (61 page)

—¿Eres una Zelandoni?

—Es acólita, una Zelandoni en período de instrucción —contestó Jondalar—. Es la Primera Acólita de la Zelandoni que es la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre, que no tardará en venir.

—¿La Que Es la Primera está aquí?

—Sí, está aquí —confirmó Jondalar, y miró más detenidamente a aquellos hombres. Todos eran jóvenes, quizá recién iniciados en la virilidad e instalados en un alojamiento alejado de una Reunión de Verano, tal vez la que se celebraba cerca de la siguiente cueva sagrada que se proponían visitar—. ¿No estáis un poco lejos de vuestro alojamiento de la Reunión de Verano?

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó el joven—. No nos conoces.

—Pero no cuesta adivinarlo. Es la época de las Reuniones de Verano, y todos sois más o menos de esa edad en que los jóvenes deciden abandonar el campamento de su madre e instalarse en un alojamiento lejano. Y para demostrar lo independientes que sois, decidís salir a cazar y quizá incluso volvéis con algo de carne. Pero no habéis tenido mucha suerte, ¿verdad? Y ahora tenéis hambre.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el joven—. ¿También eres Zelandoni?

—Sólo son suposiciones —contestó Jondalar, y vio entonces que la Primera ya llegaba, seguida de todos los demás.

La Que Era la Primera podía caminar muy deprisa cuando se lo proponía, y sabía que si el lobo había acudido en busca de ella, sin duda había pasado algo.

La Primera interpretó rápidamente lo sucedido: muchachos con lanzas, demasiado jóvenes para tener experiencia; el lobo en actitud defensiva ante los caballos, con la niña y su madre montadas en las yeguas sin ninguno de los arreos que empleaban normalmente para cabalgar, y una honda en la mano de Ayla; Jondalar con el lanzavenablos armado frente al corcel. ¿Había enviado Jonayla al lobo a buscar a su madre mientras ella intentaba proteger a los caballos ante un puñado de aspirantes a cazadores?

—¿Pasa algo? —preguntó la donier.

Los jóvenes la reconocieron a pesar de que ninguno la había visto antes. Todos habían oído descripciones de la Primera, y entendían el significado de los tatuajes en la cara, de los collares y de la ropa que llevaba.

—Ya no, pero estos hombres tenían la intención de cazar a nuestros caballos, hasta que Jonayla se lo ha impedido —explicó Jondalar, conteniendo una sonrisa.

«Es una niña valiente», pensó la donier al ver confirmada su interpretación inicial de la escena.

—¿Sois de la Séptima Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur? —preguntó la Primera a los jóvenes. La Séptima Caverna, la que tenían previsto visitar a continuación, era la más importante de esa zona.

La Zelandoni supuso que eran de esa caverna por la ropa que llevaban. Conocía los dibujos y formas característicos de la ropa y las joyas de las cavernas de las inmediaciones, pero cuanto más se alejaran de allí, más difícil le resultaría identificar a la gente, aunque podía extraer conclusiones aproximadas.

—Sí, Zelandoni Que Eres la Primera —contestó el joven portavoz, ahora con un tono mucho más respetuoso. En presencia de un Zelandoni, y muy especialmente de La Que Era la Primera, lo sensato era andarse con cautela.

Llegó entonces el joven Zelandoni de la caverna local, junto con la mayoría de los demás visitantes al emplazamiento sagrado. Se detuvieron a ver cómo reaccionaba la poderosa mujer ante los jóvenes que habían amenazado a los caballos especiales.

La Primera se volvió hacia los cazadores de la caverna local.

—Parece que ahora hay siete bocas más que alimentar. Eso reducirá las provisiones considerablemente. Creo que tendremos que quedarnos un poco más, hasta que pueda organizarse una expedición de caza. Afortunadamente contaréis con ayuda. Tenemos a varios cazadores expertos en nuestro grupo, y con la debida orientación, incluso estos jóvenes deberían ser capaces de aportar algo. No me cabe duda de que estarán más que dispuestos a ayudar en la medida de sus posibilidades, dadas las circunstancias —dijo, y lanzó una mirada severa al joven que parecía hablar en nombre del grupo.

—Sí, claro —dijo él—. Precisamente estábamos cazando.

—Pero no muy bien —señaló alguien entre quienes observaban, sin levantar mucho la voz pero sí lo suficiente para que lo oyera todo el mundo. Algunos de los jóvenes se sonrojaron y desviaron la mirada.

—¿Ha visto alguien una manada recientemente? —preguntó Jondalar, dirigiendo la pregunta a los dos cazadores de la caverna—. Me temo que tendremos que cazar más de un animal.

—No, pero en esta estación pasan por aquí los ciervos rojos en sus rutas migratorias, sobre todo las hembras con sus crías. Alguien podría ir a explorar, pero eso suele requerir varios días —informó uno de los cazadores de la caverna.

—¿De qué dirección vendrían? —preguntó Jondalar—. Puedo ir yo esta tarde, con Corredor. Él viaja más deprisa que cualquiera de nosotros a pie. Si encuentro algo, puedo volver allí con Ayla e intentar atraerlos hacia aquí. Lobo también puede ayudar.

—¿Podéis hacer eso? —farfulló el joven.

—Ya te hemos dicho que son caballos especiales —respondió Jondalar.

La carne de ciervo llevaba toda la noche extendida sobre un tendedero de cuerda dispuesto encima de unas brasas humeantes. Mientras Ayla la guardaba en su recipiente de cuero tensado, lamentó no haber tenido más tiempo para secarla, pero ya se habían quedado dos días más de lo que la Primera tenía previsto. Ayla pensó que quizá podía seguir secándola sobre sucesivas fogatas a lo largo del camino, o incluso después de llegar a la Séptima Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, ya que permanecerían allí varios días.

El grupo que se había unido a la Gira de la Donier volvió a aumentar, ya que los siete jóvenes los acompañarían. Habían demostrado ser muy útiles en la cacería, aunque quizá demasiado impacientes. Sabían arrojar las lanzas, aunque eran incapaces de cooperar entre sí para agrupar a los animales o para acorralarlos con el fin de cazarlos de manera más eficaz. Los jóvenes quedaron muy impresionados ante los lanzavenablos que empleaban los viajeros llegados del norte del Gran Río, incluida la acólita de la Primera, como había ocurrido también a los dos cazadores locales, que conocían el arma de oídas pero no la habían visto en acción. Con ayuda de Jondalar, la mayoría había confeccionado ya los suyos y practicaba con ellos.

Ayla también había convencido a Dulana para que los acompañara y disfrutase al menos de una parte de la Reunión de Verano. Esta añoraba a su compañero y sus hijos y quería verlos, pese a que aún le preocupaban las cicatrices de las manos y la cara. Compartió el espacio de dormir con Amelana. Habían entablado amistad, sobre todo porque Dulana se prestaba a hablar del embarazo y el parto desde el punto de vista de su propia experiencia. Amelana nunca se sentía del todo cómoda charlando sólo con la Primera y su acólita, a pesar de que Ayla tenía una hija. La joven las había oído conversar sobre medicinas y prácticas curativas, así como sobre otros conocimientos y tradiciones de los zelandonia que en general ella no comprendía, y se sentía intimidada en presencia de mujeres con tantos méritos.

En cambio, le agradaba la atención que recibía de todos los jóvenes, tanto los cazadores como los aprendices de Willamar, aunque los comerciantes se mantenían al margen cuando ella estaba rodeada de todos aquellos jóvenes engreídos. No necesitaban competir por la atención de Amelana. Sabían que los muchachos sólo estarían con ellos durante unos días, y disponían del resto del viaje. Mientras Jondalar, con la ayuda de Jonokol y Willamar, enganchaba la parihuela especial de la Primera a Whinney, Ayla y la donier observaban la acción que se desarrollaba en segundo plano entre Amelana y los jóvenes.

—Me recuerdan a una camada de lobatos —comentó Ayla.

—¿Cuándo has visto tú lobatos? —preguntó la Zelandoni.

—Cuando era pequeña y aún vivía con el clan —contestó Ayla—. Antes de empezar a cazar a devoradores de carne solía observarlos, a veces durante largo rato, toda la mañana, o todo el día, si disponía de ese tiempo. Me interesaba por toda clase de cazadores cuadrúpedos, no sólo los lobos. Así aprendí a seguirles el rastro en silencio. Observar a las crías de cualquier animal era siempre fascinante, pero en especial a los lobatos. Les gusta jugar, igual que a esos chicos. Quizá debería llamarlos hombres, pero aún actúan como chicos. Fíjate en cómo forcejean y se dan puñetazos y empujones para apartarse unos a otros, intentando captar todos la atención de Amelana.

—He visto que Tivonan y Palidar no están entre ellos —comentó la donier—. Sabrán que tienen tiempo de sobra para dedicarle después de llegar al próximo lugar sagrado, cuando los jóvenes se vayan y reanudemos el viaje.

—¿De verdad crees que esos jóvenes se irán a algún otro sitio cuando lleguemos a la próxima caverna? —dijo Ayla—. Es una mujer muy atractiva.

—También es el único público que tienen ahora mismo. Cuando lleguen a su campamento con nosotros, serán el centro de atención y admiración de sus amigos y parientes, cargados de carne de ciervo para compartir. Todos les harán preguntas y querrán oír sus historias. No tendrán tiempo para Amelana.

—¿Eso no la entristecerá o disgustará? —preguntó Ayla.

—Para entonces le habrán salido nuevos admiradores, y no serán todos niños. A una viuda embarazada joven y atractiva no le faltará atención, como tampoco a esos jóvenes comerciantes. Me alegro de que ninguno de los dos parezca excesivamente encaprichado con Amelana —señaló la mujer de mayor edad—. Por como es, no sería una buena compañera para ellos. Una mujer emparejada con un viajero ha de tener intereses propios poderosos y no depender de su hombre para que la mantenga ocupada.

Ayla se alegró de que Jondalar no fuese comerciante, ni se dedicase a ningún otro oficio que exigiese recorrer largas distancias. No es que ella no tuviera intereses propios ni que lo necesitara a él para mantenerla entretenida, sino más bien que se preocuparía si él estuviera ausente mucho tiempo. De vez en cuando se llevaba a sus aprendices a buscar nuevos yacimientos de pedernal, y a menudo examinaba fuentes posibles de aprovisionamiento cuando se iba con las partidas de caza, pero viajar solo podía ser peligroso, y si resultaba herido, o algo peor, ¿cómo se enteraría ella? Tendría que esperar y esperar, preguntándose si volvería alguna vez. Viajar con un grupo o incluso de dos en dos era mejor. Así al menos uno podía volver para informar a los demás.

Pensó que tal vez Willamar no elegiría sólo a uno de sus aprendices para ocupar el puesto del nuevo maestro de comercio. Quizá eligiese a los dos y les sugiriese que viajasen juntos para hacerse compañía y ayudarse. Naturalmente, también podía acompañar a un comerciante su compañera, pero en cuanto llegaran los hijos, puede que esta ya no quisiera alejarse de las otras mujeres. «Cuando realizábamos nuestro viaje», pensó Ayla, «habría sido mucho más difícil si yo hubiese cargado con un bebé. La mayoría de las mujeres querría la ayuda y la compañía de sus madres y otras amigas y parientes… igual que le sucede a Amelana. Entiendo que quiera volver a su casa».

En cuanto emprendieron la marcha, los viajeros establecieron enseguida una rutina, y como la última cacería había sido muy fructífera, no tuvieron que dedicar tiempo a la caza en el camino y viajaron un poco más deprisa que de costumbre. Aun así, sí pararon alguna vez a recolectar comida. Como el verano estaba ya avanzado, disponían de una mayor diversidad y abundancia de verdura —raíces, tallos, hojas— y fruta.

A media mañana del día de su partida, cuando empezaba a apretar el calor, Ayla percibió un delicioso aroma. «¡Fresas! Debemos de estar atravesando un fresal», pensó. No fue la única que olió la presencia de esa fruta, una de las preferidas de mucha gente, y todo el mundo se alegró de hacer un alto para preparar infusiones y llenar varias pequeñas cestas de aquellas diminutas bayas de intenso color rojo. Jonayla ni se molestó en coger una cesta: se las llevaba directamente a la boca. Ayla le sonrió, y luego miró a Jondalar, que recogía fresas junto a ella.

—Me recuerda a Latie. Nezzie nunca mandaba a su hija a recoger fresas para una comida. A Latie le gustaban tanto que se comía todas las que cogía y nunca traía ninguna a casa, por mucho que la riñera su madre —contó Ayla.

—¿Ah, sí? —dijo Jondalar—. No lo sabía. Yo debía de estar demasiado ocupado con Wymez o Talut mientras tú hablabas con Latie o Nezzie.

—A veces yo tenía incluso que inventar excusas para Latie —prosiguió Ayla—. Le decía a Nezzie que no había suficientes fresas para todos. Hasta cierto punto era cierto: para cuando Latie acababa, nunca quedaban muchas, y ella era capaz de recogerlas muy deprisa. —Ayla recolectó en silencio durante un rato, pero con la mención de Latie evocó otros recuerdos—. ¿Te acuerdas de lo mucho que quería a los caballos? ¿Habrá encontrado Latie a un potrillo para llevarse a casa? A veces echo de menos a los mamutoi. Me pregunto si alguna vez volveré a verlos.

—Yo también los echo de menos —dijo Jondalar—. Danug empezaba a convertirse en un buen tallador de pedernal, sobre todo bajo la tutela de Wymez.

Cuando acabó de llenar su segunda cesta de fresas, Ayla reparó en otras plantas que crecían por allí y que podían añadirse a la comida de esa noche, y pidió a Amelana y Dulana que la ayudaran a recoger unas cuantas. Ayla, acompañada de Jonayla, para hacer acopio de aneas, se dirigió primero hacia la orilla del río cuyo curso seguían. En esa época del año, los rizomas, con sus raíces nuevas y bulbos, y la parte inferior del tallo eran especialmente suculentos. La espiga también rebosaba de capullos verdes muy apretados, que podían hervirse o cocerse al vapor y luego desgranarse a bocados. Había asimismo varias clases de verduras de hojas. Vio la forma peculiar de la acedera y sonrió al pensar en su intenso sabor picante. Le complació especialmente encontrar ortigas, deliciosas cuando se cocían hasta quedar reducidas a una masa verde.

Todos degustaron con satisfacción la comida de esa noche. Por lo general, en primavera escaseaban los alimentos —encontraban sólo unas cuantas verduras, algún que otro brote nuevo—, y se agradecía, pues, la mayor variedad y abundancia de plantas comestibles que traía el verano. A veces la gente anhelaba comer verdura y fruta porque aportaban los nutrientes esenciales que necesitaban, sobre todo después de un largo invierno alimentándose principalmente a base de carne seca, grasa y raíces. A la mañana siguiente comieron las sobras acompañadas de una infusión caliente y se pusieron en marcha de inmediato. Ese día se proponían cubrir una gran distancia para llegar temprano al campamento de la Reunión de Verano local al otro día.

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