La tierra de las cuevas pintadas (96 page)

Mientras se acercaba a la charca, oyó chapoteos, y luego voces, y estuvo a punto de dar media vuelta. «Parece que alguien más ha encontrado este sitio», pensó. «No me gustaría molestar a otra pareja que busca un lugar donde estar a solas. Pero quizá no sea una pareja. Quizá sea un grupo de personas que ha venido a nadar.» Cuando se aproximó, oyó una voz femenina, y a continuación la de un hombre. No distinguió las palabras, pero algo en esa voz la inquietó.

Se movió con el mismo sigilo que cuando acechaba a un animal con su honda. Oyó otra vez las voces, y luego una risa grave de puro abandono. Conocía esa risa, aunque desde hacía un tiempo rara vez la oía, y era ya de por sí poco habitual. Justo después le llegó la voz de la mujer, y la reconoció. Experimentó una extraña sensación de abatimiento en la boca del estómago cuando miró entre los arbustos que bordeaban la pequeña playa.

Capítulo 32

Jondalar y Marona salían del agua cuando Ayla miró entre los arbustos. Con una punzada de angustia, vio a Marona volverse hacia Jondalar, rodearlo con los brazos y apretar su cuerpo desnudo contra el de él, para después alargar el cuello y besarlo. Jondalar agachó la cabeza para recibir sus labios. Con fascinado horror, Ayla observó sus manos mientras empezaba a acariciarle el cuerpo. ¿Cuántas veces había sentido ella el contacto de esas manos expertas?

Ayla deseó echarse a correr, pero no podía moverse. Se acercaron un poco más a ella, camino de una suave piel extendida sobre la hierba. Advirtió que él en realidad no estaba excitado. Pero nadie lo había visto desde la llegada de Ayla, llevaba fuera todo el día, y saltaba a la vista que ya habían usado antes la manta de piel, al menos una vez. Marona volvió a apretarse contra él, lo besó intensamente, en apariencia con gran avidez, y luego poco a poco se arrodilló ante él. Con una lánguida risa de complicidad, Marona envolvió con sus labios la virilidad flácida de Jondalar mientras él, de pie, la miraba.

Ayla observó su excitación creciente y el hondo placer en su semblante. Ella nunca le había visto la cara cuando le hacía eso. ¿Era esa la expresión que adoptaba? Mientras Marona movía la cabeza rítmicamente, el órgano tumescente de Jondalar empezaba a dilatarse y la apartaba de él.

Para Ayla, fue un suplicio verlo con ella. Apenas podía respirar, sentía un nudo de dolor en el estómago, le palpitaba la cabeza. Nunca se había sentido así. ¿Era esa angustia producto de los celos? «¿Fue así como se sintió Jondalar cuando me acosté con Ranec?», se preguntó. «¿Por qué no me lo dijo? Yo entonces no lo sabía. Nunca antes había sentido celos. Y él se lo calló. Sólo me dijo que estaba en mi derecho de elegir a quien quisiera. ¡Eso significa que él tiene derecho a estar con Marona!»

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No lo soportaba, tenía que irse de allí. Se volvió y empezó a correr a ciegas por la arboleda, pero tropezó en una raíz que asomaba y cayó de bruces.

—¿Quién anda ahí? ¿Qué pasa? —Era la voz de Jondalar. Ayla se apresuró a levantarse y echó a correr de nuevo justo cuando él apartaba los arbustos—. ¿Ayla? ¡Ayla! —exclamó, atónito—. ¿Qué haces aquí?

Ella se dio media vuelta y vio que él la seguía.

—No quería estorbar —dijo Ayla, intentando recobrar la compostura—. Tienes derecho a aparearte con quien quieras, Jondalar. Incluso con Marona.

Marona atravesó la cortina de arbustos y se colocó junto a Jondalar, muy arrimada a él.

—Así es, Ayla —dijo ella, y lanzó una carcajada exultante—. Puede aparearse con quien quiera. ¿Qué esperabas que hiciera un hombre si su compañera está demasiado ocupada para él? Nos hemos apareado con frecuencia, y no sólo este verano. ¿Por qué crees que volví a la Novena Caverna? Él no quería que te lo dijera, pero ahora que te has enterado, es mejor que sepas toda la historia. —Soltó otra risotada. Luego, con una mueca pérfida, añadió—: Puede que tú me lo robaras, Ayla, pero no has sido capaz de retenerlo.

—Yo no te lo robé, Marona. Ni siquiera te conocía hasta que llegué aquí. Jondalar me eligió por su voluntad. Ahora puede elegirte a ti si quiere, pero, dime, ¿lo amas de verdad? ¿O tu única intención es causar problemas? —preguntó Ayla. Acto seguido, se dio la vuelta y, con toda la dignidad de que fue capaz, se alejó apresuradamente.

Jondalar, sacudiéndose, se desprendió de la mujer colgada de él y alcanzó a Ayla con unas pocas zancadas.

—¡Ayla, espera, por favor! ¡Déjame que te lo explique!

—No hay nada que explicar. Marona tiene razón. ¿Cómo podía yo esperar otra cosa? Estabas haciendo algo, Jondalar. Vuelve y acábalo. —Reanudó la marcha—. Seguro que Marona podrá excitarte una vez más. Ya te tenía bien a punto.

—No quiero a Marona, no si puedo tenerte a ti, Ayla —contestó Jondalar, temiendo de pronto perderla.

Marona lo miró sorprendida. Ella no significaba nada para él, comprendió. Nunca había significado nada para él. Ella se había ofrecido en bandeja, y él la había considerado una manera fácil de aliviar sus impulsos. Marona los miró a los dos con ira, pero Jondalar ni se dio cuenta.

Tenía ojos sólo para Ayla. Ahora lamentaba haber cedido a las incitaciones de Marona, haberla utilizado tan a la ligera. Estaba tan absorto en Ayla, en buscar algo que decir para explicar de algún modo cómo se sentía, que ni siquiera se percató de que la mujer en cuya compañía se hallaba hasta hacía sólo unos instantes pasaba airada a su lado con la ropa hecha un rebujo entre los brazos. Pero Ayla sí lo advirtió.

Como hombre, tras regresar de su estancia con Dalanar, Jondalar siempre había tenido mujeres entre las que elegir, pero la verdad era que nunca había amado a ninguna. Nadie había estado a la altura de la poderosa intensidad de su primer amor, y su recuerdo de aquellas abrumadoras emociones había arraigado aún más por el terrible escándalo y la deshonra que después había recaído en Zolena y él. Ella había sido su mujer-donii, su instructora y guía en cómo debe comportarse un hombre con una mujer, pero no debía enamorarse de ella, y ella no debía consentirlo.

Jondalar había llegado a pensar que jamás volvería a amar a una mujer. Finalmente había llegado a la conclusión de que eso era un castigo impuesto por la Madre para penalizar su indiscreción juvenil: ya no sería capaz de enamorarse… hasta que apareció Ayla. Y para hallarla había tenido que viajar durante más de un año, hasta un lugar totalmente distinto y desconocido. Quería a Ayla más que a su vida. Su amor por ella lo desbordaba. Haría cualquier cosa por ella, iría a cualquier lugar, daría su vida por ella. La única persona por quien sentía un amor tan poderoso, aunque distinto, era Jonayla.

—Deberías alegrarte de que ella esté ahí para satisfacer tus necesidades, Jondalar —dijo Ayla, todavía dolida pero intentando disimularlo—. A partir de ahora estaré más ocupada. He recibido la «llamada». Haré lo que Ella desee. Seré como una hija de la Gran Madre Tierra. Soy una zelandoni.

—¿Has recibido la «llamada»? ¿Cuándo, Ayla? —preguntó él con una inquietud extrema en la voz. Había visto regresar de su primera llamada a algunos zelandonia, y sabía de otros que ni siquiera habían vuelto y cuyos cuerpos se habían encontrado después—. Yo debería haber estado presente, habría podido ayudarte.

—No, Jondalar. No habrías podido ayudarme. Nadie puede. Una debe afrontar eso sola. He sobrevivido, y la Madre me ha dado un gran don, pero a cambio he tenido que sacrificarme. Ella quería a nuestro hijo, Jondalar. Lo perdí en la cueva —anunció Ayla con toda la dignidad posible.

—¿Nuestro hijo? ¿Qué hijo? Jonayla estaba conmigo.

—El hijo que se creó cuando una noche bajé de la pared rocosa antes de tiempo. Supongo que debo considerar una suerte que aquella noche no estuvieras ya con Marona, o no habría tenido ese hijo que ofrecer en sacrificio —dijo Ayla con honda amargura.

—¿Estabas embarazada al recibir la «llamada»? ¡Oh, Gran Madre! —Empezaba a invadirle el pánico, no quería dejarla ir de ese modo. ¿Qué podía decir para retenerla allí, para obligarla a seguir hablando?—. Ayla, ya sé que crees que es así como empieza una nueva vida, pero no puedes estar segura.

—Sí, Jondalar, lo estoy. La Gran Madre me lo ha dicho. Ese fue el don que obtuve a cambio de la vida de mi hijo. —Lo afirmó con una certidumbre tan pesarosa e inquietante que no quedó lugar a dudas—. Pensaba que podíamos intentar dar inicio a otra, pero veo que estás demasiado ocupado para mí.

Ella se alejó, y Jondalar permaneció inmóvil, estupefacto.

—Oh, Doni, Gran Madre, ¿qué he hecho? —exclamó, angustiado—. Por mi culpa, ha dejado de amarme. ¿Por qué ha tenido que vernos?

Corrió tras Ayla a trompicones, olvidándose la ropa. Mientras ella se alejaba rápidamente, de pronto Jondalar se postró de rodillas y se limitó a seguirla con la mirada. «¡Qué delgada está!», pensó. «Debe de haber sido una experiencia muy dura para ella. Algunos acólitos mueren. ¿Y si Ayla hubiera muerto? Y yo ni siquiera estaba allí para ayudarla. ¿Por qué no me quedé con ella? Debería haber sabido que estaba casi preparada, que su adiestramiento prácticamente había terminado, pero preferí venir a la Reunión de Verano. No pensé en lo que podía pasarle a ella, sólo pensé en mí.»

Cuando Ayla se perdió de vista, Jondalar se encogió, cerró los ojos y hundió la cara entre las manos, como si intentara no ver lo que había hecho.

—¿Por qué me habré apareado con Marona? —gimió en voz alta.

«Ayla nunca se ha apareado con nadie excepto conmigo», pensó, «no desde Ranec, no desde que dejamos a los mamutoi. Ni siquiera en las ceremonias y los festejos en honor de la Madre, cuando casi todo el mundo elige a otra persona, ella no escogió a nadie excepto a mí. La gente lo comenta. Cuántos hombres me han mirado con envidia, pensando en el gran placer que debo de proporcionarle para que nunca haya elegido a nadie más».

—¿Por qué ha tenido que vernos Ayla?

«Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera aparecer en pleno día. Pensaba que cabalgaría de la mañana a la noche y llegaría aquí ya tarde. Estaba convencido de que no había ningún riesgo en venir aquí de día. Yo no quería causarle dolor a Ayla. Ya ha sufrido bastante en la vida. Y ahora ha perdido un hijo. Yo ni siquiera sabía que iba a tener otro hijo, y lo ha perdido.

»¿De verdad empezó esa vida aquella noche? Fue una noche extraordinaria. Yo casi no podía creérmelo cuando vino a la cama y me despertó. ¿Volveremos a vivir un momento así? Ha dicho que la Madre quiso quedarse con nuestro hijo. ¿Era nuestro hijo? A cambio, Doni le concedió un don. ¿Ayla recibió un don de la Madre? La Madre le dijo que era nuestro bebé, mi bebé y de ella».

—¿Ayla ha perdido a mi hijo? —preguntó Jondalar en voz alta, arrugando la frente en su habitual expresión ceñuda.

«¿Por qué ha venido aquí? Ha dicho que quería dar inicio a otro bebé. ¿Me estaba buscando? La última vez que se celebró aquí la reunión siempre veníamos a esta charca a bañarnos. Tendría que haberlo pensado. No debería haber traído aquí a Marona. A ella menos que a nadie. Sabía cómo se sentiría Ayla si se enteraba. Por eso obligué a Marona a prometerme que nunca se lo diría.»

—¿Por qué ha tenido que vernos? —preguntó al bosque vacío con voz suplicante—. ¿Tan acostumbrado estoy a que ella no elija a nadie más que me he olvidado de lo que sentí?

Recordó el amargo dolor y la desolación que había experimentado cuando ella eligió a Ranec. «Sé cómo ha debido de sentirse al verme con Marona», pensó, «igual que yo cuando Ranec la invitó a su cama y ella accedió, pero ella entonces no lo sabía. Pensó que debía ir con él. ¿Cómo me sentiría yo ahora si ella eligiera a otro?

»Entonces intenté apartarla de mí por lo dolido que estaba, pero ella aún me amaba. Me hizo una túnica matrimonial pese a haberse prometido con Ranec». Jondalar sintió la misma desdicha y sufrimiento ante la idea de perderla que cuando pensó que ella se quedaría con Ranec. Sólo que esta vez era peor. Esta vez era él quien le había hecho daño a ella.

Ayla corrió a ciegas, con la vista nublada por las lágrimas, pero el llanto no alivió su pena. Cuando aún estaba en la Novena Caverna, pensaba en Jondalar, soñaba con él por las noches, durante el camino ansiaba estar a su lado, y forzó la marcha para llegar allí a fin de estar con él. Se sentía incapaz de regresar al campamento y hacer frente a todos. Necesitaba quedarse a solas. Se detuvo en el cercado de los caballos y dejó salir a Whinney. Le colocó la manta en el lomo y montó. A continuación, salió al galope hacia la pradera abierta.

Whinney aún estaba cansada del viaje, pero respondió al apremio de Ayla y atravesó la llanura a todo correr. Ayla no podía apartar de su mente la imagen de Jondalar y Marona juntos, no podía pensar en otra cosa, y pronto se olvidó de dirigir a la yegua, conformándose con dejarse llevar. El animal aminoró la marcha cuando percibió que la mujer dejaba de guiarla y volvió al paso hacia el campamento, deteniéndose a pastar de vez en cuando. Al llegar, ya oscurecía y refrescaba deprisa, pero Ayla sólo sentía un frío entumecedor y profundo dentro de ella. La yegua no percibió que su amazona volvía a controlarla hasta que llegaron al bosquecillo de los caballos y vieron a varias personas.

—Ayla, la gente se preguntaba dónde te habías metido —dijo Proleva—. Jonayla te buscaba, pero después de comer, al ver que no volvías, se ha ido con Levela a jugar con Bokovan.

—He ido a montar —respondió Ayla.

—Jondalar ha aparecido por fin —dijo Joharran—. Ha llegado tambaleándose al campamento hace un rato. Le he dicho que lo buscabas, pero él no ha hecho más que mascullar incoherencias.

Ayla tenía los ojos vidriosos al entrar en el campamento. Pasó junto a la Zelandoni sin saludarla, sin verla siquiera.

La mujer la observó con atención. Supo que algo andaba mal.

—Ayla, apenas te hemos visto desde que has llegado —comentó la donier, sorprendida de haber tenido que ser la primera en hablar.

—Sí, ya —respondió Ayla.

Para la Zelandoni, era evidente que Ayla tenía la cabeza en otra parte. Las «incoherencias» de Jondalar, si bien no había entendido las palabras, le habían parecido más que claras. Bastaban sus acciones para adivinar lo ocurrido. Además, había visto a Marona salir de la arboleda con el pelo alborotado, pero no por el camino que solían emplear la mayoría de los miembros de la Novena Caverna. Llegó al campamento desde otra dirección, fue derecha a la tienda que compartía con otra gente y empezó a recoger sus pertenencias. Dijo a Proleva que unos amigos de la Quinta Caverna querían que se alojara con ellos.

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