La tierra de las cuevas pintadas (91 page)

Ayla intentó levantarse, y la asaltó una sensación de vértigo. Por un momento todo se oscureció, y se cayó hacia atrás. Lobo gimió y le lamió la cara.

—Quédate aquí —indicó el cazador de mayor edad—. Vamos, Lorigan. Tenemos que hacer una litera para llevarla.

—Si descanso un poco, podré andar —aseguró Ayla.

—No, no creo que te convenga —recomendó Jeviva. Dirigiéndose a los cazadores, añadió—: Esperaré aquí con ella hasta que volváis con la litera.

Ayla, agradecida, se recostó contra la roca. Posiblemente habría podido caminar hasta la Novena Caverna, pero se alegró de no tener que hacerlo.

—Puede que tengas razón, Jeviva. Aún estoy un poco mareada.

—No me extraña —musitó Jeviva. Había visto una mancha de sangre en la piedra cuando Ayla intentó levantarse. «Creo que ha perdido a su bebé en la cueva», pensó la mujer. «Eso sí es un sacrificio extraordinario para llegar a zelandoni; está claro que no es una farsante como ese Madroman.»

—¿Ayla? ¿Ayla? ¿Estás despierta?

Ayla abrió los ojos y vio una imagen borrosa de Marthona, que la miraba con inquietud.

—¿Cómo te encuentras?

Ayla tuvo que pensar por un momento antes de contestar.

—Me duele. Todo el cuerpo —contestó con un susurro ronco.

—Espero no haberte despertado. Te he oído hablar. Quizá estabas soñando. La Zelandoni me advirtió que esto podía ocurrir. Aunque no creía que fuese a pasar tan pronto, no descartó la posibilidad. Me dijo que no te lo impidiese, y que no dejara a Lobo seguirte. Además, me dio una infusión para preparártela cuando volvieses. —Sostenía un vaso humeante, pero lo dejó para ayudar a Ayla a incorporarse.

La infusión estaba caliente, pero no demasiado, y Ayla sintió gratitud al notarla en la garganta. Aún tenía sed, pero volvió a recostarse, porque el cansancio no le permitía seguir sentada. Empezó a despejársele la cabeza. Estaba en su morada, en su propia cama. Miró alrededor y vio a Lobo junto a Marthona. El animal gimió de preocupación y se acercó a ella. Ayla alargó el brazo para tocarlo y Lobo le lamió la mano.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó—. Apenas recuerdo nada desde que salí de la cueva.

—Los cazadores te han traído en una parihuela. Han dicho que, al intentar caminar, te has desmayado. Bajaste corriendo desde tu puesto de observación y, al parecer, fuiste hasta la Profundidad de la Roca de la Fuente. No parecías la de siempre y entraste en la cueva sin fuego ni nada. Cuando vino Forason y me dijo que habías salido de la cueva, no pude ir hasta allí. Nunca me he sentido tan inútil en mi vida —explicó Marthona.

—Me alegro de que estés aquí, Marthona —dijo Ayla, y volvió a cerrar los ojos.

Cuando abrió los ojos de nuevo, sólo estaba allí Lobo, velando junto a la cama. Le sonrió, alargó el brazo para darle una palmada en la cabeza y le rascó bajo la barbilla. Él apoyó las patas en la cama e intentó acercarse disimuladamente, lo suficiente para lamerle la cara. Ella volvió a sonreír, lo apartó e intentó incorporarse. Dejó escapar un gemido de dolor involuntario, que atrajo a Marthona de inmediato.

—¡Ayla! ¿Qué te pasa? —preguntó.

—No sabía que podían dolerme tantas partes del cuerpo a la vez —respondió Ayla. La expresión de preocupación en el rostro de Marthona, tan elocuente que casi parecía una caricatura, arrancó una sonrisa a la joven—. Pero creo que sobreviviré.

—Estás llena de rasguños y moratones, pero no creo que te hayas roto nada —observó Marthona.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Más de un día. Volviste ayer, a última hora de la tarde. El sol se ha puesto hace poco.

—¿Cuánto tiempo pasé fuera? —quiso saber Ayla.

—No sé cuándo entraste en la cueva, pero desde el momento en que te marchaste de aquí hasta que volviste, pasaron más de tres días, casi cuatro.

Ayla asintió.

—No tengo la menor noción de cuánto tiempo transcurrió. Recuerdo ciertos momentos, algunos muy claramente. Es como si lo hubiera soñado, pero a la vez es distinto.

—¿Tienes hambre? ¿Sed? —preguntó Marthona.

—Tengo sed —contestó Ayla, y sintió una sequedad espantosa, como si el mero hecho de decirlo la llevara a tomar conciencia de lo deshidratada que estaba—. Mucha sed.

Marthona se marchó y volvió con un odre y un vaso.

—¿Quieres incorporarte o prefieres que yo te levante la cabeza?

—Intentaré incorporarme.

Procurando contener los gemidos, se puso de costado y, al apoyarse en un codo, se desprendió la costra de un considerable rasguño. Incorporándose, se sentó en el borde de la plataforma de la cama. Sintió un mareo, pero enseguida se le pasó; más le sorprendía lo mucho que le dolía el cuerpo. Marthona sirvió agua en el vaso y Ayla lo cogió con las dos manos. La apuró toda de un trago y tendió el vaso para pedir más. Recordó haber tomado bastante agua al salir de la cueva. Bebió el segundo vaso sólo un poco más despacio.

—¿Ya tienes hambre? No has comido nada —señaló Marthona.

—Me duele el vientre —se quejó Ayla.

—Me lo imagino —dijo Marthona, y apartó la mirada.

Ayla frunció el entrecejo.

—¿Por qué habría de dolerme el vientre?

—Estás sangrando, Ayla. Es probable que tengas retortijones, y otras cosas.

—¿Estoy sangrando? ¿Cómo es posible? Hace tres lunas que no sangro, estoy embarazada… ¡Oh, no! —exclamó Ayla—. He perdido el bebé, ¿verdad?

—Eso creo, Ayla. No soy experta en esas cosas, pero cualquier mujer sabe que no se puede estar embarazada y sangrar al mismo tiempo, al menos no tanto como tú. Tenías pérdidas cuando saliste, y desde entonces has sangrado mucho. Creo que tardarás un tiempo en recuperar las fuerzas. Lo siento, Ayla. Sé que querías ese hijo —dijo Marthona.

—La Madre lo quiso más que yo —respondió Ayla en un tono seco y monótono causado por la conmoción. Volvió a acostarse y fijó la mirada en la cara inferior de la repisa de piedra caliza. Se adormeció de nuevo sin darse cuenta siquiera.

Cuando despertó, sintió una apremiante necesidad de orinar. Era obviamente de noche, pues estaba todo a oscuras, pero ardían varios candiles. Miró alrededor y vio a Marthona dormida en unos cojines junto a la plataforma de la cama. Lobo, tumbado al lado de la anciana, miraba a Ayla con la cabeza erguida. «Ahora tiene a dos personas a quienes cuidar y vigilar», pensó Ayla. Se puso de costado y, con un esfuerzo, se incorporó. Antes de intentar levantarse, se quedó un rato sentada en la plataforma de la cama. Estaba entumecida, y aún dolorida, pero se sentía más fuerte. Con cuidado, se puso en pie. Lobo la imitó. Ella le indicó que se tumbara otra vez y se dirigió hacia el cesto de noche colocado cerca de la entrada.

Lamentó no haber pensado en coger un recambio de compresas de material absorbente. Había sangrado mucho. Cuando volvía a su dormitorio, Marthona se acercó para darle una.

—No era mi intención despertarte —dijo Ayla.

—No has sido tú. Ha sido Lobo, pero tenías que haberme despertado tú. ¿Quieres agua? También he preparado un guiso, por si te encuentras en condiciones de comer —ofreció Marthona.

—Te agradecería un vaso de agua, y tal vez un poco de ese guiso —respondió Ayla, y se dirigió de nuevo hacia el cesto de noche para ponerse allí la compresa limpia. Con el movimiento se le había aliviado el malestar general.

—¿Dónde quieres comer? ¿En la cama? —preguntó la mujer mientras, renqueando, iba hacia la zona de la cocina. También ella estaba entumecida y dolorida. El lugar donde había dormido y la postura no eran lo ideal para su artritis.

—No, prefiero sentarme a la mesa.

Ayla se encaminó a la zona de la cocina y echó un poco de agua en un pequeño cuenco; luego se lavó las manos y, con un pequeño paño de cuero absorbente humedecido, se limpió la cara. Estaba segura de que Marthona la había aseado un poco, pero deseaba darse un baño refrescante en el río con hierba jabonera. Tal vez por la mañana, pensó.

El guiso estaba frío pero sabroso. Tras los primeros bocados, Ayla se vio capaz de comer varios cuencos, pero se sació antes de lo que creía. Marthona preparó una infusión caliente para las dos y se sentó con Ayla a la mesa. Lobo salió sigilosamente aprovechando que las dos mujeres estaban levantadas, pero no tardó en volver.

—¿Has dicho que la Zelandoni preveía ya la posibilidad de que yo hiciera algo? —preguntó Ayla.

—En realidad no lo preveía. Sólo pensó que podía suceder.

—¿Qué preveía? En realidad no entiendo qué ha pasado —dijo Ayla.

—Creo que la Zelandoni podrá explicártelo mejor. Ojalá estuviera aquí, pero me parece que ya eres Zelandoni, que ya has recibido la «llamada», como suele decirse. ¿Recuerdas algo? —preguntó Marthona.

—Recuerdo alguna que otra cosa, y de pronto me viene a la memoria algo nuevo, pero no consigo ver el sentido a nada —respondió Ayla arrugando la frente.

—De momento yo no me preocuparía por eso. Espera a tener ocasión de hablar con la Zelandoni. Seguro que podrá explicártelo todo y ayudarte. Ahora mismo sólo debes reponer fuerzas —aconsejó Marthona.

—Puede que tengas razón —coincidió Ayla, aliviada por encontrar una excusa para posponer todo aquello. Ni siquiera deseaba pensar demasiado en el tema, aunque no podía evitar acordarse del hijo que había perdido. ¿Por qué la Madre había querido llevarse al bebé?

Durante varios días Ayla hizo poco más que dormir, hasta que una mañana despertó famélica, y luego se pasó un par de días con una sensación de hambre permanente. Cuando por fin salió de su morada y se reunió con el pequeño grupo, todos la miraron con renovado respeto, incluso con asombro y cierta aprensión. Sabían que Ayla había pasado por una dura prueba y que eso, sin lugar a dudas, la había cambiado. Todos sentían cierto orgullo por haber estado presentes durante el acontecimiento y, por asociación, les parecía haber participado en ello de algún modo.

—¿Cómo estás? —preguntó Jeviva.

—Mucho mejor —respondió Ayla—. ¡Pero me muero de hambre!

—Ven a comer con nosotros. Hay comida de sobra y aún está caliente —invitó Jeviva.

—Acepto. —Se sentó al lado de Jeralda mientras Jeviva le servía un plato—. ¿Y tú cómo estás?

—¡Aburrida! —contestó Jeralda—. Y harta de pasarme el día sentada o en cama. Ojalá llegue pronto el momento en que salga este bebé.

—Creo que ya ha llegado. No estaría de más que dieras cortos paseos de vez en cuando para animarlo a salir. Es sólo cuestión de esperar a que el bebé se sienta preparado. Esa impresión tuve ya la última vez que te examiné —dijo Ayla—, pero preferí no decir nada por el momento, y luego me distrajeron otras cosas. Lo siento.

Esa noche Marthona, con cierta vacilación, comentó:

—Espero no haber hecho nada malo, Ayla.

—No te entiendo.

—La Zelandoni me dijo que si intentabas marcharte, no debía intentar detenerte. Cuando esa mañana no volviste, yo me preocupé mucho, pero Lobo más. Le habías ordenado que se quedara conmigo, pero él gemía y quería irse. Sólo por la manera de mirarme, yo sabía ya que deseaba salir en tu busca. Para que no te molestara, lo até con una cuerda alrededor del cuello, como hacías tú a veces cuando no querías que se marchara e importunara. Pero al cabo de unos días el animal estaba tan apenado, y yo tan preocupada, que lo solté. Salió de aquí como una flecha. ¿Hice mal en soltarlo? —preguntó la mujer.

—No, no lo creo, Marthona —respondió Ayla—. No sé si yo estaba en el mundo de los espíritus, pero si lo estaba y él me encontró allí, creo que yo ya venía de vuelta. Lobo me ayudó a encontrar la salida, o al menos a comprender que iba en la dirección correcta. Allí dentro, pese a la oscuridad, los pasadizos son estrechos, y yo me mantenía pegada a la pared. Supongo que habría encontrado la salida igualmente, pero habría tardado más.

—Ni siquiera sé si tenía que haberlo atado. No sé si me correspondía a mí tomar esa decisión. Es cuando me siento incapaz de tomar decisiones, Ayla, cuando me doy cuenta de que me hago mayor. —La antigua jefa cabeceó, como decepcionada consigo misma—. Los asuntos del mundo de los espíritus nunca se me han dado bien. Cuando llegaste estabas tan débil… tal vez la Madre pensó que necesitabas a alguien que te ayudara. Tal vez quería que yo soltara al animal para que fuera a buscarte.

—No creo que hayas hecho nada malo. Las cosas tienden a suceder como desea la Madre —dijo Ayla—. Ahora mismo lo que quiero es bajar al Río y nadar un buen rato, y luego asearme bien. ¿Sabes si la Zelandoni dejó un poco de esa espuma limpiadora de los losadunai? ¿La que le enseñé a hacer con grasa y ceniza? Le gusta usarla para purificar, sobre todo para que los cavadores de tumbas se laven las manos.

—No sé nada de la espuma de la Zelandoni, pero yo también tengo —respondió Marthona—. A veces lavo con ella los tejidos. Incluso la he usado para mis bandejas, las que empleo para poner la carne y recoger grasa limpia. ¿También sirve para bañarse?

—A veces los losadunai lo hacían. Puede resultar áspera y enrojecer la piel. Normalmente prefiero la hierba jabonera, u otra planta, pero ahora mismo mi mayor deseo es estar limpia —contestó Ayla.

—Si hubiera un pozo con aguas termales curativas de Doni cerca de aquí —se dijo Ayla en voz alta mientras se dirigía al Río con Lobo a su lado—, sería perfecto, pero de momento tendré que conformarme con el Río.

El lobo alzó la mirada al oírla. Desde su regreso, permanecía siempre cerca de ella, sin perderla de vista en ningún momento.

El calor del sol le resultó agradable mientras recorría el sendero hacia el lugar donde solían bañarse. Se enjabonó todo el cuerpo y se lavó el pelo; luego se sumergió en el agua para quitarse el jabón y nadó un buen rato. Salió del río y se reclinó en una roca lisa para secarse al sol mientras se peinaba. «Qué sol tan agradable», pensó. Extendió su piel de gamuza para secar y se tendió encima. «¿Cuándo fue la primera vez que me tumbé en esta roca? Fue el mismo día de mi llegada a la caverna, cuando Jondalar y yo vinimos a darnos un baño.»

Pensó en Jondalar, y en su imaginación lo vio acostado y desnudo a su lado. Su pelo rubio y su barba algo más oscura… No, era verano, o sea que debía de ir afeitado. La frente amplia y alta, donde empezaban a aparecer las arrugas causadas por su costumbre de fruncirla cuando se concentraba o estaba preocupado. Los ojos de un vivo color azul, mirándola con amor y deseo: Jonayla los tenía iguales. La nariz fina y recta, la barbilla prominente y labios carnosos y sensuales.

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