La tierra de las cuevas pintadas (95 page)

Ayla se dio media vuelta de inmediato y sonrió complacida al ver al viejo maestro de comercio. Se abrazaron con calidez y afecto.

—¿Tú también has venido con los lanzadonii?

—No, no hemos llegado con ellos —respondió Willamar—. Todavía nos quedaban unos cuantos altos en la ruta. Llegamos hace unos días, y estoy ya a punto de volver a la Novena Caverna.

—De hecho, este año vinimos un poco antes —explicó Dalanar—. Yo sabía dónde plantaría la Novena Caverna el campamento, así que nos instalamos cerca.

—Fui uno de los primeros en ver llegar a la Novena Caverna —intervino Danug—. Cuando distinguí los caballos a lo lejos, supe que tenía que ser tu gente, Ayla. Me llevé una gran decepción cuando me enteré de que no venías con ellos, aunque me alegré de ver a Jondalar. Al menos él sabía hablar mamutoi. Me di cuenta de inmediato que Jonayla era hija tuya, y más viéndola a lomos de ese caballo gris. Si no hubieses venido, habría ido yo a la Novena Caverna a darte una sorpresa, pero al final has sido tú quien nos ha sorprendido a nosotros.

—La sorpresa eres tú, Danug, y una sorpresa agradable. E igualmente puedes venir a visitar la Novena Caverna, ya lo sabes —dijo Ayla, y volviéndose hacia Dalanar, añadió—: Me alegro de que hayas decidido venir con los lanzadonii. ¿Jerika está contigo? Marthona lamentará no veros.

—Me sabe mal que Marthona no haya venido. A Jerika también le hacía ilusión verla. Es increíble que al final sean tan buenas amigas. ¿Cómo está Marthona?

—No del todo bien —respondió Ayla, cabeceando—. Se queja de dolor en las articulaciones, pero no sólo es eso. Le duele el pecho y le cuesta respirar cuando hace esfuerzos. Yo tenía previsto venir a la reunión en cuanto me fuera posible, pero no me gustaba la idea de dejarla allí. Aunque la verdad es que al irme se la veía mucho mejor.

—¿Realmente crees que está mejor? —preguntó Willamar, ahora muy serio.

—Dijo que si se hubiese sentido igual de bien antes, en el momento de marcharse la Novena Caverna, quizá habría venido, pero dudo que hubiese podido hacer todo el camino a pie.

—Podría haberla traído alguien —comentó Dalanar—. Yo llevé a Hochaman a hombros hasta las Grandes Aguas del Oeste, dos veces, antes de su muerte. —Dalanar se volvió hacia Danug—. Hochaman era el compañero de la madre de Jerika. Viajaron desde los Mares Infinitos del Este. Sus lágrimas se mezclaron con la sal de las Grandes Aguas del Oeste, pero eran lágrimas de alegría. Su mayor deseo era llegar hasta donde acababa la tierra, más lejos que nadie. No sé de nadie que haya viajado tan lejos.

—Precisamente nos acordamos de esa historia, Dalanar, y le propusimos traerla —explicó Ayla—, pero ella no quiso venir a hombros de Jondalar. Supongo que le pareció poco digno. Tampoco quiso viajar a lomos de Whinney. Se lo ofrecí, pero se negó. Le gustan los caballos, pero le da miedo montar. —Ayla miró la parihuela, la sencilla construcción a base de varas y esterillas, ya descargada—. Me pregunto… ¿crees que le importaría viajar en la angarilla, Willamar?

—También podrían acarrearla en una litera varias personas por turno —sugirió Dalanar—. Con cuatro portadores, uno en cada esquina, sería fácil. Ella no pesa mucho.

—Y podría ir sentada, sin necesidad de viajar mirando hacia atrás. Estoy tentada de pedirle a Jondalar que vuelva a por ella, pero aún no lo he visto. ¿Estaba contigo, Dalanar? —preguntó Ayla.

—No, no lo he visto en todo el día. Podría estar en cualquier sitio. Ya sabes cómo son las cosas en estas reuniones —respondió Dalanar—. Tampoco he visto a Bokovan en todo el día.

—¿Bokovan? ¿Joplaya y Echozar están aquí? Creía que Echozar dijo que nunca volvería después del revuelo que se organizó cuando se unió a Joplaya —señaló Ayla.

—No fue fácil convencerlo. Jerika y yo pensamos que debía venir por el bien de Bokovan. También él tendrá que encontrar compañera algún día, y todavía no hay suficientes lanzadonii. Todos los jóvenes se crían como hermanos, y ya sabes qué pasa cuando los niños crecen juntos. Luego, de mayores, no suelen verse como parejas posibles. Le aseguré a Echozar que sólo se opusieron unas cuantas personas, pero no se lo creyó. Decidió venir cuando aparecieron este mamutoi enorme, su primo y su amigo. Está aquí básicamente gracias a ellos.

—¿Y qué hicieron para conseguirlo?

—Ahí está: no hicieron nada. Ya sabes que la gente se siente incómoda delante de Echozar cuando lo ve por primera vez. A ti no te pasó, pero fuiste la excepción —explicó Dalanar—. Creo que por eso te tiene especial aprecio. A Danug tampoco le pasó; simplemente empezó a hablarle con señas. El joven s’armunai tampoco pareció inquietarse mucho ante Echozar. Por lo visto, ellos, a diferencia de algunos zelandonii, no consideran demasiado antagónicos a quienes nacen de espíritus mixtos.

—Es verdad —coincidió Ayla—. Entre ellos se da más el mestizaje, y se acepta mejor, aunque no plenamente si el aspecto físico del clan es tan manifiesto como en el caso de Echozar. Él quizá tendría algún problema incluso allí.

—No lo tuvo con Aldanor. Esos tres jóvenes lo aceptaron como a cualquier otro. No les pareció nada excepcional, ni hicieron especial esfuerzo por ser amables con él. Simplemente lo trataron como a un joven más. Gracias a eso, Echozar comprendió, creo, que no todo el mundo lo odiaría, ni le pondría reparos. Podía hacer amigos, y también Bokovan. ¿Te acuerdas de aquellos jóvenes que se emparejaron al mismo tiempo que tú, Jondecam y Levela? Pues, de hecho, prácticamente han adoptado a Bokovan. Está siempre allí, jugando con sus chicos, y con los demás niños que andan a todas horas por su campamento. A veces me pregunto cómo aguantan a tantos niños siempre allí —dijo Dalanar.

—Levela tiene una paciencia inagotable —contestó Ayla—. Creo que le encanta que estén allí. —Se volvió hacia Danug—. Vendrás con nosotros a la Novena Caverna, ¿verdad? Apenas has empezado a ponerme al día sobre la vida de la gente del Campamento del León.

—Teníamos la esperanza de pasar el invierno con vosotros. Me gustaría llegar a las Grandes Aguas del Oeste antes de regresar. Además, creo que será imposible sacar a Aldanor de aquí antes de la primavera, y quizá ni siquiera entonces —dijo Danug, y sonrió a su amigo.

Ayla le dirigió una mirada interrogativa.

—¿Por qué?

—Cuando lo veas cerca de la hermana de Jondalar, lo entenderás.

—¿Folara?

—Sí, Folara. Está colado por ella. Total y absolutamente loco por ella, y creo que el sentimiento es mutuo. Al menos a Folara no parece molestarle pasar mucho tiempo a su lado. Muchísimo tiempo.

Aunque Danug había hablado en mamutoi, Aldanor sonreía. Su idioma era parecido, y había aprendido bastante mamutoi durante su viaje; además, el nombre de ella se pronunciaba igual en todas las lenguas. Ayla vio que Aldanor se sonrojaba. Enarcó las cejas y sonrió.

La joven alta y garbosa en que Folara se había convertido captaba fácilmente la atención allí a donde iba. Poseía la elegancia natural de su madre y el encanto desenvuelto de Willamar y, como siempre había vaticinado Jondalar, era hermosa. Su belleza no era exactamente una manifestación consumada de la perfección, como había sido el caso de Jondalar en su juventud (y en gran medida seguía siendo). Ella tenía la boca un poco demasiado carnosa, los ojos un poco demasiado separados, el pelo castaño claro quizá en exceso fino, pero esas pequeñas imperfecciones sólo la volvían más accesible y atractiva.

A Folara no le faltaban pretendientes, pero ninguno había despertado su entusiasmo ni cumplido sus expectativas tácitas. Su escaso interés por elegir pareja traía loca a su madre, que quería que su hija le diera una nieta. Después de pasar tanto tiempo con Marthona, Ayla la entendía mucho mejor, y sabía que el buen concepto que Folara se había formado del joven s’armunai tendría una gran trascendencia para Marthona. La gran duda era si Aldanor decidiría quedarse con los zelandonii o si Folara lo acompañaría de regreso junto a los s’armunai. «Marthona tiene que venir», pensó Ayla.

—Willamar, ¿te has fijado en el interés de Folara por este joven s’armunai? —preguntó Ayla, sonriendo al visitante, ruborizado de vergüenza por verse convertido en centro de atención.

—Ahora que lo dices, es verdad que han pasado mucho tiempo juntos desde que estoy aquí.

—Ya conoces a Marthona, Willamar. Sabes que le gustaría estar aquí si las intenciones de Folara respecto a este joven son serias, y más si puede darse el caso de que él se la lleve a su tierra. Seguro que Marthona vendría si pudiera.

—Tienes toda la razón, Ayla, pero ¿se lo permitirán sus fuerzas?

—Antes has hablado de la posibilidad de traerla en litera, Dalanar. ¿Cuánto crees que tardarían cuatro hombres jóvenes y fuertes en volver a toda prisa a la Novena Caverna y regresar aquí con ella?

—Si son buenos corredores, sólo unos días en ir, tal vez el doble en traerla de vuelta, más el tiempo necesario para que ella se prepare. ¿De verdad crees que se encuentra tan bien como para eso? —preguntó Dalanar.

—¿Se encontraría Jerika en condiciones si se tratara de Joplaya? —adujo Ayla.

Dalanar asintió en un gesto de comprensión.

—Cuando me marché, se veía a Marthona mucho mejor, y si no tiene que hacer grandes esfuerzos, podría estar mejor aquí, donde hay tantas personas para ayudarla, que en la Novena Caverna. Le gustan los caballos, para observarlos o acariciarlos, y creo que, dadas las circunstancias, incluso estaría dispuesta a viajar hasta aquí en la angarilla, pero viajaría más a gusto sentada en una litera y acompañada de gente con quien hablar. Se lo pediría a Jondalar, pero no lo he visto por aquí. ¿Podríais organizarlo Dalanar y tú, Willamar? ¿Y quizá también Joharran?

—No veo inconveniente, Ayla. Seguramente tienes razón. La madre de Folara debe estar aquí si su hija tiene serias intenciones de emparejarse, y más con un forastero.

—¡Madre! ¡Madre! ¡Has venido! ¡Por fin has venido! —exclamó una voz infantil.

Para Ayla, fue una interrupción en extremo grata. Se volvió y sonrió, y se le iluminaron los ojos cuando tendió los brazos y la niña corrió hacia ella, con el lobo trotando alegremente a su lado. Su hija casi voló hasta sus brazos.

—Te he echado mucho de menos —dijo Ayla, estrechándola; luego se apartó para mirarla y la levantó en brazos de nuevo. Cuando la dejó en el suelo, añadió—: Es increíble lo mucho que has crecido, Jonayla.

La Zelandoni había seguido a la niña, a un paso más lento, pero sonrió afectuosamente a Ayla cuando se acercó. Después de saludarla con un abrazo, le preguntó:

—¿Has terminado con la observación?

—Sí, y me alegro de que así sea, pero fue apasionante ver el sol detenerse y volver atrás, y lo marqué. Lo único malo fue no tener allí a nadie con quien compartirlo que lo entendiera realmente. Me acordé mucho de ti —explicó Ayla.

La Zelandoni observó con detenimiento a la joven. Se apreciaba en ella algo distinto: Ayla había cambiado. Intentó identificarlo. «Ha perdido peso. ¿Habrá estado enferma? Debería notársele ya el embarazo, pero tiene la cintura más estrecha y los pechos más pequeños», pensó. «Ay, Doni, ya no está embarazada. Seguramente ha abortado.»

Pero se advertía algo más, un nuevo aplomo en su actitud, la aceptación de la tragedia, una seguridad en sí misma. Sabía quién era ahora: era una Zelandoni. Había recibido la «llamada». Debía de haber perdido el bebé en ese momento.

—Tenemos que hablar, ¿no, Ayla? —preguntó la Zelandoni Que Era la Primera, pronunciando su nombre con énfasis. Podía llamarse Ayla, pero ya no era Ayla.

—Sí —contestó la joven. No tuvo que decir nada más. Supo que La Que Era la Primera Entre Aquellos Que Servían a la Madre lo entendía.

—Debería ser cuanto antes.

—Sí.

—Y… Ayla, lo siento. Sé que deseabas ese hijo —dijo en voz baja.

Antes de que Ayla pudiera contestar, más personas se apiñaron alrededor.

Casi todos sus amigos íntimos y familiares acudieron al campamento a saludarla. Todo el mundo parecía presente excepto Jondalar, y por lo visto nadie sabía dónde localizarlo. Por lo general, cuando una persona se marchaba del campamento principal de la reunión, solo o con alguien más, comunicaba adónde iba. Ayla habría podido empezar a preocuparse, pero veía muy tranquilos a todos los demás. Muchos se quedaron allí a comer algo. Contaron anécdotas, hablaron de la gente, de quiénes iban a emparejarse, quiénes habían tenido hijos o los esperaban, quiénes habían decidido cortar el nudo o tomar un segundo compañero: cotilleos inofensivos.

Por la tarde, la gente empezó a marcharse para ocuparse de otras actividades. Ayla colocó en su sitio sus pieles de dormir y el resto de sus pertenencias. Se alegraba de haber llevado ya antes a los caballos a la pradera del bosque, al corral construido para ellos, no tanto para mantener dentro a los animales como para impedir entrar a las personas. En circunstancias normales, unos caballos en una pradera eran presas fáciles para la caza. Aunque todo el mundo sabía que la Novena Caverna llevaba caballos, el espacio se había cercado visiblemente para que no quedara duda alguna respecto a que se trataba de esos caballos en particular. Jondalar y Jonayla los llevaban a menudo a las estepas cubiertas de hierba para cabalgar o simplemente para dejarlos pastar, pero cuando no estaban en el cercado, Ayla sabía que alguien estaba con ellos.

Jonayla se marchó con la Zelandoni y Lobo para regresar al espacio de los zelandonia y ultimar los detalles de la noche especial que tenían planeada. Ayla decidió que, después de la cabalgada entre el calor y el polvo, convenía almohazar a Whinney, y fue a la pradera de los caballos con unos retales de piel y cepillos de cardencha. También cepilló un rato a Corredor y Gris, sólo por rascarlos y prestarles un poco de atención.

Contempló el riachuelo que discurría por la linde del pequeño valle antes de desembocar en el Río, y recordó la última vez que la reunión se celebró allí. Había una charca donde nadar cauce arriba, no muy lejos de allí. Poca gente sabía de su existencia porque estaba un tanto alejada del campamento principal y caía a trasmano. En aquella ocasión no conocía aún tan bien a su pueblo de adopción, y Jondalar y ella iban allí cuando deseaban apartarse de la multitud y pasar un rato solos.

«Me iría bien un baño ahora», pensó, «y aquí el agua del río está turbia por el uso». Se encaminó corriente arriba hacia el recodo del riachuelo donde el cauce era más profundo cerca de la orilla y formaba una pequeña playa de guijarros en el interior del meandro. Sonrió al acordarse de Jondalar y de lo que hacían allí junto al riachuelo. Había pensado mucho en él, en las sensaciones que le producía. Sintió excitación al imaginar el contacto con él, incluso notó cierta humedad entre las piernas. «¿No sería divertido intentar hacer otro bebé?», pensó.

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